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lunes, 9 de abril de 2012

Evangelio del día 9 de abril de 2012


Evangelio según San Mateo 28,8-15. Lunes de Pascua

Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: "Alégrense". Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él.
Y Jesús les dijo: "No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán".
Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido.
Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero, con esta consigna: "Digan así: 'Sus discípulos vinieron durante la noche y robaron su cuerpo, mientras dormíamos'.
Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a ustedes cualquier contratiempo".
Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna. Esta versión se ha difundido entre los judíos hasta el día de hoy.


Comentario:«Jesús salió a su encuentro» - San Nersès Snorhali


Tú que has estado llorando hasta el amanecer
por las mujeres portadoras de aromas,
concédele también a mi corazón derramar
abundantes lágrimas a causa de tu ardiente amor.

Y gracias a la buena noticia del ángel
que clamaba desde lo alto de la peña (Mt 28,2),
déjame oír el sonido
de la trompeta final que anuncia la resurrección.

De la tumba nueva y virgen
resucitas con tu cuerpo nacido de la Virgen;
te hiciste para nosotros primicia
y primogénito de entre los muertos.

Y yo al que el Enemigo ató
con dolor del pecado corporal,
dígnate librarme de nuevo,
como lo hiciste por las almas en prisión de los muertos (1P 3,19).

Te manifestaste en el jardín a
a María Magdalena,
pero no le permitiste acercarse
al que todavía era de la raza caída.

Manifiéstateme el octavo día
en la grande y última alborada;
y en aquel momento, por favor, permítele
a mi alma indigna acercársete.


San Nersès Snorhali (1102-1173), patriarca armenio. Jesús, Hijo único del Padre, § 765-770; SC 203


domingo, 8 de abril de 2012

Mensaje Urbi et Orbi - Pascua 2012: «Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza» - SS Benedicto XVI


Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero

«Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza» (Secuencia pascual).

Llegue a todos vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras que el antiguo himno pone en labios de María Magdalena, la primera en encontrar en la maña de Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia los otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al Señor» (Jn 20,18). También nosotros, que hemos atravesado el desierto de la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy abrimos las puertas al grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».

Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad. He aquí porqué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra humanidad.

Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a Jesús rechazado por los jefes del pueblo, capturado, flagelado, condenado a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver la Bondad en persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la mentira, la Misericordia injuriada por la venganza. Con la muerte de Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en Él. Pero aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de la Virgen María, la madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza también en la oscuridad de la noche. En este mundo, la esperanza no puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el muro de la muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas de la envidia y el orgullo, de la mentira y de la violencia. Jesús ha pasado por esta trama mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida. Hubo un momento en el que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían invadido la tierra, el silencio de Dios era total, la esperanza una palabra que ya parecía vana.

Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús se manifiesta a la Magdalena, a las otras mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que nunca, ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva: «Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta». Las señales de la resurrección testimonian la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza: «Mi Señor glorioso, / la tumba abandonada, / los ángeles testigos, / sudarios y mortaja».

Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado, entonces – y sólo entonces – ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que podemos fiarnos de modo absoluto, y no solamente confiar en su mensaje, sino precisamente en Él, porque el resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy, vivo. Cristo es esperanza y consuelo de modo particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de la fe, por discriminaciones y persecuciones. Y está presente como fuerza de esperanza a través de su Iglesia, cercano a cada situación humana de sufrimiento e injusticia.

Que Cristo resucitado otorgue esperanza a Oriente Próximo, para que todos los componentes étnicos, culturales y religiosos de esa Región colaboren en favor del bien común y el respeto de los derechos humanos. En particular, que en Siria cese el derramamiento de sangre y se emprenda sin demora la vía del respeto, del diálogo y de la reconciliación, como auspicia también la comunidad internacional. Y que los numerosos prófugos provenientes de ese país y necesitados de asistencia humanitaria, encuentren la acogida y solidaridad que alivien sus penosos sufrimientos. Que la victoria pascual aliente al pueblo iraquí a no escatimar ningún esfuerzo para avanzar en el camino de la estabilidad y del desarrollo. Y, en Tierra Santa, que israelíes y palestinos reemprendan el proceso de paz.

Que el Señor, vencedor del mal y de la muerte, sustente a las comunidades cristianas del Continente africano, las dé esperanza para afrontar las dificultades y las haga agentes de paz y artífices del desarrollo de las sociedades a las que pertenecen.

Que Jesús resucitado reconforte a las poblaciones del Cuerno de África y favorezca su reconciliación; que ayude a la Región de los Grandes Lagos, a Sudán y Sudán del Sur, concediendo a sus respectivos habitantes la fuerza del perdón. Y que a Malí, que atraviesa un momento político delicado, Cristo glorioso le dé paz y estabilidad. Que a Nigeria, teatro en los últimos tiempos de sangrientos atentados terroristas, la alegría pascual le infunda las energías necesarias para recomenzar a construir una sociedad pacífica y respetuosa de la libertad religiosa de todos sus ciudadanos.

Feliz Pascua a todos.

Evangelio del día 8 de abril de 2012


Evangelio según San Juan 20,1-9.Solemnidades del Domingo de Pascua: Santo Día de Pascua, Resurrección del Señor


El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.

Comentario:


«¿Por qué buscáis entre los muertos el que está vivo?» (Lc 24,5)- Beato Guerrico de Igny


Para mí, hermanos, «la vida es Cristo y morir significa una ganancia» (Flp 1,21) Me voy, pues, a Galilea, a la montaña que Jesús nos ha indicado (Mt 28,10.16). Lo veré y lo adoraré para no morir ya más, porque todo aquel que ve al Hijo del Hombre y cree en él tiene la vida eterna, «aunque haya muerto, vivirá.» (Jn 11,25)
Hoy, hermanos, ¿cuál es el testimonio de la alegría que colma vuestro corazón por el amor de Cristo? Si alguna vez habéis experimentado el amor a Jesús, vivo o muerto, resucitado: hoy cuando los mensajeros proclaman su resurrección en la Iglesia, vuestro corazón exulta y exclama: «Me han traído esta buena noticia: Jesús, mi Dios, vive. Al escuchar estas palabras, mi corazón que estaba hundido en la pena y en el desánimo, languideciendo de tibieza y cobardía, ha recobrado ánimo.» Hoy, la suave música de este gozoso mensaje reanima a los pecadores que estaban hundidos en la muerte. Sin este mensaje no habría más salida que desesperar y enterrar en el olvido a aquellos que Jesús, saliendo de los infiernos, habría dejado en el abismo.
Comprobarás que tu espíritu ha recobrado la vida en Cristo, si dices: «Si Jesús vive, esto me basta. Si él vive, yo vivo en él, mi vida depende de él. El es mi vida, él es mi todo. ¿qué me puede faltar si Jesús vive? Mejor aún: que todo lo demás me falte, no me importa, si sé que Jesús vive.»



Beato Guerrico de Igny (hacia 1080-1157), abad cisterciense. Sermón 1 para el día de la resurrección; PL 185ª, 143-144

domingo, 24 de abril de 2011

La Pascua de Resurrección


1. La Pascua judía. El nombre de Pascua deriva de la palabra hebrea Phase o Phazahah, y significa "paso" o "tránsito", o más propiamente "salto". El objeto principal de la Pascua judía fue conmemorar el "pasó" del Ángel exterminador por las casas de los egipcios, matando a sus primogénitos; pasando por alto, o "saltando", y perdonando a los de los hebreos.
Refiriéndose a este "paso" del Ángel exterminador, dice el texto bíblico: Llamó Moisés a todos los ancianos de Israel, y díjoles: Id y tomad el animal por vuestras familias, e inmolad la Pascua, etc. (1)
Al propio tiempo que conmemora el paso del Ángel exterminador por las casas de los egipcios, la Pascua judía les recordaba a los hebreos la comida del Cordero, y el insigne beneficio de haber sido ellos librados de la esclavitud, "pasando" a pie enjuto el mar Rojo.
Este Cordero es el animal que en el versículo 21 del Éxodo, antes citado, les mandaba Moisés tomar a los hebreos, por familias, e inmolarlo para celebrar la Pascua, o "paso" del Ángel. De él habla minuciosamente' el Éxodo en el capítulo XII, vers. 5, 6, 8, 9, 10, 11, 26 y 2.7.
Tales eran, en resumen, las ceremonias de la Pascua judía, y tales los sucesos que con ella conmemoraban. Todo en ella era figura de la Pascua cristiana. El Cordero pascual, especialmente, era una imagen tan viva y tan perfecta de Jesucristo, que los mismos Apóstoles la hicieron resaltar en sus escritos.

