domingo, 27 de junio de 2010

Algunos problemas actuales a la luz del Magisterio de SS Pío XII


DEBERES DEL ESTADO CATÓLICO CON LA RELIGIÓN



Que los enemigos de la Iglesia hayan obstaculizado su misión en todos los tiempos, negándole alguna –o incluso todas- sus divinas prerrogativas y poderes no es para maravillarse. El ímpetu del asalto, con sus falaces pretextos, prorrumpió ya contra el Divino Fundador de esta bimilenaria y, sin embargo, siempre joven institución: contra Él se gritó, en efecto –como se grita ahora- "Nolumus hunc regnare super nos", "no queremos que Éste reine sobre nosotros" (Luc. 19, 14).

Mientras, con paciencia y serenidad provenientes de la seguridad de los destinos que le han sido profetizados y de la certeza de su divina misión, la Iglesia canta a lo largo de los siglos: "Non eripit mortalla qui regna dal caelesti", "No quita los reinos mortales quien da los celestiales". Pero surge, en cambio, en nosotros el asombro, que crece hasta el estupor y se transforma en tristeza cuando la tentativa de arrancar las armas espirituales de la justicia y de la verdad de manos de esta Madre bondadosa que es la Iglesia la efectúan sus propios hijos; aun aquellos que, encontrándose en Estados confesionales donde viven en continuo contacto con hermanos disidentes, debieran sentir más que ningún otro el deber de gratitud hacia ésta Madre que usó siempre de sus derechos para defender, custodiar, salvaguardar a sus fieles.

¿IGLESIA CARISMÁTICA E IGLESIA JURÍDICA?

Hoy se admite por algunos, en la Iglesia, tan sólo un orden "pneumático"; de donde pasan a sentar como principio que la naturaleza del derecho eclesiástico está en contradicción con la naturaleza de la Iglesia misma. Según estos tales, el elemento sacramental original habría ido debilitándose cada vez más para ceder el lugar al elemento jurisdiccional; el cual constituye ahora la fuerza y el poder de la Iglesia. Prevalece así la idea, como afirma el jurista protestante Sohm, de que está constituida como el estado. Sin embargo el cánon 108,3, que habla de la existencia en la Iglesia del poder de orden y del de jurisdicción, invoca el derecho divino. Y que esta invocación sea legítima, lo demuestran los textos evangélicos, las alegaciones de los Actos de los Apóstoles, las citas de sus epístolas, frecuentemente aducidos por los autores de Derecho Público Eclesiástico para demostrar el origen divino de tales poderes y derechos de la Iglesia. En la Encíclica "Mystici Corporis" el Augusto Pontífice felizmente reinante lo expresaba, a tal propósito, en los siguientes términos: "Lamentamos y reprobamos el funesto error de los que se antojan una Iglesia ilusoria, a manera de sociedad alimentada y formada por sólo la caridad, a la cual, no sin desdén, oponen la otra que llaman jurídica. Pero se engañarían al introducir semejante distinción, pues no advierten que el Divino Redentor por lo mismo que quiso que la comunidad de hombres por Él fundada fuese una sociedad perfecta en su género y dotadas de los elementos jurídicos y sociales precisos para perpetuar en la tierra la obra saludable de la Redención, por lo mismo la quiso también enriquecida con los dones y gracias del Espíritu Santo. "No quiere pues la Iglesia ser un Estado pero su Divino Fundador la constituyó como sociedad perfecta con todos los poderes inherentes a tal condición jurídica, para desarrollar su misión en todo Estado sin conflicto entre ambas sociedades, ya que de ambas Él es de diverso modo autor y sostén".

ADHESIÓN AL MAGISTERIO ORDINARIO

Surge aquí el problema de la convivencia ente la Iglesia y el Estado laico. Hay católicos que, en esta manera, están divulgando ideas no del todo adecuadas. A muchos no puede negársele ni el amor a la Iglesia ni a la recta intención de encontrar un camino de posible adaptación a las circunstancias de los tiempos. Pero no es menos cierto que su postura recuerda a la de aquel "delicatus miles", de aquel soldado afeminado que quería vencer sin combatir o a la del ingenuo que acepta una insidiosa "mano tendida" sin darse cuenta de que esta mano le arrastrará luego a pasar el Rubicón hacia el error y la injusticia. La primera falla de estos tales está en no aceptar las "armas veritatis", las armas de la verdad y las enseñanzas de los Romanos Pontífices en éste último siglo –y de modo particular el Pontífice reinante Pío XII– han dirigido al respecto a los católicos con Encíclicas, Alocuciones y toda clase de actos de magisterio. 3

