domingo, 4 de julio de 2010

SS Alejandro VI ante la Renovatio Ecclesiae


El papado y el orden monástico: unidad e impulso de la observancia

Kaspar Elm ha señalado recientemente la necesidad de adoptar una perspectiva amplia a la hora de estudiar la evolución de las órdenes religiosas en los siglos tardomedievales. Concretamente, ha advertido del peligro de interpretar su proceso de renovación como un fenómeno de “autoreforma”, desvinculándolo de los agentes exteriores –laicos y eclesiásticos– que lo hicieron posible y canalizaron sus deseos de cambio hacia la eenovación de la Iglesia entera.18 Esta consideración resulta particularmente importante a la hora de tener en cuenta los enlaces existentes entre los agentes renovadores de la vida religiosa y el papado, incluyendo a los cardenales, prelados, juristas u otros oficiales de la curia que participaron en estas iniciativas.
Para valorar el lugar del pontificado de Alejandro VI en esta renovatio Ecclesiae habría que reconstruir las relaciones del pontífice con los grandes obispos reformadores o aquellos “prelados de Estado” que actuaban de enlace entre las estructuras eclesiásticas y las monárquicas cada vez más centralizadas: Jiménez de Cisneros en Castilla (1436-1517), Georges d.Amboise († 1510) en Francia, Pietro Barocci en Padua (1441- 1507), Raymond Péraud (1435-1505) en tierras del Imperio, o Adriano Castellesi da Corneto (c. 1461-1521) en Inglaterra.20 En segundo lugar, es preciso conocer el esfuerzo de los cardenales protectores (Jorge Costa para la orden franciscana, Raffaele Diario para la orden agustina, Francesco Piccolomini para los benedictinos u Oliviero Caraza para los dominicos) por facilitar las iniciativas de la rama observante, deseosa de una interpretación de la regla más fiel a sus raíces, sin provocar una ruptura con la rama conventual, encallada en diversos privilegios que mitigaban el rigor primitivo. Por último, es preciso tener en cuenta el tercer vértice del “triángulo reformador”: el poder político, en el que no resulta fácil deslindar los ideales religiosos de las ventajas económico- jurídicas que obtenían sobre las abadías reformadas en virtud de un ius reformando que aceleró la evolución hacia el Estado moderno.

¿Cuál fue el papel del papado en el proceso de reforma de las órdenes religiosas?