2. La Pascua cristiana. La Pascua cristiana, de la que la judía, como hemos ya dicho, era una mera figura, fué establecida, en los tiempos apostólicos, para conmemorar, según unos, la Pasión de Nuestro Señor, y según otros, su Resurrección. De todos los modos, hoy tiene por objeto celebrar el gran acontecimiento de la Resurrección de Jesucristo, que fué un "tránsito" glorioso de la muerte a la vida, después de haber pasado por el mar Rojo de la sangrienta Pasión.
La Pascua judía celebrábase el 14 del primer mes judío (el 14 de Nisán), día y mes que Jesucristo fué inmolado en la Cruz. Está demostrado que la muerte del Señor acaeció en viernes: el Viernes Santo, que nosotros festejamos. Desde el principio se suscitó entre los cristianos, a este respecto, una controversia, la "controversia pascual", que tuvo su resonancia en todas las Iglesias. Disputábase entre ellas acerca del día en que debía celebrarse la Pascua. Las Iglesias de Asia fijaban la data de la Pascua, a' la usanza judía, el 14 de Nisán, fuese cual fuese aquél el día de la semana; mientras Roma, y con ella casi todo el Occidente, la retardaba al domingo siguiente, precisamente para no coincidir con los judíos. De esta suerte, la Pascua era, para los unos, el aniversario de la Muerte del Señor, y para los otros, de su Resurrección. La cristiandad estaba, pues, frente a un grave conflicto litúrgico. Unos y otros invocaban en su favor la autoridad y la tradición apostólica: los asiáticos, la de San' Felipe y San Juan, que vivieron y murieron entre ellos; los romanos, la de San Pedro. ¿Cuál de ellos triunfará?
Entre el Papa Aniceto (157-168) y San Policarpo, obispo de Esmirna, se plantea abiertamente la cuestión; pero nada se resuelve. El Papa Víctor I (190-198), la vuelve a encarar con ánimo de zanjarla, y, al efecto, invita a todas las Iglesias de Oriente y de Occidente a reunirse en sínodos para deliberar. Los occidentales abogaban, casi por unanimidad, por el uso romano; en cambio los asiáticos se aferraban a su tradición. El Papa, dispuesto a poner término al conflicto, separa a los hermanos de Asia de la comunión católica, y después de intervenciones conciliatorias por ambas partes, el Oriente y el Occidente convienen celebrar la Pascua en domingo, práctica que definitivamente quedó consagrada en el concilio de Nicea (2).
Pero si todas las Iglesias de la cristiandad estaban ya de acuerdo en celebrar la Pascua, no ya el 14 de Nisán, como los judíos, sino en un domingo; faltaba todavía fijar para siempre el tal domingo, ya que de eso dependía todo el ciclo litúrgico anual. Después de muchos y difíciles estudios y de tantear, durante largos años, los diversos sistemas astronómicos en uso, para concordar en lo posible los años solares y lunares; por fin, la Iglesia romana fijó definitivamente la celebración de la Pascual el domingo siguiente a la luna llena del equinoccio de primavera, o del 21 de marzo, pudiendo por lo tanto, oscilar la fiesta entre el 22 de marzo y el 25 de abril.
La data de la Pascua es, en el calendario actual de la Iglesia, la más importante de todo el año, pues regula todas las fiestas movibles, influyendo en los períodos litúrgicos que la preceden y la siguen. Es ella la fiesta movible por excelencia, y lo es porque se rige por la edad de la luna, mientras las fiestas fijas siguen el cómputo solar. La edad siempre cambiante de la luna y en retardo siempre con respecto al sol, origina entre el año solar y lunar un conflicto difícil de conciliar. La solución dada por los peritos para el calendario -eclesiástico es, a no dudarlo, la más racional; pero no ha podido evitar el constante desacuerdo entre el año litúrgico y el civil, ni que, de tiempo en tiempo, se suscite entre los astrónomos y economistas polémicas tendientes a la estabilidad de la Pascua y, por lo mismo, a la creación de un calendario único universal. En las últimas discusiones háse propuesto como fecha invariable de la Pascua, o bien un domingo, y éste sería el ségundo de abril; o bien el 1º de abril, sea el día que fuere de la semana. Nada ha dicho todavía al respecto la Iglesia, y si algo determina algún día no será, ciertamente, para desplazar del domingo la Pascua, al que está ligada por tantas y tan poderosas razones.
De elegirse un domingo fijo, el que sigue al 25 de marzo tendría la ventaja de hacer honor a una fecha considerada en la antigüedad como la de la concepción y muerte del Señor, que sirvió probablemente para fijar la data de Navidad el 25 de diciembre (3).

3. La solemnidad pascual. Los oficios pascuales propiamente dichos, preludian el Sábado Santo, con la Bendición del fuego y todo lo demás, que, originariamente, correspondía a la noche de ese día y a la madrugada del domingo; pero la Pascua verdadera comienza con la Resurrección de Jesucristo, en la aurora del domingo. He aquí cómo la anuncia al mundo católico el Martirologio Romano:

En este día que hizo el Señor, celebramos la Solemnidad de las solemnidades, y nuestra PASCUA, es decir: La Resurrección de Nuestro Salvador Jesucristo, según la carne.

En el Breviario romano, los Maitines de Pascua son los más cortos del, año, debido a que los eclesiásticos habían pasado en vela, toda la noche del sábado con los oficios bautismales, y a que era de rigor colocar los Laudes al rayar el alba, para con ellos saludar la Resurrección.
En la Edad Media, estuvo muy en boga la costumbre de representar dramáticamente en los templos la escena de la Resurrección, inmediatamente después de los Maitines y antes de Laudes. Con variantes locales, el drama litúrgico reducíase a lo siguiente:

El clero y los fieles iban en procesión, con cirios encendidos en las manos, y, a veces, con incienso y aromas, a un cierto lugar del templo en que se había instalado un Sepulcro imaginario. Allí esperaban varios clérigos vestidos de albas, representando a las tres Marías y a los. Apóstoles San Pedro y San Juan, a los que asociaban los niños del coro, personificando a los Ángeles mensajeros de la Resurrección. Al acercarse al sepulcro, los Ángeles preguntaban, cantando, a las Marías

Quem quaéritis in Sepulchro? - ¿A quién buscáis en el Sepulcro?

Y respondían ellas

Jesum Nazarenum. - A Jesús Nazareno. Contestándoles los Ángeles

Surrexit; non est hic. - Ha resucitado; no está aquí. Y levantando el velo o sudario que cubría el, Sepulcro imaginario, los Ángeles se lo mostraban vacío a las Marías y a toda la concurrencia. Inmediatamente, se entablaba entre ellos el gracioso diálogo de la Secuencia Victimae Paschali laudes, de la Misa de Pascua, terminando el acto con el T e Deum (4).
En algunas iglesias, en la Capilla llamada del Santo Sepulcro, y cubierto con el Sudario, se ocultaba desde el jueves Santo el Santísimo. Sacramento; y hecha toda esa triunfante representación escénica, se le descubría, y se le llevaba en procesión por el interior del templo, para festejar así la victoria de la Resurrección.

En otras iglesias se celebraba el desentierro del aleluya, como un complemento de la ceremonia del entierro realizada la víspera de Septuagésima; cuya aparición se saludaba con cánticos de regocijo.
Seguramente es un vestigio de estos antiguos usos populares la típica procesión que en algunos países se celebra actualmente todavía en la mañana de Pascua para representar el encuentro de Jesús con la Virgen su Madre, y los mutuos saludos de parabienes que se dirigen por boca de algunos de los concurrentes.

1. La Misa. La liturgia de la Misa de Pascua como toda la de este día, tanto en su parte textual como melódica, es un desbordamiento de gozo por el triunfo insuperable de la Resurrección. La pieza típica, en la Misa, es la prosa Victimae pascháli, que le sirve de Secuencia y que dramatiza el hecho de la Resurrección.
En Roma, la estación y la Misa papal celebrábanse en la basílica de Santa María la Mayor, Era lógico que la primera visita y los primeros honores pascuales se le reservaran a la Madre de Dios, a quien también su Hijo visitaría antes que a nadie, para hacerla participante del triunfo de la Resurrección.

La Secuencia Victimae paschali háse atribuído a Wipo (t 1050), capellán en la corte de Conrado II y de Enrique III. En el texto del Misal se ha suprimido, no sabemos por qué, toda la quinta estrofa, que corresponde a los cantores y que dice:

Credéndum est magis sol¡
Mariae veráci
Quam judeórum
Turbae falláci.

Hay que creer más al solo
testimonio veraz de María,
que al falaz de todo el
Turbae falláci.
pueblo judío.

En muchas iglesias benedictinas (y, en algunos países, en otras que no lo son), al Ofertorio de la Misa se bendicen los huevos pascuales, cómo en el Sábado Santo se bendijo el Cordero pascual.
Ambos ritos atestiguan la fe y exquisita piedad de los antiguos cristianos, quienes, así como se habían abstenido por obedecer a la Iglesia, durante toda la Cuaresma, de carnes, huevos y otros manjares regalados, se, resistían a volver a usarlos sin antes presentarlos a la bendición de la misma Iglesia, su Madre amantísima. Para expresar que con la bendición pierden los huevos su ser y hasta su aspecto vulgar, se acostumbra a pintarlos de colores y a decorarlos con aleluyas y emblemas alusivos a la Resurrección (5).

2. Las Vísperas. Las Vísperas de Pascua no ofrecen hoy notabilidad alguna, pero en los ocho primeros siglos de la Iglesia, constituían para el pueblo cristiano un verdadero acontecimiento litúrgico. Por la mañana, había ocupado la atención de todos el hecho primordial de la Resurrección; en cambio, por la tarde, eran los neófitos los héroes de la fiesta. Vestidos ellos de blanco y rodeados de toda la asamblea de los fieles, asistían a las Vísperas, que, en Roma, celebraba el Papa con toda la pompa pontifical.

Terminado el tercer salmo, organizábase una brillante procesión para conducir a los neófitos al baptisterio en que, la noche anterior, habían sido solemnemente bautizados. Encabezaba la procesión el Cirio pascual, tras del cual iba un diácono con el vaso del Santo Crisma, y, en pos de él, la Cruz mayor acompañada de siete acólitos con siete candeleros de oro, que representaban los del Apocalipsis. Seguían el clero y el Pontífice, y, por fin, los neófitos de dos en dos, y todos los demás asistentes. Colocados los neófitos en derredor de la piscina, el prelado incensaba las aguas bautismales, mientras la asamblea continuaba cantando los demás salmos y antífonas de Vísperas. De regreso a, la basílica, los neófitos se estacionaban debajo del Crucifijo que se elevaba en el arco triunfal, para rendir homenaje al divino Libertador.

4. Usos y costumbres antiguos. Además de las representaciones escénicas y ritos litúrgicos, como la bendición de los huevos, a que hemos aludido, los ceremoniales y tratados de liturgia medioevales reseñan algunos usos y costumbres pascuales, que nos place desenterrar para solaz de los cristianos ilustrados.

1. Habiendo sido el tiempo de Cuaresma días de austeridades y privaciones, así para los templos materiales como para los espirituales, que somos nosotros; parecía lógico que, al llegar la Pascua, uno y otros se aliñasen y adornasen como para semejante fiesta.
Al efecto, acostumbrábase con ese motivo a tomar baños, a arreglarse las barbas, las tonsuras y el peinado, y a vestirse con trajes de color, preferentemente blancas, para así estimularse mutuamente a la limpieza interior, y a la vez contribuir al mayor esplendor de la Solemnidad. El templo material, por su parte, hacía gala en esta fiesta de sus mejores ropas y adornos, ora en los paños murales, cubriéndolos con cortinas y tapices de seda; ora en las sillerías del coro, aforrando con ricos tapetes de colores los respaldos y reclinatorios; ora en los altares, aderezándolos con candeleros y relicarios de oro o de plata, con estuches para textos del Evangelio, etc.

