viernes, 1 de octubre de 2010

Santa Teresa del Niño Jesús y su caridad con el prójimo


Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn. 14, 95). Esto os mando: que os améis unos a otros (Ib. 15, 17). Mis mandamientos se reducen a uno: amaos los unos a los otros. Estos dos amores, amor de Dios y amor del prójimo, son inseparables.

Así lo comprendió Teresa. Oigamos sus confidencias:

Procuraba ante todo amar a Dios, y amándole a El comprendí el deber de la caridad en toda su extensión». «Cuando más unida estoy a Jesús, más amo a todas mis Hermanas». Había comprendido a su Maestro. Jesús ama a Dios su Padre, y en virtud de ese amor ama también a los hombres, porque el Padre los ama, y se entrega por ellos. Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso (1 Jn. 4, 20). La razón es muy sencilla: ¿Pues quien no ama al prójimo a quien ve, cómo amará a Dios, a quien no ve?

Amar a Dios, que nos ama; amar a los hombres porque Dios los ama; es la esencia del Evangelio. Teresa lo comprendió y lo vivió.

Aquí palpamos la identidad de la ley de la renuncia y de la ley del amor en el espíritu del Evangelio y en el alma de Teresa. Observar la ley de la caridad es renunciarse a sí mismo, a fin de vivir para los demás.

La Sabiduría evangélica, que tan bien entendió Teresa, se reduce a una palabra: ¡Amor! Amor a Dios y, en El, a todos los hombres. La caridad es la plenitud de la ley (Rom. 13, 10). Pero, notémoslo, la práctica de esta Sabiduría es humilde y modesta. Condición esencial para que nuestra caridad sea real y no imaginaria, para que exista no en fórmulas y palabras, sino de hecho y en verdad. No amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad (1 Jn. 3, 18).

En nuestra vida real, nuestras relaciones con el prójimo, con nuestros hermanos, se reducen a una serie de circunstancias vulgares, insignificantes, de pequeños detalles; en ellos hemos de practicar la caridad, el olvido propio. Desperdiciar esas ocasiones es exponerse a vivir de ilusión, reduciendo nuestra caridad al terreno de la teoría. Al contrario, la verdadera práctica de la caridad consiste en estar alerta para descubrir y aprovechar esas pequeñeces. Así lo hizo Teresa, entregándose a sí misma y sobrellevando a los demás.

Veamos su caridad bajo este doble aspecto: entrega de si; paciencia con el prójimo.

1. Don de sí.

Con verdadero gusto os presento este botón de muestra: «Una palabra, una sonrisa amable, basta muchas veces para que un alma triste se desahogue». Nada más a nuestro alcance que esta forma de vivir el don total.

Otro detalle: «Mis mortificaciones consistían en romper mi voluntad, siempre dispuesta a imponerse; en no replicar; en hacer pequeños servicios sin darlo importancia». O bien: «Si me cogen una cosa de mi uso, no debo dar a entender que lo siento, sino, al contrario, mostrarme feliz de que me hayan desembarazado de ella». Estos rasgos tan insignificantes nos revelan la delicadeza de su caridad. Y nos enseñan que esta virtud implica el olvido propio. Y eso es lo que de ordinario nos falta. Aun en el deseo de practicar la caridad nos mueve a veces el secreto afán de parecer caritativos.

Nada de eso se advierte en nuestra Santa: «No debo ser complaciente para parecerlo o para ser correspondida». Y recuerda las palabras de nuestro Señor: Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿ qué mérito es el vuestro? Puesto que aun los pecadores hacen lo mismo (Lc. 6, 33). Qué sugerente es su interpretación de estas otras palabras del Maestro: Al que te pida, dale..., y al que quisiera quitarte la túnica, alárgale también la capa (Mt. 5, 40). ¿Qué entendemos por «alargar la capa»? Dice Teresa: «Renunciar a los más elementales derechos; considerarse esclavo de los demás». Esto es puro Evangelio. Y, notémoslo, Teresa se da cuenta de que, «lejos de agradecer sus servicios, abusarán quizá de su amabilidad. Fácilmente cargarán de trabajo a las que siempre están dispuestas a ayudar».