Esos, para justificarse, afirman que el conjunto de enseñanzas de la Iglesia figura una parte permanente y otra caduca o pasajera reflejo, esta última, de las circunstancias particulares de los tiempos. Más extienden lo último incluso a los principios establecidos en los documentos pontificios, acerca de los cuales se mantiene constante la enseñanza de los Papas, y que forman parte del patrimonio de la doctrina católica. En ésta materia no es aplicable la teoría del péndulo, introducida por algunos escritores al estimar el alcance de las Encíclicas en las diversas épocas. "La Iglesia –se ha llegado a escribir– acompasa la historia del Mundo al modo de un péndulo oscilante que, cuidadoso de guardar la medida, mantiene su propio movimiento invirtiéndolo de sentido cuando juzga alcanzada la máxima amplitud… Podría hacerse toda una historia de las Encíclicas desde este punto de vista: así en materia de Estudios bíblicos: Divino Afflante Spiritu sucede a Spiritus Paraclitus, a Providentissimus. En materia de Teología o de Política: Summi Pontificatus, Non abbiamo bisogno, Ubi arcano Dei, suceden a Inmortale Dei" (cfr. Temoignage chretien. 1 de setiembre de 1950).

Si se entendiese lo anterior en el sentido de que los principios generales y fundamentales del derecho público eclesiástico, solemnemente afirmados en la Encíclica Inmortale Dei se limitan reflejar unos momentos históricos del pasado, mientras que después el péndulo de las enseñanzas pontificias en las Encíclicas de Pío XI y Pío XII habría pasado, en su "reversement", a posiciones diversas, habría que juzgarlo totalmente erróneo; no solo porque no corresponde, de hecho al contenido de las Encíclicas mismas, sino también porque es inadmisible en correcta doctrina. El Pontífice reinante nos enseña, en efecto, en la Humani generis cómo debemos aclarar en las Encíclicas el magisterio ordinario de la Iglesia: "Ni hay que creer que las enseñanzas contenidas en las Encíclicas no exijan de por sí el asentimiento, bajo pretexto de que en ellas no ejercen los Papas el poder de su Magisterio supremo. Porque enseñan esto por el Magisterio ordinario, acerca del cual tiene también valor aquello: "Quien a vosotros oye, a Mi me oye"; y las más de las veces, cuando viene propuesto e inculcado en las Encíclicas pertenece ya por otras razones al patrimonio de la doctrina católica".

Por miedo a la acusación de que quiere volver a la Edad Media, algunos escritores nuestros no se atreven a mantener que las posiciones doctrinales que están constantemente afirmadas en las Encíclicas pertenecen a la vida y al derecho de la Iglesia de todos los tiempos. Para ellos vale la admonición de León XIII, quien, al recomendar la concordia y la unidad al combatir el error, añade: "Y en esto hay que evitar que nadie entre en connivencia de manera alguna con las opiniones falsas, o les resista más blandamente de lo que consiente la verdad".
Negrita
DEBERES DEL ESTADO CATÓLICO

Tratada ya esta cuestión particular al deber de asentir a las enseñanzas de la Iglesia, aun en su Magisterio ordinario, pasemos a una cuestión práctica que, en términos vulgares, podríamos llamar "candente", a saber: la cuestión de un Estado católico y de las consecuencias que de ello se siguen con respecto a los cultos no católicos. Es sabido que, en algunos países con absoluta mayoría de población católica, la Religión católica está proclamada Religión del Estado en las Constituciones respectivas. Citaremos, a modo de ejemplo, el caso más típico, a saber: el de España. En el "Fuero de los Españoles", carta fundamental de los derechos y deberes del ciudadano español, en su artículo 6° se establece cuando sigue: "La profesión y práctica de la religión católica, que es la del Estado español gozará de la protección oficial". "Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni en el ejercicio privado de su culto". "No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión católica". Esto ha levantado protestas de muchos no católicos e incrédulos; pero, lo que es más desagradable, lo consideran un anacronismo algunos católicos también, pensando que la Iglesia puede convivir pacíficamente y gozar de la plena posesión de sus derechos, en el Estado laico, incluso compuesto por católicos.

Conocida es la controversia, desarrollada recientemente en un país de ultramar, ente dos autores de opuestas tendencias, en el cual el que sostenía la tesis citada afirma:
1. El Estado, propiamente hablando, no puede realizar actos religiosos, (pues el Estado es mero símbolo, o conjunto de instituciones).
2. "Una inherencia inmediata del orden de la verdad ética y teológica al de la ley constitucional es, en principio, dialécticamente inadmisible". Es decir, que la obligación del Estado a dar culto a Dios no podría entrar nunca a formar parte de la esfera constitucional.
3. Finalmente, incluso para un Estado compuesto por católicos no hay obligación alguna de que profese la Religión católica; y en cuanto a la obligación de protegerla, ésta no es eficaz más que en determinadas circunstancias, precisamente cuando la libertad de la Iglesia no puede garantizarse por otros medios. A causa de esto, tienen lugar muchos ataques a la enseñanza expuesta en los manuales de derecho público eclesiástico, sin parar mientes en que, tales enseñanzas se basan, en su máxima parte, en la doctrina expuesta en los documentos pontificios.