2. El día de Pascua era el día clásico para la Comunión pascual, y, para acercarse libres de rencores a la mesa eucarística, estaba en uso darse antes los cristianos el ósculo de paz, el cual servía te las nuevas Pascuas.

La ceremonia se verificaba, ora después de Maitines, ora en el momento de las representaciones dramáticas, ora al principio de la Misa. El que daba el ósculo decía entre tanto: Resurrexit Dóminus, "el Señor ha resucitado"; ' y el que lo recibía le contestaba: Deo gracias, "a Dios gracias". La liturgia griega ponía en labios de los fieles, augurios como éstos: Esta es la Pascua felicísima, la Pascua del Señor, la Pascua santísima. Abracémonos mutuamente con alegría, ya que ella ha venido a remediar nuestra tristeza... Es hoy el día de la Resurrección; resplandezcamos de gozo, abracémonos, llamemos hermanos aun 'a los que nos odian, depongamos toda clase de resentimientos en atención a la Resurrección del Señor...

3. En algunos países, los buenos cristianos no sólo no se animaban a reanudar el día de Pascua la comida de carnes y huevos sin el beneplácito de la Iglesia, pero ni siquiera a probar ningún otro manjar sin la bendición del sacerdote.
A ese fin, llevaba cada familia al atrio o vestíbulo del templo los comestibles necesarios, que el sacerdote bendecía solemnemente, revestido de ornamentos y con Cruz alzada. Cumplida la bendición, era usanza, practicada ya en el Antiguo Testamento, que el sacerdote se reservara el alimento necesario para aquel día.
En este mismo orden de cosas, era también costumbre tener en las iglesias cierta provisión de pan y vino, para dar a los hombres que comulgaban aquel día -que eran los más-, un "bocado de pan y un cortadillo de vino", según la expresión de la Regla de San Benito, de donde tomó origen la costumbre. El objeto era precaver los desvanecimientos de los comulgantes débiles y los consiguientes peligros de profanar las sagradas especies.

4. Siendo la Pascua de Resurrección la verdadera fiesta de la libertad cristiana, ya que en ella nos rescató Jesucristo del ominoso yugo de Satanás y del pecado, otra de las costumbres pascuales era abrir, durante la semana, las puertas de las cárceles y presidios de toda especie, para que los cautivos participaran libremente del común gozo de la sociedad. Otro tanto practicaban los amos con sus siervos y esclavos y con los criados en general.
Es interesante oír cómo aquellos amos razonaban al otorgarles esta libertad pasajera: "Dámosles -decían- a nuestros siervos y criados y a los pastores de nuestros rebaños y a toda nuestra servidumbre, unos días de asueto y de libertad, para que puedan desahogada y tranquilamente asistir a los divinos Oficios, y comulgar".
Asimismo hacíaseles inhumano a los acreedores exigir el pago de las deudas, ya que en días de Pascua todas las cosas decíanse ser a todos comunes.

5. A éstas se unía otro género de libertades, por cierto hoy algo chocantes entre prelados y súbditos, entre amos y criados, y entre esposos las cuales, a la vez que de la ingenuidad de costumbres, nos ilustran acerca del influjo que ejercían en aquellos tiempos las fiestas litúrgicas.
Parece ser que, en algunos sitios, los prelados y su clero, se trababan en juegos inocentes, como el de la pelota, y que los amos y los criados alternaban en fiestas y bailoteos. A estas expansiones las llamaban "libertades de diciembre", en recuerdo de las que en dicho mes solían permitirse los patronos con sus peones, y viceversa, para celebrar divertidamente el éxito feliz de la cosecha. Más extraño se nos hace todavía saber, que el lunes de Pascua podían las mujeres azotar a sus maridos, y el martes ellos a ellas; y los criados acusar impunemente a sus amos. Hacíanlo para indicar que debían corregirse mutuamente, y que, en esos días tan santos, estaban unos y otros desobligados del deber conyugal (6).

5. La infraoctava de Pascua. La fiesta de Pascua tiene hoy una octava privilegiada, de primera clase, con oficios y misas propios compuestos de textos alusivos a la gloria de la Resurrección y al Bautismo de los nuevos neófitos. En realidad la octava entera no es más que la continuación y prolongación del mismo día de Pascua, como muy bien lo indican el Prefacio, el Gradual y el Versículo "Haec Dies" tantas veces repetidos durante la semana.
Antiguamente toda la octava era fiesta de precepto para todos. Ni los comercios, ni las boticas, ni almacenes permitían abrirse si no era para surtirse de lo indispensable para la vida. Andando el tiempo, se les concedió á los hombres ir al' campo los tres días últimos, para las labores más urgentes. Hasta hace muy poco, en algunos países; se observaban como feriados el lunes y el martes; luego, solamente el lunes; hasta que, al fin, el precepto se ha limitado al domingo.
Los neófitos asistían diariamente a la Misa cantada y a las Vísperas, vestidos de los trajes blancos que recibieron el día de su bautismo, y con la vela bautismal. Toda la liturgia de la semana tendía a confirmarlos más y más en la fe y a incitarlos a una vida del todo nueva y fervorosa; de modo que los divinos oficios venían a resultar para ellos y para los que los acompañaban como un catecismo de perseverancia.
Todas las tardes, después del tercer salmo de Vísperas, se dirigían, en la misma forma que lo hicieran el día de Pascua, al baptisterio presididos por el clero y por el Cirio pascual, para hacer los honores a la Pila bautismal. Las calles y las plazas de Roma ofrecían todos los días el encantador y emocionante espectáculo de una nutrida procesión de fieles y de neófitos que se dirigía, por la mañana, a la basílica "estacional" para la Misa solemne, y, por la tarde, a otra basílica para las Vísperas, y luego al baptisterio de Letrán.

6. El Sábado "in albis". El día más interesante de la semana era el sábado, llamado in albis deponendis, porque en él debían despojarse los neófitos de los trajes blancos del bautismo, para mezclarse ya con los demás fieles. La Iglesia habíase prendado de su inocencia, y al despedirlos, hacíalo con regaladas expresiones de ternura, de las que todavía se percibe el eco en la misa y oficio del día.
La Misa se celebraba en San Juan de Letrán. Por la tarde acudían allí mismo todos los neófitos con sus padrinos y madrinas, para la solemne deposición de sus traes bautismales. Antes de darles orden de despojarse de sus vestiduras blancas, el Pontífice dirigíales una conmovedora exhortación de despedida, encareciéndoles sobremanera la guarda de la inocencia bautismal, gracia que pedía a Dios para ellos con una bellísima oración.

7. Los "Agnus Dei". El acto final de esta ceremonia y de la octava pascual, era la entrega a los neófitos del Agnus Dei, reliquia que ya en la Misa había sido distribuída por el Papa a los cardenales y dignatarios eclesiásticos, y después de ella, al clero y a los fieles asistentes.
Eran los Agnus Dei unos medallones hechos con la cera sobrante del Cirio pascual del año anterior, bendecidos y ungidos con el santo Crisma por el Papa, y marcados con la efigie del Cordero, símbolo el más expresivo de Jesucristo, Redentor y Salvador del mundo. Los rituales del siglo XIV describían así la ceremonia de la distribución: Durante el canto del Agnus Dei, el Papa distribuye los Agnus Dei de cera a los .cardenales y a los prelados, colocándoselos en sus mitras. Una vez terminado el Santo Sacrificio, van todos al triclinio y se sientan a comer, y, en tre tanto, preséntase un acólito con una bandeja de plata llena de Agnus Dei, y le dice: "Señor, éstos son los tiernos corderillos que nos han anunciado el Aleluya; acaban de salir de las fuentes, y están radiantes de claridad, aleluya". El clérigo avanza entonces al medio de la sala, y repite el mismo anuncio; luego se acerca más al Pontífice, y, en tono más agudo, repítele por tercera vez y con mayor encarecimiento su mensaje, depositando, por fin, la bandeja sobre la mesa papal. El Papa entonces distribuye los Agnus Dei a sus familiares, a los sacerdotes, a los capellanes, a los acólitos, y envía algunos como regalo a .los soberanos católicos." (7) En realidad, esos "tiernos corderillos" recién salidos de la fuente bautismal y anunciando los regocijos pascuales, eran los neófitos, objeto aquella semana, y especialmente aquel día, de las complacencias del augusto Pastor y de todo el pueblo cristiano.

El origen de los Agnus Dei no es ni pagano ni supersticioso, como quieren demostrar algunos arqueólogos, sino cristiano, y probablemente romano. No se remonta más allá del siglo IX. Actualmente, siguiendo un ceremonial del siglo XVI, lo bendice el Papa solemnemente, al principio de su pontificado, y luego cada cinco años; pero existe otra fórmula privada con la cual acostumbra a bendecirlos cuando se han agotado, o en cualquiera otra circunstancia que lo estime conveniente. Su tamaño oscila entre 3 y 23 centímetros, y asimismo el tamaño de la imagen. Ésta representa al Cordero acostado sobre el libro cerrado con siete sellos, nimbado con la cruz, y ostentando la bandera de la Resurrección. A su alrededor va escrita la leyenda: Ecce Agnus Dei, etc. En el reverso suele representarse uno o varios Santos, y allí mismo, o en el anverso, se graba el nombre del Papa reinante. Por la bendición y unciones que se les aplican, los Agnus Dei son considerados como reliquias sagradas, las que en algunas iglesias, como en las benedictinas, se exponen en el altar mayor, el Sábado "in albis" (8).