En líneas generales, Alejandro VI siguió en este terreno la política de Sixto IV: actuar en sintonía con los vicarios respectivos y apoyar a las congregaciones de observancia –particularmente activas entre las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos y carmelitas)– ya fuera ampliando su autonomía respecto a los superiores generales o bien instituyendo congregaciones independientes. Se trataba de impulsar los ideales de reforma sin romper la unidad. Un objetivo particularmente delicado en el caso de la orden franciscana, aquejada de un proceso de escisión entre la rama conventual y la observante, deseosa de emprender una reforma que privilegiara la ascesis, el espíritu de oración, la pobreza originaria, la vida en común y la clausura. Los métodos expeditivos empleados en Castilla para reformar a los conventuales no fueron bien vistos en la curia, donde el cardenal Costa sirvió de portavoz de los que denunciaban la vulneración de libertades y la apropiación de las rentas de los conventos reformados por la Corona. A pesar de algunas crisis coyunturales como la de 1497, Alejandro VI apoyó la acción de los Reyes Católicos tras garantizar su vigilancia a través del nuncio Francesc Desprats como juez delegado para la reforma.
Este nuevo impulso coincide con el que emprendió en 1499 Enrique VII –verdadero promotor de la observancia en Inglaterra– gracias a tres bulas papales que le permitieron
entregar a los observantes las principales casas conventuales de Canterbury, Newcastle y Southampton, y crear dos nuevos conventos en Richmond y Newark. Más difícil fue resolver la división interna que se estaba produciendo en la orden. El papa intentó evitarla con la promulgación de los Statuta Alexandrina de 1501, realizados en colaboración con el procurador general de la orden, el observante Egidio Delfini, pero las medidas demasiado complacientes para los conventuales no resultaron satisfactorias.
Con todo, por la vía práctica el papa atajó con energía la indisciplina que reinaba en determinados lugares como París, donde encargó a su nuncio Antonio Flores la reforma de aquellos franciscanos que incumplían la regla y causaban desórdenes en la Universidad. La orden dominica gozó de la prudente gestión del cardenal Carafa y la actividad reformadora de su vicario Vicenzo Bandelli, cuyo breve generalato ha sido considerado el más denso y laborioso de la historia de la orden. El papa protegió especialmente la rama observante de la congregación lombarda, dotándola en 1494 de importantes privilegios y poniendo bajo su protección trece casas conventuales del reino de Nápoles para que fueran reformados. Fue una medida demasiado traumática. Para evitar el enfrentamiento entre los monjes, Bandelli tuvo que intervenir y en 1496 logró que el papa permitiera el regreso de los observantes a sus conventos del norte. En el capítulo general celebrado en Roma en 1501, Bandelli trazó las líneas generales de su acción pastoral, concentrada en rehacer el espíritu evangélico, devolver al estudio su preeminencia y visitar personalmente las casas de la orden en Francia, Bélgica, España e Italia. En Roma, los dominicos desarrollaron una intensa actividad teológica y homilética que más adelante comentaremos, mientras el papa les confiaba en el cargo de maestro del sacro palacio o asuntos más personales como la educación de su hija Lucrecia, formada en el convento de San Sixto.
La dirección de la orden agustina estuvo a cargo del prior general Mariano da Genazzano, a quien el papa otorgó los permisos necesarios para visitar y reformar los conventos de todas las provincias y congregaciones tanto observantes como conventuales. Aunque esta labor sufrió algunas interrupciones por la resistencia de la congregación de la observancia lombarda, tuvo su continuación gracias a la sucesión de
Egidio de Viterbo, uno de los teólogos-humanistas de mayor altura moral e intelectual del momento. Genazzano fue un infatigable defensor del papa en la polémica savonaroliana y desempeñó delicadas misiones diplomáticas a su servicio. Consciente de la lealtad que los agustinos le habían dispensado desde los tiempos de Jaime Pérez de Valencia –su vicario en la diócesis de Valencia (1468-1490)–, el papa confió su conciencia a uno de sus miembros –Agostino di Castello– y otorgó a la orden la dignidad de sacristán del palacio apostólico (1497), que se encargaba de la custodia del sagrario y los preciosos ornamentos de la capilla papal. Menos éxito tuvo la orden carmelita, donde las iniciativas de su procurador general Gracián de Villanova –teólogo, legado y confesor del papa– se truncaron tras su fallecimiento en 1497.31 Su sucesor, el catalán Pere Terrassa, no estuvo a la altura de su antecesor. Fue acusado de oportunismo y sus medidas se mostraron ineficaces hasta su sustitución