Ahora bien. Si hay verdad cierta e indiscutible entre los principios generales del derecho público eclesiástico es la del deber de los gobernantes, en un Estado compuesto en su casi totalidad por católicos y, consiguiente y coherentemente, gobernado por católicos, de informar la legislación en sentido católico. Lo que implica tres inmediatas consecuencias:

1. La profesión social y no solamente privada de la religión del pueblo.
2. La inspiración cristiana de la legislación.
3. La defensa del patrimonio religioso del pueblo contra cualquier asalto de quien quisiera robarle el tesoro de su fe y de la paz religiosa.

He dicho en primer lugar que el Estado tiene el deber de profesar: incluso socialmente su religión. "Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios unidos en sociedad que cada uno de por sí; ni está la Sociedad menos obligada que los particulares a dar gracias al Supremo Hacedor, que la formó y compaginó, que pródigo la conserva y benéfico le otorga innumerable copia de bienes. De este modo, así como a ningún individuo es lícito descuidar sus deberes para con Dios y para con la Religión con la que Dios quiere ser honrado, de la misma manera "no pueden las Sociedades políticas obrar lícitamente como si Dios no existiese, a volver la espalda a la Religión como si les fuera extraña o inútil". "Pío XII refuerza tales enseñanzas, condenando el error contenido en aquellas concepciones que no dudan en desligar la autoridad civil de cualquier dependencia con respecto al Ser supremo. (Causa primera y Señor absoluto lo mismo del hombre que de la Sociedad); así como de todo lazo de ley trascendente derivada de Dios como de su fuente primera; concediéndole facultad ilimitada de acción, abandonándola a las ondas mudables del arbitrio o únicamente a los dictámenes de exigencias históricas contingentes y de intereses relativos". (Summi Pontificatus, A.C.E. pág. 395. a: párr. 22).

Y, prosiguiendo el Augusto Pontífice pone en evidencia qué consecuencias tan desastrosas se siguen de tal error incluso para la libertad y los derechos del hombre: "Renegando en tal modo de la autoridad de Dios y del imperio de su ley, el poder civil, por consecuencia ineluctable, tiende a apropiarse aquella absoluta autonomía que sólo compete al supremo Hacedor y a hacer las veces del Omnipotente, elevando el Estado a la colectividad a fin último de la vida, a supremo criterio del orden moral y jurídico" (Summi Pontificatus, A.C.E. pág. 395. a: párr. 23).

He dicho, en segundo lugar, que es deber de los gobernantes informar la propia actividad social y la legislación con los principios morales de la religión. Es una consecuencia del deber de religiosidad y de sumisión a Dios no sólo individualmente sino también socialmente; y ello con segura ventaja para el bienestar del pueblo. Contra el agnosticismo moral y religioso del Estado cristiano en su Augusta Carta del 19 de octubre de 1945 a la XIX Semana Social de los católicos italianos, en la cual se debía estudiar precisamente el problema de la nueva Constitución. 5
"Si bien se reflexiona sobre las consecuencias deletéreas que una Constitución que, abandona la "piedra angular" de la concepción cristiana de la vida, intentase fundarse en el agnosticismo moral y religioso, acarrearía a la sociedad y su discurrir histórico, todo católico comprenderá que en ese momento la cuestión que, de preferencia a cualquier otra, ha de atraer su atención y estimular su actividad, consiste en asegurar a la presente generación y a las futuras el beneficio de una ley fundamental del Estado que no se oponga a los sanos principios religiosos y morales, antes al contrario tome de ellos una vigorosa inspiración, proclamando y persiguiendo sabiamente a los altos fines a que aquellos se ordenan" (Acta ap. Sed. Vol. 37. p. 274). "El Sumo Pontífice, a este respecto, no ha dejado de tributar las debidas alabanzas a la sabiduría de aquellos gobernantes que, o bien favorecen siempre, o de nuevo supieron honrar, con ventaja del pueblo, los valores de la civilización cristiana, por medio de felices relaciones entre la Iglesia y el Estado, tutelando la santidad del matrimonio y la educación religiosa de la juventud" (Radio-Mensaje de Navidad de 1941. Cir. Ecclesia núm. 25, 3 enero 1947).