NOTAS:

(1) Exodo, c. XII, v. 21, 22, 23, 28 y 29.
(2) Sobre esta "controversia" hablan todas las Historias eclesiásticas. Recomendamos., además: La Iglesia primitiva y el Catolicismo, pág. 159 y sgts.
(3) Cf. Dom Carol: Revue du clergé français, 1 marzo 1912; y también: La Vie et les Arts Lit., mayo 1921.
(4) Cf. Rationale Div. Of f., por Beleth (siglo XII). Patr. Lat., MI, col. 119; Dom. Schuster: Li b. Sacram., vol. IV, p. 18.
(5) Dom Guéranger: Année Lit. (Temes. Pascal)
(6) Sobre todos estos usos habla Beleth en el ya citado Rationale, col. 119-126.
(7) Dom Schuster: Lib. Sacram., vol. V, p. 96.
(8) Para más noticias, consúltense: el Dic. d'Arch. et de Lit. (Agnus Dei); el Dic. de Théol. Cath., t. 1, col. 605; Molien: ob. cit., p. 466.

Tomado de: Stat Veritas

Evangelio del día 24 de abril de 2011


Evangelio según San Juan 20,1-9. Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes.
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo,
y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.
Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.

Comentario:

Este es el día que actuó el Señor" (Sal 117,24)- San Máximo de Turín

Manifestemos nuestra alegría, hermanos, hoy como ayer. Si las sombras de la noche han interrumpido nuestras fiestas, el día santo no ha terminado...: la claridad que propaga la alegría del Señor es eterna. Cristo nos iluminó ayer y hoy todavía resplandece su luz. "Jesucristo es el mismo ayer y hoy", dice el bienaventurado apóstol Pablo (Heb 13,8). Sí, para nosotros Cristo ha nacido. Para nosotros ha nacido hoy, según lo anunciado por Dios por boca de David:"Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2,7). ¿Qué significa esto? Que Él no engendró a su hijo un día, sino que ha engendrado el día y la luz al mismo tiempo...
Sí, Cristo es nuestro hoy: esplendor vivo y sin disminución, Él no deja de alumbrar el mundo (He 1.3) y este incendio eterno parece no ser sólo de un día. "Mil años en tu presencia son un ayer que pasó", exclamó el profeta (Sal 89,4). Sí, Cristo es ese día único porque única es la eternidad de Dios. Él es nuestro hoy: el pasado, huyó, se escapó; el futuro desconocido no tiene secretos para él. Luz soberana, abrazó todo, lo sabe todo, en todo tiempo está presente y lo posee todo. Antes que él, el pasado no se puede derrumbar, ni el futuro eludir... Hoy no es sólo el tiempo donde la carne nació de la Virgen María, ni sólo donde la divinidad, sale de la boca de Dios su Padre, sino el tiempo donde ha resucitado de entre los muertos: "Él ha resucitado a Jesús, dice el apóstol Pablo; Así está escrito en el Salmo segundo: "Tú eres mi Hijo; "Yo te he engendrado hoy'" (Hechos 13,33).
Verdaderamente, Él es nuestro hoy, cuando, al salir de oscura noche del infierno, abrazó a los hombres. Realmente, Él es nuestro día, al que no pudieron oscurecer los ataques de sus enemigos. Ningún día mejor que este día para acoger la luz: a todos los muertos, les ha dado el día y la vida. El hombre viejo nos llevó a la muerte; Él nos ha resucitado con la fuerza de su hoy.

San Máximo de Turín (?-v. 420), Obispo Sermón 36; PL 57, 605

sábado, 23 de abril de 2011

Evangelio del día 23 de abril de 2011


Evangelio según San Mateo 28,1-10. Sábado Santo de la Sepultura del Señor - Santa Vigilia Pascual

Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro.
De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Angel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella.
Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve.
Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos.
El Angel dijo a las mujeres: "No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado.
No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba,
y vayan en seguida a decir a sus discípulos: 'Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán'. Esto es lo que tenía que decirles".
Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: "Alégrense". Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él.
Y Jesús les dijo: "No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán".


Comentario:

La noche en que veló el Señor para sacarlos de la tierra de Egipto (Ex 12,42)- San Cromacio de Aquilea


Todas las vigilias que hemos celebrado en honor del Señor, son agradables a Dios y aceptadas por Él, más esta vigilia le es agradable por encima de todas las demás. Es por esto que esta noche lleva particularmente el título de "Vigilia del Señor". Leemos en efecto: « Es la noche de vela, en honor del Señor, para los hijos de Israel por todas las generaciones» (Ex 12,42). Esta vigilia lleva bien el nombre porque el Señor permanece en vela viviendo para que nosotros no nos durmiéramos en la muerte. En efecto, Él ha sufrido por nosotros el sueño de la muerte por el misterio de la Pasión; más este sueño del Señor ha traído la vigilia del mundo entero, porque la muerte de Cristo ha alejado de nosotros el sueño eterno de la muerte. Lo dijo Él mismo por el Profeta:« Yo me he dormido y me he despertado, y mi sueño ha sido dulce» (Sal 3,6; Jr 31,26). Este sueño de Cristo que nos ha llamado de la amargura de muerte a la dulzura de la vida, no podría ser más que dulce.
Salomón escribió:"Yo duermo pero mi corazón vela" (Cantar 5,2). Estas palabras muestran claramente el misterio de lo divino y lo humano del Señor. Se durmió según la carne, pero su divinidad veló, ya que la divinidad no podía dormir...;« nunca duerme ni descansa el guardián de Israel» (Sal 120,4)... Durmió según la carne, pero su divinidad visitó los infiernos para liberar al hombre que estuvo cautivo; nuestro Señor y Salvador quería visitar todos los lugares para tener misericordia de todos. Él descendió del cielo a la tierra para visitar el mundo y descendió también de la tierra a los infiernos para llevar la luz a los que estaban cautivos, según la palabra del profeta:"Tú, que habitabas en tinieblas y sombra de muerte, una luz ha resplandecido sobre ti"(Is 9:1).
Por eso, los ángeles en el cielo, los hombres sobre la tierra, y las almas de los difuntos celebran esta vigilia del Señor... Si el arrepentimiento de un solo pecador, como leemos en el Evangelio, es motivo de alegría para los ángeles, en el cielo (Lc 15,7.10) ¿no será mayor la redención del mundo entero?... Esta noche, por lo tanto, no es sólo una fiesta para los hombres y los ángeles, sino mucho más para el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque la salvación del mundo es la alegría de la Trinidad.

San Cromacio de Aquilea (?-407), Obispo 1er Sermón para la Noche de Pascua

viernes, 22 de abril de 2011

¿Por qué "adorar" la cruz?


Un amigo me hizo las siguientes preguntas: “Dado que la adoración es un acto específico que la creatura dirige sólo a la divinidad, ¿porqué entre los ritos del Viernes Santo está el de la adoración de la Cruz? ¿No se configura como un acto de idolatría? Entonces, ¿porqué usar esta terminología, que aparece como blasfema, contra el clarísimo primer mandamiento de la Biblia? ¿Porqué usar esta terminología que podría desviar a aquella parte del pueblo de Dios que no tiene instrumentos culturales suficientes para comprender que no se trata, en definitiva, de un culto dirigido a un objeto de madera? ¿Cómo nació este uso en la Iglesia Católica? ¿A qué época se remonta? Cada vez que participo en la celebración del Viernes Santo siempre afloran de nuevo estas preguntas. Mentalmente las resuelvo siempre diciéndome que se trata de un acto de veneración”. Para responder estos interrogantes he escrito este pequeño artículo.


1. ¿Qué entendemos por ‘adoración’?

Quiero, ante todo, aclarar la terminología. La palabra adoración es genérica. Deriva del latín ad-orare, cuyo primer sentido es elevar una súplica. Después significa tener veneración por alguien, y de aquí, adorar. Ahora bien, como sucede con toda cosa genérica, requiere la especificación. Cuando la veneración se dirige a Aquel que tiene la excelencia absoluta, es decir, a Dios esta adoración se llama adoración de latría.

Por otro lado, Dios comunica su excelencia a algunas creaturas, aunque no según igualdad con Él, sino según cierta participación. Por eso veneramos a Dios con una veneración particular que llamamos latría, y a ciertas excelentes creaturas con otra veneración que llamamos dulía. Pero es necesario estar muy atentos, porque el honor y la reverencia son debidos solamente a la creatura racional. Por lo tanto, la dulía corresponde solamente a la creatura racional.

En consecuencia, en sentido estricto, tenemos una adoración de latría que es sólo para Dios y una adoración de dulía, para las creaturas. Vemos entonces que el sentido vulgar de la palabra adoración (que coincide con el último sentido de la palabra latina) se identifica con aquello que hemos llamado, con Santo Tomás de Aquino, ‘adoración de latría’.


2. ¿Debemos adorar la cruz de Jesús con adoración de latría?

Santo Tomás se hace esta misma pregunta[1]. Nos referimos a la misma cruz de Jesús, aquella en la cual fue clavado. Esta es la respuesta: la adoración de latría solamente debe ser dirigida a Dios. La dulía (proviene de la palabra griega doûlos que significa siervo) debe ser dirigida solamente a las creaturas racionales. Pero a las creaturas materiales (‘insensibles’, dice Santo Tomás) podemos presentarle honor y obsequio en razón de la naturaleza racional. Esto podemos hacerlo de dos modos: el primer modo es en cuanto la creatura insensible representa a la naturaleza racional; el segundo es en cuanto la creatura insensible está unida a la naturaleza racional.

“De ambos modos debe ser venerada por nosotros la cruz de Jesús –dice Santo Tomás. Del primer modo, en cuanto representa para nosotros la figura de Cristo extendido sobre la cruz. Del segundo modo, a causa del contacto que tuvo la cruz con los miembros de Cristo y porque fue bañada con su sangre. Por lo tanto –continúa diciendo Santo Tomás- de ambos modos la cruz es adorada con la misma adoración que recibe Cristo, es decir, adoración de latría”.