en 1513 por el beato Bautista Mantuano, vicario general de la ferviente congregación mantuana e inspirador de los estatutos de la congregación fundada en Albi en 1502. El afán reformador no fue exclusivo de las órdenes mendicantes. En este terreno, la orden benedictina también dio pasos importantes durante el pontificado Borja. En Francia, el papa nombró en 1496 a tres abades benedictinos para restaurar la observancia con facultades de visitar todos los conventos, y en 1501 entregó al cardenal Georges d.Amboise los poderes para reformarlos.33 Los mayores éxitos se cosecharon en los monasterios de Saint-Sulpice de Bourges (1499), Saint Allyre de Clermont (1500) y Saint-Vincent de Mans (1502), que acabaron agrupados en la congregación de Chezal- Benoît en 1505. Sin embargo, fue en los reinos unificados de Castilla y Aragón donde el benedictinismo se renovó profundamente gracias a la congregación de San Benito de Valladolid, extendida a Aragón a través de la congregación de Santa María de Montserrat, erigida por Alejandro VI en 1497. La reactivación de la vida religiosa fue de tal intensidad que la congregación acabaría englobando a todos los monasterios españoles, exceptuando la congregación claustral tarraconense, ligada a la Corona de Aragón. Alejandro VI también apoyó las tendencias autonómicas y regionales de la orden del Cister. Para ello negoció con los príncipes la formación de congregaciones que impulaban la reforma, como sucedía en la península Ibérica y en la zona centroseptentrional de Italia, cuyos monasterios fueron reunidos en una organización autónoma –la congregación cisterciense de San Bernardo– separada del gobierno central de Cîteaux. Con todo, la rivalidad suscitada entre los cardenales Ascanio Sforza y Giovanni de Medici por la abadía milanesa de Morimondo en 1503 exigió volver a unificar temporalmente las dos provincias italianas –la lombarda y la toscana– que el papa acaba de crear.
En el ámbito del eremitismo despuntó la figura de Pietro Dolfin, general de los camaldulenses, reformador y humanista. Los avatares de las guerras de Italia y las campañas de César Borja no facilitaron su gobierno ni sus intentos de evitar la escisión del convento de San Michele di Murano, en plena expansión por la actividad de su vicario Paolo Orlandini. Dentro del eremitismo ibérico se desarrolló especialmente la orden jerónima, gracias a la protección de la Corona y al carisma de dirigentes como fray Hernando de Talavera, arzobispo de Granada y confesor real. Alejandro VI hizo “mucho [por la orden] y se le mostró siempre favorable”, escribe fray José de Sigüenza sin ocultar en su Historia las taras personales del papa Borja. Concretamente, permitió la elección trienal de sus dirigentes, concedió un estatuto anti-converso poniendo fin a ciertos escándalos, confirmó diversas donaciones regias, y les encomendó la reforma de algunos conventos de la orden militar de Santiago y de los canónigos regulares de San Isidoro de León (1502). En Portugal, el papa también autorizó nuevas fundaciones jerónimas y el traspaso de la casa de Belem, perteneciente a la orden de Cristo. La reforma de las órdenes militares constituye un capítulo aparte, pues las iniciativas en este sentido no se orientaron al retorno de la regla primitiva, sino al saneamiento económico, la superación de los particularismos y el fortalecimiento del poder central. Sólo así se entiende que el papado se apoyara en la Corona para facilitar la readaptación de las órdenes militares dentro de un espacio político-militar cada vez más intervenido por el poder monárquico. Alejandro VI mantuvo en este sentido la política ensayada por Inocencio VIII, confirmando a los Reyes Católicos la entrega de la administración temporal de los maestrazgos de las tres órdenes ibéricas más importantes –Santiago, Alcántara y Calatrava–, mientras ampliaba los privilegios de Manuel II de Portugal sobre la orden de Cristo. Con estas medidas, el papa ponía en manos de la monarquía los formidables recursos de estas instituciones, no sin responsabilizarles de la reforma espiritual que debían encomendar a “personas religiosas de dichas milicias”.
El papa también entregó a Fernando el Católico las posesiones sicilianas de la orden teutónica, pero se resistió a ceder la orden de Montesa –instalada en Valencia– o a extinguir la del Santo Sepulcro, como había dispuesto Inocencio VIII en 1489 al unirla a la orden de San Juan del Hospital (1489).44 Ésta era la única orden militar que seguía desempeñando un cometido defensivo en el Mediterráneo oriental y por la que Alejandro VI mantuvo ciertos forcejeos con el maestre Pierre d.Aubusson a raíz del nombramiento de ciertos cargos, con los Reyes Católicos por los prioratos ibéricos, y con algunos obispos que vulneraban los privilegios fiscales de la orden.