En tercer lugar, he dicho que es deber de los gobernantes de un Estado católico impedir toda ruptura de la unidad religiosa de un pueblo que se siente unánimemente en posesión segura de la verdad religiosa. Sobre este punto, son numerosos los documentos en los que el Santo Padre afirma los principios enunciados por sus predecesores, especialmente por León XIII. Al condenar el indiferentismo religioso del Estado, León XIII, mientras en la Encíclica "Inmortale Dei" recurre al derecho divino, en la Encíclica "Libertas" recurre además a los principios de justicia y a la razón. En la "Inmortale Dei" pone en evidencia que los gobernantes no pueden "otorgar indiferentemente carta de vecindad a los varios cultos", porque –argumenta– están obligados, en el culto divino, a profesar aquella ley y aquellas prácticas con que Dios mismo ha mostrado que quiere ser honrado: "quo coli se Deus ipse demostravit velle" ("Inmortale Dei", loc. cit. supra). Y en la Encíclica "Libertas" inculca, apelando a la justicia y a la razón: "Veda, pues, la justicia, y védalo también la razón que el Estado sea ateo o lo que viene a parar en el ateísmo, que se comporte de igual modo con respecto a las varias que llaman religiones concediendo a todos indiferentemente los mismos derechos" ("Libertas". A.C.E. pág. 197, 26).

El Papa invoca la justicia y la razón, porque no es justo atribuir los mismos derechos al bien y al mal, la verdad y el error. Y la razón se rebela al pensar que, por referencias a las exigencias de una pequeña minoría, se lesionen los derechos, la fe y la conciencia de la casi totalidad del pueblo, y se le traicione permitiendo a los que indican contra su fe de introducir en medio de él la escisión con todas las consecuencias de la lucha religiosa.

FIJEZA DE LOS PRINCIPIOS

Estos principios son sólidos e inmutables: valieron en tiempos de Inocencio III, de Bonifacio VIII; valen en tiempos de León XIII y de Pío XII, que los ha confirmado en más de un Documento. Por esto Él, con severa firmeza ha vuelto a llamar a los gobernantes al cumplimiento de sus deberes, invocando la admonición del Espíritu Santo, que no conoce límites de tiempo: "Debemos pedir con insistencia a Dios –dice Pío XII en la Encíclica "Mystici corporis" – que cuantos desempeñan el gobierno de los pueblos amen la sabiduría para que no recaiga nunca sobre ellos esta gravísima sentencia del Espíritu Santo": "El Altísimo examinará vuestras obras y escrutará vuestros pensamientos; ya que, ministros de su reino no habéis gobernado rectamente, ni habéis observado la ley de la justicia, ni habéis caminado según el beneplácito de Dios. Terrible y veloz caerá sobre vosotros, ya que se hará rigurosísimo juicio de aquellos que están en lo alto: pues el pequeño hallará misericordia, pero los poderosos serán poderosamente atormentados. Pues el Señor de todos no hace acepción ni teme el poder de nadie, pues ha creado igualmente al grande y al pequeño y cuida igualmente de todos" (Sap. 6, 3-7; apud. Pío XII, Encíclica "Mystici Corporis". Ed. Cit., p.p. 59-60).

Refiriéndome, pues, a cuanto he dicho más arriba sobre la concordia de las Encíclicas puesta en cuestión, estoy cierto de que nadie podrá demostrar la menor oscilación, en materia de estos principios, entre la "Summi Pontificatus" de Pío XII, las Encíclicas de Pío XI "Divini Redemptoris" contra el comunismo, "Mit brennender Sorge" contra el nazismo, "Non abbiamo bisogno" contra el monopolio estatal del laicismo y las precedentes Encíclicas de León XIII "Inmortale Dei", "Libertas" y "Sapientiæ Christianæ". "Las últimas y más profundas normas, que son piedra fundamental de la Sociedad –proclama el Augusto Pontífice en el Radio-Mensaje de Navidad de 1942– no pueden ser modificados por la intervención de ingenio humano alguno; podrán ser negadas, ignoradas, despreciadas, transgredidas, pero nunca abrogadas con eficacia jurídica". (Cfr. Ecclesia. Núm. 79; 16 enero 1943).

LOS DERECHOS DE LA VERDAD

Pero aquí es preciso resolver otra cuestión, o mejor, una dificultad, tan especiosa que, a primera vista, parecería insoluble. Se objeta: vosotros sostenéis dos criterios o normas de acción diversos según os conviene: en países católicos, sostenéis la idea del estado confesional, con el deber de protección exclusiva de la religión católica; viceversa, donde sois minoría, reclamáis el derecho a la tolerancia o, francamente, a la paridad de los cultos. Por lo tanto, tenéis dos pesas y dos medidas: una verdadera duplicidad embarazosa, de la cual los católicos que toman en cuenta el desarrollo actual de la civilización quieren desembarazarse. Pues bien: justamente dos pesas y dos medidas es preciso usar: uno para la verdad, otro para el error. Los hombres, que se sienten en posesión segura de la verdad y de la justicia, no se avienen a transacciones. Exigen el pleno respeto de sus derechos. Aquellos, en cambio, que no se sienten seguros en la posesión de la verdad, ¿cómo pueden exigir el dominio de la situación sin compartirlo con quienes proclaman el respeto de los propios derechos basándose en otros principios?