Debemos estar atentos a aquello que dice Santo Tomás. No damos a la cruz (objeto de madera) el culto de latría en cuanto objeto de madera sino en cuanto representa a Cristo y en cuanto estuvo en contacto con su cuerpo y con su sangre, es decir, en razón de Cristo. Esto quiere decir que la adoración de latría va dirigida a Cristo y no a un pedazo de madera. Dice el P. Fuentes respecto a esto: “Evidentemente el concepto clave es aquí la distinción, dentro de la adoración de latría (...), entre latría absoluta y latría relativa: latría absoluta es la que se da a una cosa en sí misma (por ejemplo, a Dios, a Jesucristo, etc.); latría relativa es la que se da a una cosa no por sí misma sino en orden a lo que es representado por ella (las imágenes). Por tanto, si bien la cruz no es adorada con culto de latría absoluta, sí lo es con el de latría relativa”[2].

Ahora bien, ¿qué sucede con las cruces que nosotros tenemos ahora? Estas cruces son imitaciones de la ‘vera cruz’ de Jesús, cruces hechas de piedra, de madera o metal. La respuesta a esta pregunta pienso que aclarará un poco más nuestro tema.


3. ¿Debemos adorar las imágenes de Cristo con adoración de latría?

Partimos del punto que estas cruces de las cuales hablamos no son otra cosa que imágenes de Jesús, es decir, tratan de representar pictóricamente al Dios encarnado, al Verbo hecho hombre. Exponemos la doctrina de Santo Tomás respecto a la actitud que nosotros debemos tener hacia las imágenes pictóricas de Cristo.

Podemos considerar las imágenes en general en dos sentidos. Primero, en cuanto es una cierta cosa, hecha con un material determinado. Segundo, en cuanto es imagen de una realidad, la cual se configura como ejemplar o modelo de dicha imagen. En el primer sentido, esto es, en cuanto es una cosa cualquiera, a las imágenes de Cristo (y también a las cruces hechas actualmente; por ejemplo, de madera esculpida o pintada), no se les debe dar ninguna reverencia, porque solamente debemos dar reverencia a la creatura racional. Por lo tanto, a las imágenes de Cristo (y también a las de los santos), tomadas en este primer sentido, no debe brindárseles ni adoración de latría, ni dulía, ni siquiera veneración.

En el segundo sentido la cosa es diferente. Porque cuando yo me dirijo a una imagen en cuanto representa otra realidad y me la recuerda, no me estoy dirigiendo a la imagen misma sino a la realidad que representa. Es en este sentido que nosotros presentamos honor y obsequio a las imágenes de Cristo (y a las cruces). Por eso, en este sentido, damos a las imágenes de Cristo la misma reverencia y veneración que damos a la persona de Cristo. Y dado que a Cristo lo adoramos con adoración de latría, en consecuencia a su imagen debemos adorarla también con adoración de latría. Para ser más exactos digamos que también a las imágenes de Cristo las adoramos con latría relativa. Esto lo dice San Juan Damasceno bellamente: “Imaginis honor ad prototypum pervenit”, esto es, “el honor dado a una imagen se dirige y llega hasta el prototipo”.

Resumiendo: adoramos las imágenes de Cristo y las cruces en cuanto son símbolos de una realidad ulterior y divina. Por eso dice el Libro Ceremonial de los Obispos: “Entre las imágenes sagradas, la figura de la cruz ‘preciosa y vivificante’ ocupa el primer lugar, porque es el símbolo de todo el misterio pascual. Ninguna imagen más estimada ni más antigua para el pueblo cristiano. Por la Santa Cruz se representa la pasión de Cristo y su triunfo sobre la muerte, y al mismo tiempo anuncia la segunda y gloriosa venida, según la enseñanza de los Santos Padres” (n. 1011).


4. Respuesta puntual a las preguntas

Podemos ahora responder puntualmente a las preguntas puestas al principio de este pequeño artículo.

1) “Dado que la adoración es un acto específico que la creatura dirige sólo a la divinidad, ¿porqué entre los ritos del Viernes Santo está el de la adoración de la Cruz?” Porque la Iglesia quiere que, a través de la cruz, que representa a Cristo y estuvo en contacto con Él, adoremos al que es hombre y Dios. Ella es el “símbolo por antonomasia de la pasión de Jesucristo” y “representa al mismo Jesucristo en el acto de su inmolación. Por eso debe ser adorada con una acto de adoración de ‘latría relativa’ en cuanto imagen de Cristo y por razón del contacto que con Él tuvo”[3].

2) “¿No se configura como un acto de idolatría?” No, porque el culto de latría no va dirigido al pedazo de madera sino a Cristo.

3) “Entonces, ¿porqué usar esta terminología, que aparece como blasfema, contra el clarísimo primer mandamiento de la Biblia?” Esta terminología, teológicamente hablando, es correctísima. Se puede decir con toda propiedad ‘adoración de la cruz’ porque se puede dar culto de latría relativa a un objeto insensible en razón de Cristo, que es Dios.

Respecto al problema bíblico es verdad que el primer mandamiento dice: “No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto” (Éx.20,4-5). Pero en realidad “ese precepto no prohíbe hacer alguna escultura o imagen, sino que prohíbe hacerlas para ser adoradas. Por eso se agrega inmediatamente: ‘No te postrarás ante ellas ni les darás culto’ (Éx.20,5). Y dado que el movimiento de adoración que se dirige a la imagen es el mismo que va dirigido y termina en la cosa, al prohibir la adoración de las imágenes lo que se prohíbe es la adoración de la cosa, semejanza de la cual es la imagen. Por lo tanto debe entenderse que ese precepto prohíbe la fabricación y la adoración de las imágenes que los gentiles hacían para adorar a sus dioses, es decir, a los demonios. Por eso, en el mismo paso de la Escritura, antes se dice: ‘No habrá para ti otros dioses delante de mi’ (Éx.20,3)”[4]. Esto que acabamos de decir queda confirmado por el mismo Yahveh cuando manda a Moisés hacer la escultura de dos ángeles para que adornen el arca de la Alianza: “Harás dos querubines de oro macizo; los pondrás en los dos extremos del propiciatorio” (Éx.25,18). Si la prohibición fuese de hacer imágenes en absoluto, el primero en quebrantar dicha prohibición hubiese sido el mismo Dios. El mismo Dios, según vemos en este texto, manda hacer dos esculturas para ser veneradas.

Además hay que tener en cuenta que en el Antiguo Testamento esta prohibición de hacer y adorar imágenes adquiría un sentido especial porque el verdadero Dios se había revelado como un ser espiritual e incorpóreo y, por lo tanto, no era posible hacer alguna imagen corporal que expresara adecuadamente a ese Dios incorpóreo. “Pero dado que en el Nuevo Testamento Dios se hizo hombre, puede ser adorado en su imagen corporal”[5]. Por lo tanto, vemos que ni en el acto de adoración de la cruz ni en la terminología usada para expresarlo hay algo que se oponga a la revelación del Antiguo o del Nuevo Testamento. Al contrario, el Nuevo Testamento, al revelarnos la encarnación de Dios, nos autoriza a adorarlo en su imagen corporal.

4) “¿Porqué usar esta terminología que podría desviar a aquella parte del pueblo de Dios que no tiene instrumentos culturales suficientes para comprender que no se trata, en definitiva, de un culto dirigido a un objeto de madera?” El problema no es la terminología que, como dijimos, es correcta. Tanto la terminología como el tema en sí mismo podría explicarse de tal manera que todos lo entiendan, aún aquellos que tienen menos ‘instrumentos culturales’. Hay muchos misterios en nuestra religión que no son fáciles de entender en el primer intento. Necesitan una explicación llena de ciencia y caridad, es decir, con la capacidad de adaptarse a las condiciones del oyente. Esa es la tarea de los pastores. Precisamente, uno de los problemas más graves de nuestro tiempo, como ya lo hacía notar el Papa Pablo VI[6], es el dramático alejamiento y posterior ruptura entre Evangelio y cultura. Por eso hace falta afrontar una evangelización profunda, que llegue hasta los fundamentos culturales de las distintas sociedades.

5) “¿Cómo nació este uso en la Iglesia Católica? ¿A qué época se remonta?” Pienso, junto con Santo Tomás, que este uso nació de los mismos apóstoles. Lo que Santo Tomás dice respecto a las imágenes de Cristo se puede aplicar, y con mayor razón, a la cruz misma de Cristo. Dice este santo: “Los Apóstoles, por el familiar instinto del Espíritu Santo, transmitieron ciertas cosas a las iglesias para que sean conservadas que no dejaron en sus escritos, sino que las han entregado a la sucesión de los fieles para que sean ordenadas como precepto de la Iglesia. Por eso dice San Pablo: ‘Manteneos firmes y conservad las tradiciones en las cuales fuisteis instruidos, sea por medio de nuestra viva voz (es decir, oralmente), sea por medio de nuestra carta (es decir, transmitido por escrito)’ (2Tes.2,15). Y entre estas tradiciones recibidas oralmente está la de la adoración de la imagen de Cristo. De hecho se dice que San Lucas evangelista (que fue compañero de los apóstoles) pintó una imagen de Cristo, que se encuentra en Roma”[7].

Sin duda que ya las primeras comunidades cristianas adoraban la cruz, como es testigo aquel antiquísimo cántico que se dirige a la cruz como si fuese una persona y le atribuye poder para dar la salvación: O Crux, ave, spes unica. Hoc passionis tempore, auge piis iustitiam, reisque dona veniam. “Ave, oh Cruz, esperanza única. En este tiempo de pasión aumenta la justicia de los santos y a los culpables dales el perdón”. Los Santos Padres de los primeros siglos, como San Agustín y San Juan Damasceno, hablan del rito de la adoración de la cruz como algo ya consolidado en la Iglesia.

En el siglo IV Santa Elena, la madre del emperador Constantino, impulsada por esta devoción a la cruz de Cristo, se empeña en buscarla y la encuentra. Sin duda que este hallazgo de la ‘vera cruz’ habrá estimulado muchísimo la devoción a ella.


