martes, 27 de julio de 2010

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc. 23, 46)


Los enemigos de Jesús pensaron que con su muerte acabaría todo (cf. Sab. 2,12-20). Pero la vida de los justos está en manos de Dios (Sab.3,1). Jesús sabe que tiene a Dios por Padre (2,16), y que El creó a los hombres para la inmortalidad (2,23). Encomienda su espíritu a Dios, porque sabe que El le rescatará de la muerte (Sal.31,6). Aunque en su inquietud decía “¿Por qué me has abandonado?”, “estoy dejado de tus ojos” (S.31,23), sabe que Dios oía la voz de su plegaria cuando clamaba a El (31,23).

María, la madre, se había hecho servidora incondicional del Padre y fue cubierta con el don del Espíritu. De allí nació Jesús. Ella lo ofreció al Padre el día que lo presentó en el Templo, y allí mismo, doce años después, escuchó de su Hijo la verdad sobre su vida: debía ocuparse de las cosas de su Padre.

Ahora, débil e impotente, Jesús encomienda su Espíritu al Padre, y María, la madre, ofrece también al Padre el fruto bendito de su vientre.

La confianza de Jesús en el Padre da firmeza a nuestra esperanza: Vale la pena entregar la vida entera por el Reino, aunque esto nos atraiga sufrimientos. Nuestra vida, y la vida de nuestro pueblo, está segura en las manos de Dios, que es nuestro Padre. Y para mantenernos firmes en esta esperanza contamos con el apoyo permanente de la madre.

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