miércoles, 27 de enero de 2010

Constitución Apostólica “Quo Graviora” (Condenando la Francmasonería) -SS León XII


“Cuantos más graves son los males que aquejan a la grey de Jesucristo nuestro Dios y Salvador, tanto más deben cuidar de librarla de ellos los Pontífices romanos, a quienes, en la persona de Pedro príncipe de los Apóstoles, se confió la solicitud y el poder de apacentarla. Corresponde pues a los Pontífices, como a los que están puestos por primeros centinelas para seguridad de la Iglesia, observar desde más lejos los lazos con que los enemigos del nombre cristiano procuran exterminar la Iglesia de Jesucristo, a lo que nunca llegarán, e indicar estos lazos a fin de que los fieles se guarden de ellos y pueda la autoridad neutralizarlos y aniquilarlos. Y por eso, conociendo nuestros predecesores que tenían este deber, fueron siempre vigilantes como el Buen Pastor; y con sus exhortaciones, doctrinas, decretos y a riesgo de la propia vida, no cesaron de ocuparse en la represión y extinción total de las sectas que amenazan a la Iglesia con una entera ruina.

No solo se encuentra esta solicitud de los Sumos Pontífices en los antiguos anales de la cristiandad, sino que brilla todavía en todo lo que en nuestro tiempo y en el de nuestros padres han estado haciendo constantemente para oponerse a las sectas clandestinas de los culpables, que en contradicción con Jesucristo, están prontos a toda clase de maldades.

Cuando nuestro predecesor, Clemente XII vio que echaba raíces y crecía diariamente la secta llamada de los francmasones, o con cualquier otro nombre, conoció por muchas razones que era sospechosa y completamente enemiga de la Iglesia católica, y la condenó con una elocuente constitución expedida el 28 de abril de 1738, la cual comienza: “In Eminenti” (continúa la transcripción de la Encíclica).

No parecieron suficientes todas estas precauciones a Benedicto XIV, también predecesor nuestro de venerable memoria. Muchos decían que no habiendo confirmado expresamente Benedicto las letras de Clemente, muerto pocos años antes, no subsistía ya la pena de excomunión. Era seguramente absurdo pretender que se reducen a nada las leyes de los Pontífices anteriores, no siendo expresamente aprobadas por los sucesores; por otra parte era manifiesto que la Constitución de Clemente había sido confirmada por Benedicto diferentes veces. Con todo eso, pensó Benedicto que debía privar a los sectarios de tal argucia mediante la nueva Constitución expedida el 18 de mayo de 1751, y publicada el 2 de junio siguiente y que comienza “Providas”, y en la que Benedicto confirma la Constitución de Clemente, copiándola al pie de la letra (transcribe también León XII, la referida Encíclica).

Ojalá los gobernantes de entonces hubiesen tenido en cuenta esos decretos que exigía la salvación de la Iglesia y del Estado. Ojalá se hubiesen creído obligados a reconocer en los romanos Pontífices, sucesores de San Pedro, no solo los pastores y jefes de toda la Iglesia, sino también los infatigables defensores de la dignidad y los diligentes descubridores de los peligros de los príncipes. Ojalá hubiesen empleado su poder en destruir las sectas cuyos pestilenciales designios les había descubierto la Santa Sede Apostólica. Habrían acabado con ellas desde entonces. Pero fuese por el fraude de los sectarios, que ocultan con mucho cuidado sus secretos, fuese por las imprudentes convicciones de algunos soberanos que pensaron que no había en ello cosa que mereciese su atención ni debiesen perseguir; no tuvieron temor alguno de las sectas masónicas, y de ahí resultó que naciera gran número de otras más audaces y más malvadas. Pareció entonces que en cierto modo, la secta de los Carbonarios las encerraba todas en su seno. Pasaba ésta por ser la principal en Italia y otros países; estaba dividida en muchas ramas que solo se diferencian en el nombre, y le dio por atacar a la religión católica y a toda soberanía legítima. Para libertar de esta calamidad a Italia y a otras regiones, y aún a los Estados romanos (porque al cesar por tanto tiempo el gobierno pontificio, se introdujo la secta con los extranjeros que invadieron el país), nuestro inmediato predecesor Pío VII, de feliz recordación, condenó bajo penas gravísimas, las sectas de los Carbonarios, cuales quiera que fuesen el nombre con que, en razón de los lugares, idiomas y personas, se distinguiesen, en la Constitución del 13 de septiembre de 1821 que empieza: “Ecclesiam a Jesu Christo”, y que vamos a copiar (se transcribe a continuación la Encíclica mencionada).