Autor: P. Lic. José Antonio Marcone,V.E. | Fuente: apologetica.org

jueves, 21 de abril de 2011

Homilía de SS Benedicto XVI de la Misa Crismal 2011


Queridos hermanos:

En el centro de la liturgia de esta mañana está la bendición de los santos óleos, el óleo para la unción de los catecúmenos, el de la unción de los enfermos y el crisma para los grandes sacramentos que confieren el Espíritu Santo: Confirmación, Ordenación sacerdotal y Ordenación episcopal. En los sacramentos, el Señor nos toca por medio de los elementos de la creación. La unidad entre creación y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero. El pan y el vino son frutos de la tierra y del trabajo del hombre. El Señor los ha elegido como portadores de su presencia. El aceite es símbolo del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, nos recuerda a Cristo: la palabra “Cristo” (Mesías) significa “el Ungido”. La humanidad de Jesús está insertada, mediante la unidad del Hijo con el Padre, en la comunión con el Espíritu Santo y, así, es “ungida” de una manera única, y penetrada por el Espíritu Santo. Lo que había sucedido en los reyes y sacerdotes del Antiguo Testamento de modo simbólico en la unción con aceite, con la que se les establecía en su ministerio, sucede en Jesús en toda su realidad: su humanidad es penetrada por la fuerza del Espíritu Santo. Cuanto más nos unimos a Cristo, más somos colmados por su Espíritu, por el Espíritu Santo. Nos llamamos “cristianos”, “ungidos”, personas que pertenecen a Cristo y por eso participan en su unción, son tocadas por su Espíritu. No quiero sólo llamarme cristiano, sino que quiero serlo, decía san Ignacio de Antioquía. Dejemos que precisamente estos santos óleos, que ahora son consagrados, nos recuerden esta tarea inherente a la palabra “cristiano”, y pidamos al Señor para que no sólo nos llamemos cristianos, sino que lo seamos verdaderamente cada vez más.

En la liturgia de este día se bendicen, como hemos dicho, tres óleos. En esta triada se expresan tres dimensiones esenciales de la existencia cristiana, sobre las que ahora queremos reflexionar. Tenemos en primer lugar el óleo de los catecúmenos. Este óleo muestra como un primer modo de ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el Señor atrae a las personas junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe antes incluso del Bautismo, nuestra mirada se dirige por tanto a las personas que se ponen en camino hacia Cristo – a las personas que están buscando la fe, buscando a Dios. El óleo de los catecúmenos nos dice: no sólo los hombres buscan a Dios. Dios mismo se ha puesto a buscarnos. El que Él mismo se haya hecho hombre y haya bajado a los abismos de la existencia humana, hasta la noche de la muerte, nos muestra lo mucho que Dios ama al hombre, su criatura. Impulsado por su amor, Dios se ha encaminado hacia nosotros. “Buscándome te sentaste cansado… que tanto esfuerzo no sea en vano”, rezamos en el Dies irae. Dios está buscándome. ¿Quiero reconocerlo? ¿Quiero que me conozca, que me encuentre? Dios ama a los hombres. Sale al encuentro de la inquietud de nuestro corazón, de la inquietud de nuestro preguntar y buscar, con la inquietud de su mismo corazón, que lo induce a cumplir por nosotros el gesto extremo. No se debe apagar en nosotros la inquietud en relación con Dios, el estar en camino hacia Él, para conocerlo mejor, para amarlo mejor. En este sentido, deberíamos permanecer siempre catecúmenos. “Buscad siempre su rostro”, dice un salmo (105,4). Sobre esto, Agustín comenta: Dios es tan grande que supera siempre infinitamente todo nuestro conocimiento y todo nuestro ser. El conocer a Dios no se acaba nunca. Por toda la eternidad podemos, con una alegría creciente, continuar a buscarlo, para conocerlo cada vez más y amarlo cada vez más. “Nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”, dice Agustín al inicio de sus Confesiones. Sí, el hombre está inquieto, porque todo lo que es temporal es demasiado poco. Pero ¿es auténtica nuestra inquietud por Él? ¿No nos hemos resignado, tal vez, a su ausencia y tratamos de ser autosuficientes? No permitamos semejante reduccionismo de nuestro ser humanos. Permanezcamos continuamente en camino hacia Él, en su añoranza, en la acogida siempre nueva de conocimiento y de amor.

Después está el óleo de los enfermos. Tenemos ante nosotros la multitud de las personas que sufren: los hambrientos y los sedientos, las víctimas de la violencia en todos los continentes, los enfermos con todos sus dolores, sus esperanzas y desalientos, los perseguidos y los oprimidos, las personas con el corazón desgarrado. A propósito de los primeros discípulos enviados por Jesús, san Lucas nos dice: “Los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos” (9, 2). El curar es un encargo primordial que Jesús ha confiado a la Iglesia, según el ejemplo que Él mismo nos ha dado, al ir por los caminos sanando a los enfermos. Cierto, la tarea principal de la Iglesia es el anuncio del Reino de Dios. Pero precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: “…para curar los corazones desgarrados”, nos dice hoy la primera lectura del profeta Isaías (61,1). El anuncio del Reino de Dios, de la infinita bondad de Dios, debe suscitar ante todo esto: curar el corazón herido de los hombres. El hombre por su misma esencia es un ser en relación. Pero, si se trastorna la relación fundamental, la relación con Dios, también se trastorna todo lo demás. Si se deteriora nuestra relación con Dios, si la orientación fundamental de nuestro ser está equivocada, tampoco podemos curarnos de verdad ni en el cuerpo ni en el alma. Por eso, la primera y fundamental curación sucede en el encuentro con Cristo que nos reconcilia con Dios y sana nuestro corazón desgarrado. Pero además de esta tarea central, también forma parte de la misión esencial de la Iglesia la curación concreta de la enfermedad y del sufrimiento. El óleo para la Unción de los enfermos es expresión sacramental visible de esta misión. Desde los inicios maduró en la Iglesia la llamada a curar, maduró el amor cuidadoso a quien está afligido en el cuerpo y en el alma. Ésta es también una ocasión para agradecer al menos una vez a las hermanas y hermanos que llevan este amor curativo a los hombres por todo el mundo, sin mirar a su condición o confesión religiosa. Desde Isabel de Turingia, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, Camilo de Lellis hasta la Madre Teresa -por recordar sólo algunos nombres- atraviesa el mundo una estela luminosa de personas, que tiene origen en el amor de Jesús por los que sufren y los enfermos. Demos gracias ahora por esto al Señor. Demos gracias por esto a todos aquellos que, en virtud de la fe y del amor, se ponen al lado de los que sufren, dando así, en definitiva, un testimonio de la bondad de Dios. El óleo para la Unción de los enfermos es signo de este óleo de la bondad del corazón, que estas personas -junto con su competencia profesional- llevan a los que sufren. Sin hablar de Cristo, lo manifiestan.

En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes. La liturgia de hoy vincula con este óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis ‘sacerdotes del Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (61, 6). El profeta retoma con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios había dirigido a Israel en el Sinaí: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19, 6). En el mundo entero y para todo él, que en gran parte no conocía a Dios, Israel debía ser como un santuario de Dios para la totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal para el mundo. Debía llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él. San Pedro, en su gran catequesis bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la comunidad de los bautizados, proclamando: “Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos. Ahora sois objeto de compasión.” (1 P 2, 9-10). El Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad. Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberían hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Cuando hablamos de nuestra tarea común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien una cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos verdaderamente el santuario de Dios en el mundo y para el mundo? ¿Abrimos a los hombres el acceso a Dios o, por el contrario, se lo escondemos? Nosotros -el Pueblo de Dios- ¿acaso no nos hemos convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía de Dios? ¿No es verdad que el Occidente, que los países centrales del cristianismo están cansados de su fe y, aburridos de su propia historia y cultura, ya no quieren conocer la fe en Jesucristo? Tenemos motivos para gritar en esta hora a Dios: “No permitas que nos convirtamos en no-pueblo. Haz que te reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con tu amor, has infundido tu Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu se haga nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje con alegría.

No obstante toda la vergüenza por nuestros errores, no debemos olvidar que también hoy existen ejemplos luminosos de fe; que también hoy hay personas que, mediante su fe y su amor, dan esperanza al mundo. Cuando sea beatificado, el próximo uno de mayo, el Papa Juan Pablo II, pensaremos en él llenos de gratitud como un gran testigo de Dios y de Jesucristo en nuestro tiempo, como un hombre lleno del Espíritu Santo. Junto a él pensemos al gran número de aquellos que él ha beatificado y canonizado, y que nos dan la certeza de que también hoy la promesa de Dios y su encomienda no caen en saco roto.

Me dirijo finalmente a vosotros, queridos hermanos en el ministerio sacerdotal. El Jueves Santo es nuestro día de un modo particular. En la hora de la Última Cena el Señor ha instituido el sacerdocio de la Nueva Alianza. “Santifícalos en la verdad” (Jn 17, 17), ha pedido al Padre para los Apóstoles y para los sacerdotes de todos los tiempos. Con enorme gratitud por la vocación y con humildad por nuestras insuficiencias, dirijamos en esta hora nuestro “sí” a la llamada del Señor: Sí, quiero unirme íntimamente al Señor Jesús, renunciando a mí mismo… impulsado por el amor de Cristo. Amén.

miércoles, 20 de abril de 2011

Evangelio del día 20 de abril de 2011


Evangelio según San Mateo 26,14-25. Miércoles Santo

Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: "¿Cuánto me darán si se lo entrego?". Y resolvieron darle treinta monedas de plata.
Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo.
El primer día de los Acimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: "¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?".
El respondió: "Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: 'El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos'".
Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua.
Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me entregará".
Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: "¿Seré yo, Señor?".
El respondió: "El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar.
El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!".
Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: "¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has dicho", le respondió Jesús.