¿Cuál será su conclusión práctica? Merece la pena subrayarlo: «No debo alejarme de las Hermanas que fácilmente me piden favores». Conoce los subterfugios del egoísmo y recuerda las palabras del Maestro: No tuerzas tu rostro al que pretende de ti algún préstamo (Mt. 5, 42). Nada tiene, pues, de extraño que se imponga como regla de conducta: «No basta dar al que me pida; es menester adelantarme y mostrarme muy honrada de que me pidan un favor».

Citemos un rasgo de cómo vivió nuestra Santa este principio. Había en el Carmelo una Hermana anciana y enferma que apenas podía andar. Era difícil contentaría; había que sostenerla por detrás, por delante; andar ni demasiado de prisa ni demasiado despacio; en llegando al refectorio había que instalarla de cierta manera, recogerle las mangas a su modo, disponer los cubiertos, cortar el pan también a su modo. La pobre enferma se quejaba constantemente. Teresa se ofreció a ayudarla y se hizo su esclavita. Y con paciencia llegó a hacer sonreír a la pobre Hermana. Qué ejemplo tan sugestivo! Para conquistar las almas no bastan los ademanes correctos, pero fríos; es preciso amarlas, es preciso entregarse. En eso consiste la caridad, en el don de sí, en el olvido propio. Es la enseñanza de Jesús en el Evangelio. ¡Y qué bien la comprendió Teresa!

2. Soportar a los demás.

El olvido propio, es decir, la caridad, exige con el don total de sí mismo la benevolencia con el prójimo. La práctica de la caridad no será perfecta si no soportamos pacientemente al prójimo. «Pacientemente». No olvidemos que la paciencia es la raíz de toda virtud. San Pablo comienza el elogio de la caridad con estas palabras: La caridad es paciente (1 Cor. 13, 4).

La primera condición necesaria para practicar la caridad es resolverse a ser paciente cueste lo que cueste. Paciencia con todos y en todo; es preciso sufrir las flaquezas del prójimo, carácter, defectos, faltas, imperfecciones. Vemos cómo supo Teresa ejercitar esta virtud. Dejémosle la palabra.

Santa Teresa del Niño Jesús sentía una antipatía natural muy acentuada hacia una Hermana que tenía el don de desagradarle en todo. Para no dejarse llevar de sus sentimientos se valió de un medio ingenioso durante muchos meses, hasta conseguir una victoria completa. «Procuraba -dice la Santa- hacer por esta Hermana lo que haría por la persona más querida. Cada vez que la encontraba pedía a Dios por ella; no contenta con esto, procuraba prestarle cuantos servicios pudiera, y cuando se sentía tentada de contestarle bruscamente, le dirigía su más amable sonrisa. Con frecuencia, al yerme tentada con mayor violencia, para que ella no se apercibiera de mi lucha interna, huía como un soldado desertor». Y confiesa alegremente «que este medio, poco honroso quizá, le dio un gran resultado».

El ejemplo es típico. La Hermana en cuestión tenía el don de desagradar a Teresa «en todo». Este «todo» es categórico. La táctica de la Santa en este caso es aleccionadora: toma la ofensiva. No se contenta con evitar las manifestaciones exteriores de su antipatía natural, es decir, de sus impresiones egoístas. Para vencerse totalmente extrema las demostraciones de simpatía y de afecto. De hecho, esta táctica es la más eficaz y la más fácil; sólo ella proporciona al alma entusiasmo y alegría; la alegría del amor plenamente satisfecho. La victoria fue completa, tanto que su hermana mayor, María, le reprochó que amase a la religiosa en cuestión más que a sus propias hermanas, y aun la misma interesada, que naturalmente le era tan antipática, llegó a creer que era su mejor amiga. ¡Así combaten los santos!