El concepto de igualdad de cultos o de tolerancia es un producto del libre examen y de la multiplicidad de confesiones. Es una lógica consecuencia de las opiniones de quienes en materia de religión, sostienen que no hay lugar para dogma alguno y que la sola conciencia de cada individuo es criterio y norma para la profesión de la fe y el ejercicio del culto. Ahora bien: en aquellos países donde vigen tales teorías, ¿es de maravillar que la Iglesia católica procure tener un lugar para el desarrollo de su divina misión, y trate de hacerse reconocer aquellos derechos que, por lógica consecuencia de los principios adoptados en la legislación de los países, puede reclamar? Ella querría hablar y reclamar en nombre de Dios: pero en estos pueblos no se reconoce la exclusividad de su misión. Entonces, se contenta con reclamar en nombre de aquella tolerancia, de aquella paridad y de aquellas garantías comunes en que se inspiran las legislaciones de los países en cuestión.

Cuando, en 1949, se reunió en Amsterdam un Congreso de varias Iglesias heterodoxas para el progreso del movimiento ecuménico, estaban representadas en el mismo unas 146 iglesias o confesiones diversas. Los delegados presentes pertenecían a 50 naciones: había calvinistas, luteranos, coptos, viejos católicos, anabaptistas, valdenses, metodistas, episcopalianos, presbiteranos, del rito malabar, adventistas, etc. La Iglesia católica, que se siente ya en posesión segura de la verdad y de la unidad, no debía, lógicamente, estar presente para buscar la unidad que los otros no tienen. Pues bien: después de tantas discusiones, los reunidos no se hallaron acordes ni tan siquiera para una común celebración final del banquete eucarístico, que debía ser el símbolo de su unión, ya que no en la fe, por lo menos en la caridad; hasta el punto de que en la sesión plenaria del 23 de agosto de 1949 el doctor Kraemer, calvinista holandés y después director del nuevo instituto Ecuménico de Celigny, en Suiza, hacía observar que habría sido mejor omitir toda cena eucarística en lugar de tanta división, haciendo muchas cenas separadas.

En tal estado de cosas –digo yo–, ¿podría una de estas confesiones, si conviene con las otras o incluso predomina sobre ellas en un Estado, asumir una postura intransigente, y exigir lo que la Iglesia católica reclama de gran mayoría católica? ¡Nos es pues maravilla que la Iglesia invoque por lo menos los derechos del hombre cuándo se desconocen los derechos de Dios! Así lo hizo en los primeros siglos del cristianismo, frente al imperio y al mundo pagano; así continúa haciéndolo hoy, especialmente donde se niega todo derecho religioso, como en los países sometidos a la dominación soviética.

El Pontífice reinante, ante la persecución de que son objeto todos los cristianos –y en primer lugar– los católicos, ¿cómo podía no apelar a los derechos del hombre, a la tolerancia, a la libertad de conciencia, cuando incluso de estos derechos se hace tan deplorable escarnio? 7
Tales derechos del hombre, el Papa los reivindicó para todos los campos de la vida individual y social, en su mensaje de Navidad de 1942, y más recientemente, en el Mensaje de Navidad de 1952, a propósito de los sufrimientos de la "Iglesia del silencio". Aparece pues claro, en consecuencia, con cuanto sin razón se quiere hacer creer que el reconocimiento de los derechos de Dios y de la Iglesia que tenían lugar en el pasado es inconciliable con la civilización moderna, como si fuese un retroceso aceptar los justo y verdadero de todos los tiempos. A un retorno de la Edad Media alude, por ejemplo, el siguiente texto de un conocido autor: "La Iglesia católica insiste sobre el principio de que la verdad ha de tener preferencia sobre el error, y que la verdadera religión, cuando es conocida, debe ser ayudada en su misión espiritual con preferencia a las religiones cuyo mensaje es más o menos defectuoso, y en las que el error se mezcla con la verdad. Sin embargo, sería muy falso concluir de ello que este principio no tiene otra posible aplicación más que reclamando para la verdadera religión los favores de un poder absolutista, o la asistencia de "dragonadas" o reivindicando la Iglesia católica de las sociedades modernas los privilegios de que disfrutaba en una civilización de tipo sacral, como en la Edad Media". Para cumplir el propio deber, un gobernante católico de un Estado no tiene necesidad de ser un absolutista, ni un mero policía, ni un sacristán, ni de retroceder a la civilización de la Edad Media.

Otro autor objeta: "Casi todos aquellos que trataban hasta la fecha de reflexionar y examinar el problema del "pluralismo religioso" chocaban con un peligroso axioma, a saber: que la verdad sola tiene derechos, mientras que el error no tiene ninguno. De hecho, todos estamos de acuerdo hoy en reconocer que éste axioma es falaz, no porque queramos reconocer derechos al error, sino, simplemente, nos acogemos a esta verdad de Pero Grullo de que ni el error ni la verdad –que no son más que abstracciones– son objeto de derecho, o son capaces de tener derechos, esto es, de crear deberes exigibles de persona a persona".