Comentario:

¿Dónde quieres que hagamos los preparativos de tu cena pascual? - Santa Teresa-Benedicta de la Cruz

Conocemos por los relatos evangélicos que Cristo oraba como oraba un judío creyente y fiel a la Ley... Que rezó las antiguas oraciones de bendición, que todavía hoy se rezan sobre el pan, el vino y los frutos de la tierra, nos lo atestigua el relato de su última cena con sus discípulos, que estuvo dedicada al cumplimiento de uno de los más sagrados deberes religiosos: a la solemne cena pascual, a la conmemoración de la liberación de la esclavitud de Egipto. Y quizás nos ofrece, precisamente esta cena, la visión más profunda de la oración de Cristo y la clave para entender la oración de la Iglesia...
La bendición y la distribución del pan y del vino eran parte del rito de la cena pascual. Pero ambas reciben aquí un sentido completamente nuevo. Con ellas comienza la vida de la Iglesia. Sin duda, será a partir de Pentecostés cuando aparezca abiertamente como comunidad llena de espíritu y visible. Pero es aquí, en la Cena pascual, cuando tiene lugar el injerto de los sarmientos en la cepa que hace posible la efusión del Espíritu. Las antiguas oraciones de bendición se han convertido en boca de Cristo en palabra creadora de vida. Los frutos de la tierra se han convertido en su carne y sangre, llenos de vida... La comida pascual de la Antigua Alianza se ha convertido en la comida pascual de la Nueva Alianza


martes, 19 de abril de 2011

¿Por qué el Padre elige este camino?


Getsemaní es el momento de la obscuridad de la voluntad de Dios; momentos en los cuales el mismo Cristo pide que se le aparte el cáliz: “¡Abba, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú.”

San Marcos refleja la obscuridad que se presenta dentro del alma de Cristo. Los comentaristas de la Escritura siempre han visto aquí un momento en el cual como que Cristo viene a preguntarse: Todo lo que yo voy a hacer, ¿merecerá la pena?

No hay que olvidar el tremendo realismo que supone para Cristo la encarnación, y Él no ha querido, en cierto sentido, ahorrarse ni siquiera esas obscuridades interiores de saber si verdaderamente merecería la pena todo el esfuerzo que Él iba a hacer.

Pero junto con esta obscuridad, hay también otra obscuridad en el camino de Cristo, en el alma de Cristo: ¿Por qué el Padre elige ese camino? ¿Por qué no eligió otro? La elección del camino por parte del Padre es una elección que entra dentro del misterio eterno. ¿Por qué razón la cruz, por qué tanto sufrimiento, por qué tanto dolor? Y si es tremenda la obscuridad ante el camino particularmente duro que se le muestra a Cristo, creo que hay un aspecto muy preocupante y difícil, que es el hecho de que Dios Padre busca en Él el abandono total sin condiciones.

Cristo se sabe Hijo, se sabe, por lo tanto, amado por el Padre, a pesar del dolor que puede embargar el corazón, a pesar de la sangre que pueda brotar de la herida que le produce la renuncia de sí mismo. Sabe que el Padre le exige un abandono total, sin condiciones.

“Si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Cristo es consciente de que su amor por el Padre no puede tener otra opción sino la renuncia de sí mismo. ¿Qué amor sería el que desconfiara de su fuerza sobre el odio, sobre el dolor, sobre la renuncia total? Cristo se sabe amado por toda la eternidad, desde toda la eternidad, pero eso no le ahorra ni un momento de obscuridad.

El relato evangélico es suficientemente claro respecto a esta obscuridad y soledad que nuestro Señor siente ante la voluntad del Padre. Entremos en la obscuridad en el alma de Cristo.

Cristo ha querido tocar todo el dolor humano, y por eso, también Cristo ha querido, como tantas almas humanas, pasar por la obscuridad, de manera que también el alma de Cristo asuma sobre sí la obscuridad y la redima por medio de la oblación libre, del ofrecimiento libre al Padre.

Cristo sabe que el amor no quita del alma la presencia de la soledad purificadora, que reclama un desprendimiento absoluto de todo lo que podría haberle servido de soporte; la soledad del que tiene que lanzarse a la obscuridad, al dolor, a la angustia; la soledad del que sabe que su camino entra al desfiladero de la muerte, del despojo absoluto de toda seguridad humana; la soledad del que siente en su alma el mordisco implacable de la tristeza y de la amargura. Esa soledad que nadie puede evitar al hombre cuando quiere vivir sin pactos fáciles todas las exigencias de su identidad; una profunda soledad interior que reclama una verdadera convicción, para dar hacia adelante el siguiente paso, para darlo con decisión, con energía, porque sabe que su soledad no es excusa para no entregarse al Padre.

Cristo quiere tocar la soledad de todos los hombres, de los hombres que se sienten retados por la obscuridad del alma ante la misión que se les confía. Y el alma de Cristo es consciente de que esa soledad que Él revive por su libre oblación es posible superarla a través de la oración. Y Cristo busca la oración, busca el contacto con el Padre. Cristo busca el encuentro con su Padre para fortalecerse, quizá no para superar la obscuridad. Porque no hay que olvidar que muchas veces la obscuridad no se supera sino que simplemente se soporta. Muchas veces la obscuridad no se puede quitar, no se puede arrancar del alma por mucho que se quiera.

En el alma de Cristo está presente la obscuridad que proviene del dolor interior, que proviene del peso de los pecados ajenos, y Cristo se abraza a este cáliz del Señor. Cristo quiere ser capaz de corresponder a su Padre abrazándose al cáliz que se le ofrece. Cada uno de nosotros debemos preguntarnos también por todas nuestras obscuridades. No es difícil ser fiel cuando todo es claro, cuando todo es amable. La fidelidad es difícil, más difícil todavía, cuando se realiza en la obscuridad, cuando sólo sabes que tienes que ser fiel, cuando sólo te queda la convicción de que tienes que seguir adelante. Y así es la fidelidad de Cristo en Getsemaní. “Si es posible que pase, pero no lo que yo quiera sino lo que quieras tú”. Como dirá la carta a los Hebreos: “Aprendió con gritos y con lágrimas la obediencia, y así se constituyó en causa de salvación para todos los que le obedecen.”

¿Qué hago yo con mis noches en la obscuridad cuando no entiendo qué quieren de mí? ¿Qué hago cuando soy tomado por Dios en caminos que yo no habría escogido para mí, cuando la misión es difícil, cuando el reclamo de la misión supone dar más todavía, cuando yo pensaba que ya estaba en el borde y más no se podía dar?

No tenemos que olvidar que la firmeza interior está en el homenaje de la libertad, en la ofrenda de mi libertad que se vuelve a ofrecer a Dios en medio de la obscuridad. Esa es la fidelidad interior, esa es la firmeza de mi alma. Cristo me da el ejemplo, y Cristo es fiel a sí mismo, fiel a su identidad, fiel a su Padre y fiel a mí, aunque lo único que ve es la obscuridad de una muerte ignominiosa. Fiel, aunque sabe que lo único que lo espera es la noche, el tiempo de las tinieblas, la hora en que el poder, la fuerza, es misteriosamente entregada a los enemigos del Dios fiel que nunca abandona a sus hijos. Cristo es fiel para mí, aunque yo no vea nada, aunque no entienda, aunque a mis ojos el panorama sea sólo la obscuridad, porque la fidelidad en la obscuridad es otro nombre del amor.

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net

domingo, 17 de abril de 2011

Homilía del Papa Benedicto XVI en el Domingo de Ramos de 2011


Queridos hermanos y hermanas,
queridos jóvenes:

Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir junto a Jesús al monte, hacia santuario, acompañarlo a lo largo de su camino hacia lo alto. En este día, por toda la faz de la tierra y a través de todos los siglos, jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».

Pero, ¿qué hacemos realmente cuando nos unimos a la procesión, al cortejo de aquellos que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel? ¿Es algo más que una ceremonia, que una bella usanza? ¿Tiene quizás algo que ver con la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestro mundo? Para encontrar la respuesta, debemos clarificar ante todo qué es lo que en realidad ha querido y ha hecho Jesús mismo. Tras la profesión de fe, que Pedro había realizado en Cesarea de Filipo, en el extremo norte de la Tierra Santa, Jesús se había dirigido como peregrino hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Es un camino hacia el templo en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar que aseguraba de modo particular a Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino hacia la fiesta común de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua, y que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así mismo en la cruz. Sabe que, en los dones misteriosos del pan y del vino, se entregará para siempre a los suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo camino de liberación, hacia la comunión con el Dios vivo. Es un camino hacia la altura de la Cruz, hacia el momento del amor que se dona. El último término de su peregrinación es la altura de Dios mismo, a la cual Él quiere elevar al ser humano.

Nuestra procesión de hoy por tanto quiere ser imagen de algo más profundo, imagen del hecho que, junto con Jesús, nos encaminamos en la peregrinación: por el camino alto hacia el Dios vivo. Se trata de esta subida. Es el camino al que Jesús nos invita. Pero, ¿cómo podemos nosotros mantener el paso en esta subida? ¿No sobrepasa quizás nuestras fuerzas? Sí, está por encima de nuestras propias posibilidades. Desde siempre los hombres están llenos – y hoy más que nunca – del deseo de “ser como Dios”, de alcanzar ellos mismos la altura de Dios. En todas las invenciones del espíritu humano se busca en último término obtener alas, para poderse elevar a la altura del Ser, para llegara a ser independiente, totalmente libre, como lo es Dios. Son tantas las cosas que ha podido realizar la humanidad: tenemos la capacidad de volar. Podemos vernos, escucharnos y hablar de un extremo al otro del mundo. Sin embargo, la fuerza de gravedad que nos tira hacía abajo es poderosa. Junto con nuestras capacidades, no ha crecido solamente el bien. También han aumentado las posibilidades del mal que se presentan como tempestades amenazadoras sobre la historia. También permanecen nuestros límites: basta pensar en las catástrofes que en estos meses han afligido y siguen afligiendo a la humanidad.

Los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección entre dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza de gravedad que le atrae hacia abajo – hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos abaja y nos aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad del amor de Dios: el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo alto. El hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende del poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer totalmente por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos eleva, nos da la verdadera libertad.

Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos nos tira hacia abajo y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo inició en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Se ha hecho humilde, nos dice la segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto.