Fácilmente comprenderemos, pues, las siguientes palabras de Teresa: «He comprendido que la verdadera caridad consiste en soportar los defectos del prójimo, en no extrañarse de sus debilidades». Pero Teresa no se contenta con esto. Su mirada, iluminada por el amor, ve en esas flaquezas del prójimo otros tantos instrumentos que Dios le depara para liberarla de si misma, de su amor propio, de su egoísmo. Consecuente con esta idea, pidió y obtuvo que la pusieran en la ropería, bajo la dependencia de una Hermana que, por su carácter difícil, inevitablemente -Teresa lo sabía- había de hacerla sufrir mucho. El resultado fue el mismo: la victoria o, mejor, una serie de victorias.

Conocía el valor de este consejo que daba a las Novicias: «Cuando sintáis una violenta aversión hacia una persona, pedid a Dios la recompense, porque os ocasiona sufrimiento. Este es el mejor medio de recuperar la paz». Si comprendiésemos el poder santificador de la paciencia, reconoceríamos que las personas que nos hacen sufrir tienen derecho a nuestra gratitud.

Es defecto bastante común que cuando vemos una culpa o equivocación en el prójimo nos empeñamos en hacérselo ver. Veamos qué piensa la Carmelita de Lisieux de estas impaciencias disfrazadas: «Querer persuadir a nuestras Hermanas de que son culpables, aun cuando esto sea cierto, no es buena táctica. No hemos de ser jueces de paz, sino ángeles de paz». Esta palabra, «ángel de paz», es muy evangélica, aun cuando no figure en el Evangelio.

La joven Maestra de Novicias sabia, por otra parte, que quienes desempeñan ciertos cargos tienen el deber de reprender, de corregir, de orientar a las almas. Ella lo hacía. Pero ¡con qué delicadeza! A impulsos de su caridad, curaba y fortalecía a las almas enfermizas. «Siento -escribía- que debo compadecerme de las enfermedades espirituales de mis Hermanas, como usted, Madre, se compadece de mi enfermedad física». La Santa estaba por entonces enferma, y los cuidados que le prodigaba su Madre Priora le sugerían esta reflexión.

¡Cuánta psicología sobrenatural y evangélica encierra esta su regla de dirección! « ¡Con cuántas precauciones hay que tratar a las almas que sufren! A veces, inconscientemente, se las hiere por falta de miramientos, por desatenciones o procederes poco delicados, cuando sería necesario prodigarles toda clase de alivios».

¡Qué aroma de Evangelio respiran estas reflexiones! Práctica del Evangelio en el contacto con las mínimas circunstancias de la vida real, de la vida cotidiana; práctica del Evangelio continua, ininterrumpida. Paciencia, comprensión con el prójimo; he ahí la caridad de Cristo.

Un último rasgo, que 'pone de relieve las delicadezas de la Santa, muestra al mismo tiempo cuánto le costaban las victorias de la caridad, lo cual no deja de ser alentador. Se trata de una Hermana que en la oración no cesa de menear el rosario, con el ruidito consiguiente. «Hubiera querido -dice- volver la cabeza (quién no lo hubiera hecho) para mirar a la interesada a fin de que cesara el ruidito. Pero comprendí que era mejor sufrirlo pacientemente para evitar a la Hermana una pena.» Y añade: «Procuraba, pues, quedarme quieta, pero a veces me inundaba el sudor y mi oración era de sufrimiento y de lucha.» Teresa hubiera sucumbido en ella si su caridad no le hubiera sugerido una estratagema eficaz, infantil quizá, pero que puede ser un recurso en casos análogos. «Procuraba aficionarme a ese ruidito desagradable. En lugar de esforzarme en no oírlo cosa imposible-, lo escuchaba atentamente como si se tratara de un maravilloso concierto. Y mi oración, que ciertamente no era de quietud, se reducía a ofrecer ese concierto a Jesús».

¿Ingenuidad? ¿Puerilidad? Quizá; pero no hemos de olvidar que de los niños es el reino de los cielos.

De creer es que la ofrenda de este concierto fue grata a Jesús. Nada es pequeño si tiene por móvil la caridad. Esa es la infancia evangélica. Y Teresa lo ha comprendido.

Tomado de http://www.lluviaderosas.com/santa_teresita/index.php

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