Mapa de las nuevas fundaciones

En el ámbito de la renovación religiosa es preciso considerar las órdenes y congregaciones que surgieron en estos años con el apoyo del papado. Un hecho más complejo de lo que pueda parecer, pues sus fundadores debían aportar argumentos sólidos para salvar la prohibición de fundar nuevas órdenes establecida por el IV concilio de Letrán (1215). En este terreno, las órdenes mendicantes fueron especialmente creativas.
Desgajándose de la rama observante del franciscanismo, surgió en Castilla la reforma guadalupiana, erigida en congregación sub arctiori observantia vivendi modo, según afirma la bula de fundación otorgada por Alejandro VI en 1496.46 Su evolución no fue pacífica por la oposición de algunos frailes observantes que denunciaron a los Reyes Católicos el transfuguismo de conventos. Tras un período de negociaciones, el papa finalmente les amplió las facultades de incorporar a los conventuales y fundar conventos en cualquier lugar de la península Ibérica. Del tronco franciscano también surgió la nueva orden de los mínimos, fundada por san Francisco de Paula y conocida por Rodrigo de Borja al menos desde que intervino en 1467 en la gestión de una indulgencia para el convento calabrés de Paola (Calabria).
47 Como pontífice, aprobó la segunda redacción de la regla en 1493, que intensifica la dimensión eremítica de la orden. Sin embargo, su extraordinaria difusión favorecida por los poderes políticos acabó por transformar el incipiente eremitismo en un cenobitismo mendicante que confirmó Alejandro VI en 1495. Siete años después, el cardenal Carvajal y el referendario pontificio Felino Sandei examinaron una nueva regla aprobada por el papa en 1501-1502, en la cual se daba cabida a la orden tercera integrada por laicos deseosos de vivir el espíritu penitencial de los mínimos.
La espiritualidad franciscana también debió influir en la orden de la Anunciada (l.Annonciade) u orden de la virgen María, fundada por santa Juana de Valois –reina de Francia– con la ayuda del minorita observante el beato Gabriel-María. Tras la declaración de nulidad de su matrimonio con Luis XII y siguiendo una inspiración sobrenatural, Juana puso en marcha esta orden, que pretendía honrar a la virgen María mediante la fiel imitación de su vida. Gabriel-María se encargó de redactar la regla, que fue estudiada en Roma por el datario Giovanni Battista de Ferrari y confirmada por Alejandro VI en 1502, a pesar de la oposición de varios cardenales. Distinguiéndose de estos brotes de espiritualidad ligada al contemptus mundi, la orden dominica proporcionó modelos de santidad femenina más comprometidos con la renovación moral y espiritual de la sociedad civil. Nos referimos al movimiento liderado por la beata Colomba da Rieti (1467-1501) y santa Lucia de Narni (1476-1544), terciarias dominicas dotadas de un carisma profético que suscitó el interés de la clase política del momento y del propio Alejandro VI.50 Durante su estancia en Perugia en 1495, el papa escuchó las reconvenciones personales de Colomba, y al año siguiente mantuvo con Lucia de Narni un coloquio secreto en Viterbo del que salió conmovido. Dos gestos que recuerdan los encuentros de otras dos santas místicas –Catalina de Siena y Brígida de Suecia– con los papas de Avignon, y que consolidaban la alianza del papado con aquella corriente espiritual del misticismo femenino que parecía renacer en las horas más bajas de la sede petrina.52 Más adelante, Alejandro VI parecerá apoyar la difusión de este modelo de santidad femenina a través de obras como el Stigmifere virginia Lucie de Narnia aliarumque spiritualium personarum feminei sexus facta admiratione digna (1501) –redactada por su legado en Bohemia, el célebre inquisidor dominico Heinrich Krämer–, o reabriendo en 1499 el proceso de beatificación de santa Francesca Romana (1384-1440), otra mística, consejera de Eugenio IV y fundadora de la congregación laica de las oblatas de María.
En este contexto más secular cabe situar las congregaciones laicales y clericales próximas a la devotio moderna, una espiritualidad activa y contemplativa cultivada por los canónigos regulares de Windesheim (Holanda).54 El reformador alemán Jan Standonck –amigo de san Francisco de Paula– extendió esta espiritualidad en Francia y los Países Bajos, donde llegó a administrar un centenar de abadías en 1496 y los colegios fundados en Mechlin, Breda, Beauvais y en la Universidad de Lovaina. La iniciativa más original de Standonck fue la congregación de Montaigu, dedicada a la formación del clero joven y regida por una regla que ha sido considerada “uno de los monumentos más importantes de la reforma católica a comienzos del siglo XVI”.55 Alejandro VI confirmó aquellas fundaciones y aprobó oralmente la congregación de Montaigu en 1500, introduciendo algunas modificaciones.
El papa se interesó especialmente por la congregación laical (sine sacerdotio) de los jesuatos, que desde su fundación en 1335 oscilaban entre el eremitismo propio de su vocación contemplativa y la actividad asistencial hacia los enfermos en ciudades del centro y norte de Italia. De acuerdo con las autoridades de la congregación, el papa promovió la clericalización de su modo de vida, estipulando el hábito y confirmando en 1499 su status congregacional con la nueva intitulación de “jesuatos de san Jerónimo”, que les permitía titular sus iglesias y llevar las insignias de este padre de la Iglesia. Otras iniciativas más locales fueron la congregación de los canónigos regulares de San Pedro de Monte Corbulo –fundada por Piero di Regio e instalados en la iglesia de San Michele (Siena) gracias a la intervención de Francesco Soderini, referendario de Alejandro VI–, y la congregación eremítica de Santa María in Gonzaga, iniciada por Girolamo Redini da Castelgoffredo a raíz de la curación milagrosa del marqués de Mantua en 1488. Diez años después, el papa aprobó su regla tras haberla mandado examinar en 1496 al obispo de Reggio Gianfrancesco Arlotti. Pietro Gravina.

1 comentario:

  1. alegandro VI asesino con mujeres relaciones HIJOS poder toda italia en su poder que mas queria?????????'

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