Me parece, en cambio, que la verdad de Pero Grullo consiste más bien en esto, a saber: que los derechos en cuestión tienen un óptimo sujeto en los individuos que se encuentran en posesión de la verdad, y que no pueden exigirlos iguales los individuos amparándose en el error. Ahora bien: en las Encíclicas citadas por nosotros resulta que le primer sujeto de tales derechos es el propio Dios; de lo que sigue que únicamente están en el verdadero derecho quienes obedecen sus mandatos y están en su verdad y en su justicia. En conclusión, la síntesis de la doctrina de la Iglesia en esta materia, ha ido, incluso en nuestros días, clarísimamente expuesta en la carta que la Sagrada Congregación de Seminarios y de Universidades de Estudios mandada a los Obispos del Brasil el 7 de marzo de 1950. Esta carta, que continuamente invoca las enseñanzas de Pío XII, pone en guardia, ente otras cosas, contra los errores del renaciente liberalismo católico, el cual "admite y alienta la separación de los Poderes. "Niega a la Iglesia cualquier poder directo en materia mixta, afirma que el Estado ha de mostrarse indiferente en materia religiosa, y reconocer la misma libertad a la verdad y al error. No competen a la Iglesia privilegios, favores o derechos superiores a los que reconocen a las demás confesiones religiosas en otros países católicos, y así sucesivamente".

CONTRASTE DE LEGISLACIONES
Negrita
Tratada la cuestión desde el aspecto doctrinal y jurídico, ruego se me permita hacer un pequeño "excursus" de carácter práctico. Quiero hablar de la diferencia y de la desproporción entre el clamor levantado contra los principios expuestos, aplicados a la Constitución española, y el escaso resentimiento que, viceversa, ha demostrado todo el mundo laicista por el sistema legislativo soviético, opresivo de toda religión. Y sin embargo, son testimonio de las consecuencias de aquel sistema los mártires que languidecen en los campos de concentración, en las estepas de Siberia, en las cárceles, sin contar la multitud de aquellos que han experimentado con la vida y con toda su sangre, hasta el extremo, la iniquidad de tal sistema. El artículo 124 de la Constitución staliniana, promulgado en 1936, e íntimamente conexo con las leyes sobre Asociaciones religiosas de los años 1929 y 1932, dice textualmente:
"Con el fin de asegurar a los ciudadanos la libertad de conciencia, la Iglesia está separada del Estado y la escuela de la Iglesia. La libertad de religión, así como la de hacer propaganda antirreligiosa se reconocen a todos los ciudadanos". Aparte de la ofensa hecha a Dios, a toda religión y a la conciencia de los creyentes, garantizando la constitución la plena libertad de propaganda antirreligiosa –propaganda que se ejerce del modo más licencioso–, es preciso puntualizar en qué consiste la famosa libertad de fe garantizada por la ley bolchevique. Las normas vigentes que regulan el ejercicio de los cultos, se recogen en la ley del 18 de mayo de 1929, la cual da la interpretación del artículo correspondiente de la Constitución de 1918, y cuyo espíritu informa el artículo 124 de la Constitución actual.

Se niega toda posibilidad de propaganda religiosa y se garantiza tan sólo la propaganda antirreligiosa. En lo referente al culto, se autoriza tan sólo en el interior de los templos: se prohíbe toda posibilidad de formación religiosa, sea con discursos, sea con la prensa, con diarios, libros, opúsculos, etc.; se impide cualquier iniciativa social y caritativa, y los organizadores que aspiran a este ideal están privados de cualquier derecho fundamental de propagarse para bien del prójimo. En prueba de ello, basta leer la exposición sintética que de tal estado de cosas hace un ruso soviético. Orleanskij, en su opúsculo acerca de la "Ley sobre las asociaciones religiosas en la República Socialista Federal Soviética Rusa" (Moscú, 1930. p. 224). "Libertad de profesión religiosa significa que la acción de los creyentes en la profesión de los propios dogmas religiosos se limita al mismo ambiente de los creyentes y se considera como estrechamente ligada con el culto religioso de una u otra religión tolerada en nuestro Estado… En consecuencia cualquier actividad propagandista y agitadora departe de hombres de Iglesia o religiosos –y mucho más de misioneros– no puede considerarse como actividad que les sea permitida por la ley de asociaciones religiosas, antes bien se considera que traspasa los límites de la libertad religiosa tutelada por la ley y deviene, por lo mismo, objeto de las leyes penales y civiles en cuanto las contraiga". La lucha contra la religión, además, la lleva el Estado incluso al campo de todas aquellas actividades que la práctica del Evangelio trae consigo, sea con respecto a la moral, sea con respecto a las relaciones sociales entre los hombres.