El salmo procesional número 24, que la Iglesia nos propone como “canto de subida” para la liturgia de hoy, indica algunos elementos concretos que forman parte de nuestra subida, y sin los cuales no podemos ser levantados en alto: las manos inocentes, el corazón puro, el rechazo de la mentira, la búsqueda del rostro de Dios. Las grandes conquistas de la técnica nos hacen libres y son elementos del progreso de la humanidad sólo si están unidas a estas actitudes; si nuestras manos llegan a ser inocentes y nuestro corazón puro; si estamos en busca de la verdad, en busca de Dios mismo, y nos dejamos tocar e interpelar por su amor. Todos estos elementos de la subida son eficaces sólo si reconocemos humildemente que debemos ser atraídos hacia lo alto; si abandonamos la soberbia de querer hacernos Dios a nosotros mismos. Tenemos necesidad de Él: Él nos atrae hacia lo alto, sosteniéndonos en sus manos – es decir, en la fe – nos da la justa orientación y la fuerza interior que nos eleva. Tenemos necesidad de la humildad de la fe que busca el rostro de Dios y se confía a la verdad de su amor.

La cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, llegar a ser totalmente él mismo y verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos platónicos del tercer y cuarto siglo. Su pregunta central era cómo encontrar medios de purificación, mediante los cuales el hombre pudiese liberarse del grave peso que lo abaja y poder ascender a la altura de su verdadero ser, a la altura de su divinidad. San Agustín, en su búsqueda del camino recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas filosofías. Pero, al final, tuvo que reconocer que su respuesta no era suficiente, que con sus métodos no habría alcanzado realmente a Dios. Dijo a sus representantes: reconoced por tanto que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones no bastan para llevarlo realmente a la altura de lo divino, a la altura adecuada a Él. Y dijo que habría desesperado por sí mismo y por la existencia humana, si no hubiese encontrado a Aquel que hace aquello que nosotros mismos no podemos hacer; Aquel que nos eleva a la altura de Dios, a pesar de todas nuestras miserias: Jesucristo que, desde Dios, ha bajado hasta nosotros, y en su amor crucificado, nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.

Nosotros subimos con el Señor en peregrinación hacia lo alto. Estamos en búsqueda del corazón puro y las manos inocentes, estamos en búsqueda de la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos al Señor nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos puros! Haz que nos sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional; que podamos pertenecer a la generación que busca a Dios “que busca tu rostro, Dios de Jacob” (Sal 23, 6). Amén.

jueves, 14 de abril de 2011

"La amarga Pasión de Cristo" - Beata Ana Catalina Emmerick


A casi dos siglos de las visiones sobre la pasión y muerte de Jesús de la monja Emmerich, siguen siendo fuente de inspiración para muchos creyentes. El biblista D'Amico analiza sus relatos.

La lectura de las visiones de la monja Ana Catalina Emmerich acerca de la pasión, muerte y resurrección de Jesús nos deja impactados. El minucioso relato que la mística alemana -que vivió entre fines del siglo XVIII y principios del XIX- hace a un escritor alemán desde su lecho de enferma durante sus últimos años de vida, sorprende por su crudeza. Siguiendo el mismo orden de los evangelios (desde la última cena hasta la resurrección), describe en forma exagerada, si se comparan sus narraciones con lo que dicen los evangelistas, los momentos de dolor del Señor, dejando en claro que fueron peor de lo que podía suponerse.

La elocuencia que las visiones de Ana Catalina le imprimen a los momentos culminantes del paso de Jesús por este mundo atraviesa las casi 200 carillas de la transcripción hecha por Clemens Brentano, que dieron lugar a la obra conocida como "La amarga Pasión de Cristo". Libro que, por otra parte, tuvo gran repercusión en su momento. Por ejemplo, respecto de la oración de Jesús en el huerto, en la cual, según el evangelio de san Lucas, el Señor "sudaba como gruesas gotas de sangre", la religiosa dice haber visto que Jesús, "empapado en sangre", oraba en una agonía casi interminable.

En los prolegómenos de su condena, cuando entre Herodes, Caifás y Pilato se dedican a decidir la muerte o liberación de Jesús, la esposa de Pilato – según Ana Catalina- juega un papel especial. Se la llama por el nombre que aparece en uno de los evangelios apócrifos: Claudia Procra. Ella se muestra interesada en la libertad de Jesús, intentando mover el corazón de su esposo de todas las maneras posibles. Pilato, a pesar de los intentos de Claudia, sucumbe ante la avanzada del Sanedrín, y condena a muerte a Jesús. La visión de la monja sobre esta situación insume varias páginas.

Los dolores físicos de Jesús aparecen en las visiones de la mística alemana con impresionante intensidad desde el momento del arresto y de la tortura. La flagelación y la coronación de espinas se describen mostrando la crueldad de los verdugos y la entrega de Jesús, indefenso, pero a la vez consciente de que DEBE soportar estos dolores porque la obediencia al Padre y la salvación de los hombres está por encima de su propia vida.

El detalle de la flagelación impacta especialmente. Ana Catalina afirma que la flagelación duró "tres cuartos de hora" y que fueron dos turnos de soldados (aclarando que estaban borrachos) los encargados de golpear, maltratar y flagelar a Jesús. Dice que sus fuerzas flaquean en muchos momentos, cayendo "bañado en su propia sangre", y que ante los golpes y atropellos, el Señor "miraba a sus verdugos con los ojos arrasados de sangre y parecía que les suplicara misericordia". Esta súplica no fue atendida por los soldados, pues "la rabia de ellos se redoblaba y los gemidos de Jesús eran cada vez más débiles". En medio de tanto dolor, dice que se destaca el consuelo de los ángeles, la oración sufriente del Señor, y el dolor de María, que aparece abatida y sostenida por algunos discípulos y María Magdalena.

Después de ser condenado a muerte, señala que Jesús es obligado a cargar con su propia cruz, al igual que ocurre en el relato del evangelio de San Juan. Pero hace una importante diferencia: describe en forma muy detallada siete caídas del Señor bajo el peso de la cruz, mientras que en ninguno de los evangelios se dice algo similar, y la tradición piadosa del vía crucis solo nombra tres caídas. La última, según ella, ocurre en el lugar mismo donde iba a ser crucificado. Y añade que luego de caer, los soldados lo obligan a pararse tirando de él para levantarlo. Ana Catalina refiere ese momento en estos términos: "¡Qué doloroso espectáculo representaba El Salvador allí de pie en el sitio de su suplicio, tan triste, tan pálido, tan destrozado, tan ensangrentado!".

Del relato de la mística alemana surge que quien está más cerca de Jesús en todo momento es su madre. María aparece sumida en un "indecible dolor" que hace que muchas veces se desmaye o pierda la conciencia. Según Ana Catalina, será la Virgen la primera testigo de la resurrección, a diferencia de lo que dicen los evangelios canónicos, que citan como la primera testigo a María Magdalena. Una mujer que, de todas maneras, se presenta en las visiones muy cercana a María, en una relación cargada de afecto.

El momento en que Jesús es clavado en la cruz es relatado de una forma particularmente cruda. La narración de los detalles de cómo fueron puestos los clavos, las dificultades "técnicas" de los soldados para clavar sus manos y sus pies, y el tormento de un cuerpo que ya no puede resistir más, no parece tener el pudor que sí tuvieron los redactores de los evangelios. En ese tramo, Ana Catalina se observa a sí misma en una actitud contemplativa, y dice que se hallaba "en la más profunda oscuridad donde no veía más que a mi Esposo clavado en la cruz". Y agrega sobre ese momento que en medio de las "siete palabras" que Jesús sentencia a modo de despedida, todo el mundo queda sumido en la misma oscuridad.

La muerte de Jesús, sin embargo, es descrita con bastante austeridad. Simplemente dice que Jesús, luego de proclamar la "séptima palabra" ("Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu"), dio un grito "a la vez suave y fuerte, que se oyó en el cielo y la tierra. Después de esto, Nuestro Señor inclinó la cabeza y entregó su espíritu".

De todas formas, la lectura de "la amarga Pasión de Cristo", debe ser hecha considerando que se trata de visiones personales, íntimas, de Ana Catalina, y que éstas no tienen otro asidero histórico más que su propia interpretación.

TEXTUALES DEL RELATO DE ANA CATALINA:

Ante Pilatos, Jesús "era irreconocible a causa de la sangre que le cubría los ojos, la boca y la barba. Su cuerpo era pura llaga".

La flagelación duró "tres cuartos de hora", cayendo "bañado en su propia sangre" y mirando como si estuviera "suplicando misericordia".

"María se prosternó y besó la tierra allí donde su hijo había caído. Magdalena se retorcía las manos y Juan las consolaba, levantaba y alejaba".

"Ataron su pecho y sus brazos al madero para que el peso del cuerpo no arrancara las manos de los calvos. El sufrimiento era insoportable".

"La crueldad de los hombres lo desfiguró (...). Un gemido suave y claro salió del pecho de Jesús, y su sangre salpicó los brazos de sus verdugos".


LA IGLESIA ANTE LAS VISIONES DE ANA CATALINA

Ana Catalina Emmerich mostró y experimentó en su propia piel 'la amarga pasión de Cristo'", dijo el Papa Juan Pablo II cuando, el 3 de octubre de 2004, cuando beatificó a la mística alemana. Se refería a los estigmas del padecimiento de Jesús que sufría la monja, pero no a sus relatos sobre los momentos culminantes de la vida de Jesús, que se encuentran en la categoría de visiones privadas no reconocidas por la Iglesia. Con todo, esas visiones fueron y siguen siendo hoy, a casi dos siglos de su muerte, fuente de inspiración religiosa para muchos. Además de que otros relatos de la monja, como los referidos a la vida de la Virgen, tuvieron un correlato en la realidad al permitir el hallazgo de la casa de María en Efeso. Nacida en el pueblo de Flamsche, Münster, en el seno de una familia muy humilde y piadosa, ingresó a las 28 años en el monasterio de las Agustinas de Agnetenberg. Su vida estuvo signada por enfermedades y una invalidez tras un accidente que la postró en 1813 hasta su muerte en 1824. Desde su lecho le dictó al escritor Clemens Brentano sus visiones. Pese a su severa limitación, desarrolló un fructífero apostolado por el que fue beatificada.

Para leer el relato completo: http://congregacionobispoaloishudal.blogspot.com/2010/04/la-dolorosa-pasion-de-nuestro-senor.html
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