Los soviéticos han comprendido muy bien que la religión está íntimamente ligada con la vida de cada uno así como la colectividad; de ahí que, para combatir la religión, sofocan todas sus actividades en el campo educativo, moral y social. He ahí, al respecto, el testimonio de un soviético: "El propagandista antirreligioso (dice el autor del artículo "Constitución staliniana y libertad de conciencia", en Sputnik Antireligioznika, Moscú, 1939, págs. 131-133) ha de recordar que la legislación soviética, aún reconociendo a todo ciudadano la libertad de realizar actos de culto, limita la actividad de las organizaciones religiosas, que no tienen el derecho de inmiscuirse en la vida político-social de la U.R.R.S. Las asociaciones pueden única y exclusivamente ocuparse de los asuntos referentes al ejercicio de su culto, y nada más. Los presbíteros no pueden dar a la luz publicaciones oscurantistas, hacer propaganda en fábricas u oficinas, en el Kolchoz, en el Sovchoz, en los clubs, en las escuelas, etc., de sus ideas reaccionarias y anticientíficas. Según la ley de 8 de abril de 1929, se prohíbe a las Asociaciones religiosas fundar Cajas de socorros mutuos, Cooperativas, Sociedades de producción y, en general, servirse de los bienes que se encuentran a su disposición para otros propósitos que no caigan en el ámbito de las necesidades religiosas". Antes, pues, de lanzar la piedra contra los gobernantes católicos, que cumplen con su deber con respecto a la religión de sus ciudadanos, los tutores de los "derechos del hombre" deberían preocuparse de una situación tan injuriosa para la dignidad del hombre, sea la que sea la religión a la que pertenezca, por parte de un poder tiránico, ¡cuyo peso carga sobre una tercera parte de la población mundial!
Negrita
CULTOS TOLERADOS

Ahora bien, la Iglesia reconoce, sin embargo, la necesidad de que pueden encontrarse algunos gobernantes de países católicos de tener que conceder, por razones gravísimas, la tolerancia a otros cultos. "En verdad –enseña León XIII–, aunque la Iglesia juzga no ser lícito el que las diversas clases de y formas del culto divino gocen del mismo derecho que compete a la Religión verdadera, no por eso condena a los encargados del Gobierno de los Estados que, ya sea para conseguir un bien importante, ya que evitar algún grave mal, toleren en la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado". 9

Pero tolerancia no quiere decir libertad de propaganda, fomentadora de discordias religiosas y perturbadora de la segura y unánime posesión de la verdad y de la práctica religiosa en países como Italia, España y otros. Refiriéndose a las leyes italianas sobre "cultos admitidos", Pío XI escribía: "Cultos tolerados, permitidos, admitidos; no seremos Nos quien haga cuestión de palabras. La cuestión viene resuelta, no sin elegancia, distinguiendo ente texto estatutario y texto puramente legislativo: en aquél, de por sí más teórico y doctrinal, parece cuadrar mejor la palabra "tolerados": en éste, ordenado a la práctica, puede aceptarse "permitidos o admitidos", con tal que se entienda lealmente: es decir, con tal que quede clara y lealmente entendido que la Religión católica, y solamente ella, según el Estatuto y los Tratados, es la Religión del Estado; con las consecuencias lógicas y jurídicas de una tal situación de derecho constitucional, especialmente en orden a la propaganda… No es admisible que se interprete una libertad absoluta de discusión, de tal manera que se comprenda en la misma aquellas formas de discusión que pueden fácilmente engañar la buena fe de creyentes poco ilustrados, y que devienen fácilmente formas disimuladas de una propaganda que daña no menos fácilmente a la Religión del Estado, y por eso mismo, al propio Estado, especialmente en aquello que tiene de más sagrado la tradición del pueblo italiano y su unidad de más esencial". (Carta del 30 de mayo de 1929 al cardenal Gasparri sobre los tratados de Letrán).

Pero los acólitos que querrían venir a evangelizar los países de donde ha salido y por los que se ha difundido la luz del Evangelio, no se contentan con lo que la ley les concede antes bien quisieran, contra la ley y sin someterse a las modalidades prescritas, tener plena licencia de romper la unidad religiosa de los pueblos católicos. Y se lamentan si los Gobiernos cierran capillas abiertas, en definitiva, sin la debida autorización, o expulsan a los que se dicen "misioneros", que entraron en el país por fines diversos a los declarados para obtener los permisos. Es significativo, además, que en esta campaña cuenten entre sus más fuertes aliados y defensores a los comunistas; los cuales, mientras en Rusia prohíben toda propaganda religiosa y lo establecen así en el artículo de la Constitución que hemos citado, son, en cambio, colosísimos en la apología de todas las formas de propaganda protestante en Países católicos. Y hasta en los Estados Unidos de América, donde muchos hermanos disiden, les ignoran algunas circunstancias de hecho o de derecho referentes a nuestros Países, hoy quien imita el celo de los comunistas para protestar con continuo clamoreo contra la llamada intolerancia en daño de los misioneros enviados para "evangelizarnos". Pero –por favor–, ¿por qué debería negarse a las autoridades italianas hacer en sus casa lo mismo que las autoridades americanas hacen en su País, cuando aplican, "in virga ferrea", leyes tendientes a impedir el ingreso en su territorio o incluso a expulsar del mismo a quienes son considerados como peligrosos con respecto a ciertas ideologías y nocivos a los libros, tradiciones e instituciones de la patria? Por otra parte, si los creyentes que, allende el Océano, recogen fondos para sus misioneros y para los neófitos conquistados por ellos, supiesen que la mayor parte de tales "conversos" son auténticos comunistas, a los cuales no importa poco ni mucho la religión a no ser cuando se trata de atacar el catolicismo, mientras en cambio les importa muy mucho usufructuar los donativos que llegan copiosamente de ultramar, creo que lo pensarían dos veces antes de enviar lo que, en última instancia, acabará por alentar el comunismo.

EN EL TEMPLO Y FUERA DEL TEMPLO

Una última cuestión, que frecuentemente recobra actualidad. Trátase de la pretensión de aquellos que querrían Negritaser ellos quienes determinasen, según el propio arbitrio o las propias teorías, la esfera de acción y de competencia de la Iglesia, para poder acusarla, cuando traspasara dicha esfera, de "meterse en política". Tal es la pretensión de cuantos quisieran encerrar a la Iglesia entre las cuatro paredes del templo, separando la religión de la vida, la Iglesia del mundo.

Ahora bien. Más que a las pretensiones de los hombres, la Iglesia debe atenerse a los mandatos divinos. "Prædicate Evagelium omni creaturas", "Predicad el Evangelio a toda criatura". Y la Buena Nueva se refiere a toda la Revelación, con todas las consecuencias que esto entraña para la conducta moral del hombre, considerado en sí mismo, en la vida familiar, con respecto al bien de la "polis". "Religión y moral –enseña el Augusto Pontífice– constituyen en su íntima unión un todo indivisible; el orden moral, los Mandamientos de la Ley de Dios, valen igualmente para todos los campos de la actividad humana, sin excepción; más, hasta donde ellos se extiendan, hasta allí se extiende también la misión de la Iglesia y, por lo tanto, la palabra del Sacerdote, su enseñanza, sus amonestaciones, sus consejos a los fieles confiados a su cuidado. "La separación entre la Religión y la vida, entre la Iglesia y el mundo, es contraria a la idea cristiana y católica".

En particular, con apostólica firmeza, el Santo Padre prosigue: "El ejercicio del derecho de voto es un acto de grave responsabilidad moral, por lo menos cuando se trata de elegir aquellos que están llamados a dar al País su Constitución y sus leyes, en especial las referentes, por ejemplo, a la santificación de las fiestas, al matrimonio, la familia, la escuela, la regulación equitativa de las múltiples condiciones sociales. Compete por lo mismo a la Iglesia explicar a los fieles los deberes morales que derivan de aquel derecho electoral". Y esto, no ya por ambición de ventajas terrenas, no para arrebatar a la autoridad civil un poder al que Ella no debe ni puede aspirar –"Non eripit mortalia qui regna dai cælesti" –, sino por el Reino de Cristo, para que sea una realidad la "Pax Christi in Regno Christi", la "Paz de Cristo en el reino de Cristo"; por eso, la Iglesia no dejará de predicar, enseñar y luchar hasta la victoria. Por este mismo fin, Ella sufre, llora y derrama su sangre. Pero el camino del sacrificio es justamente aquel por el cual la Iglesia suele llegar a sus triunfos.

Así nos lo recordaba Pío XII en su Radiomensaje de Navidad de 1941: "Nos miramos hoy, amados hijos, al Hombre-Dios, nacido en una gruta para elevar de nuevo al hombre a aquella grandeza de la que por su culpa había caído, y colocarle otra vez en el trono de libertad, de justicia y de honor que los siglos de los falsos dioses le negaron. Pena de ese trono será el Calvario; su ornato, no el oro y la plata, sino la Sangre de Cristo, Sangre divina que desde hace veinte siglos se está derramando sobre el mundo y empurpura el rostro de su Esposa la Iglesia; y que, purificando, consagrando, santificando y glorificando a sus hijos, deviene candor celestial. "¡Oh Roma cristiana, aquella Sangre es tu vida!"

S.E.R Alfredo Cardenal Ottaviani

Tomado de Stat Veritas

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...