Hacía poco tiempo que esta Bula había sido publicada por Pío VII, cuando hemos sido llamados, a pesar de la flaqueza de nuestros méritos, a sucederle en el cargo de la Sede Apostólica. Entonces, también Nosotros nos hemos aplicado a examinar el estado, el número y las fuerzas de esas asociaciones secretas, y hemos comprobado fácilmente que su audacia se ha acrecentado por las nuevas sectas que se les han incorporado.

Particularmente es aquella designada bajo el nombre de Universitaria sobre la que Nosotros ponemos nuestra atención; ella se ha instalado en numerosas Universidades donde los jóvenes, en lugar de ser instruidos, son pervertidos y moldeados en todos los crímenes por algunos profesores, iniciados no solo en estos misterios que podríamos llamar misterios de iniquidad, sino también en todo género de maldades.

De ahí que las sectas secretas, desde que fueron toleradas, han encendido la tea de la rebelión . Esperábase que al cabo de tantas victorias alcanzadas en Europa por príncipes poderosos serían reprimidos los esfuerzos de los malvados, más no lo fueron; antes por el contrario, en las regiones donde se calmaron las primeras tempestades, ¡cuánto no se temen ya nuevos disturbios y sediciones, que estas sectas provocan con su audacia o su astucia! Qué espanto no inspiran esos impíos puñales que se clavan en el pecho de los que están destinados a la muerte y caen sin saber quién les ha herido. A qué trabajos tan grandes no están condenados los que gobiernan estos países para mantener en ellos la tranquilidad pública.

De ahí los atroces males que carcomen a la Iglesia y que no podemos recordar sin dolor y lágrimas. Se ha perdido toda vergüenza; se ataca a los dogmas y preceptos más santos; se le quita su dignidad, y se perturba y destruye la poca calma y tranquilidad de que tendría la Iglesia tanto derecho a gozar.

Y no se crea que todos estos males y otros que no mentamos, se imputan sin razón y calumniosamente a esas sectas secretas. Los libros que esos sectarios han tenido la osadía de escribir sobre la Religión y los gobiernos, mofándose de la autoridad, blasfemando de la majestad, diciendo que Cristo es un escándalo o una necedad; enseñando frecuentemente que no hay Dios, y que el alma del hombre se acaba juntamente con su cuerpo; las reglas y los estatutos con que explican sus designios e instituciones, declaran desembozadamente que debemos atribuir a ellos los delitos ya mencionados y cuantos tienden a derribar las soberanía legítimas y destruir la Iglesia casi en sus cimientos. Se ha de tener también por cierto e indudable que, aunque diversas estas sectas en el nombre, se hallan no obstante unidas entre sí por un vínculo culpable de los más impuros designios.

Nosotros pues, pensamos que es obligación nuestra el volver a condenar estas sociedades secretas para que ninguna de ellas pueda pretender que no está comprendida en Nuestra sentencia apostólica y así se sirva de este pretexto para inducir a error a hombres fáciles de caer.

En consecuencia, oído el dictamen de Nuestros venerables hermanos los cardenales de la Santa Iglesia romana, y tam-bién de nuestro movimiento y después de una madura deliberación, por las presentes condenamos todas las sociedades secretas, tanto las que ahora existen como las que se formaren en adelante y se propusieren los crímenes que hemos señalado contra la Iglesia y las supremas autoridades temporales, sea cualquiera el nombre que tuviesen, y las prohibimos para siempre y bajo las penas infligidas en las Bulas de nuestros predecesores agregadas a la presente y que nosotros confirmamos.

Nosotros condenamos particularmente y declaramos nulos los juramentos impíos y culpables por los cuales aquéllos que ingresando en esas sociedades, se obligan a no revelar a ninguna persona lo que ellos tratan en las sectas y a condenar a muerte los miembros de la sociedad que llegan a revelarlo a los superiores eclesiásticos o laicos.

¿Acaso no es, en efecto, un crimen el tener como un lazo obligatorio un juramento, es decir un acto debido en estricta justicia, que lleva a cometer un asesinato, y a despreciar la autoridad de aquellos que, teniéndola carga del poder eclesiástico o civil, deben conocer todo lo que importa a la religión o a la sociedad, y aquello que puede significar un atentado a la tranquilidad? Los Padres del Concilio de Letrán han dicho con mucha sabiduría: “que no puede considerarse como juramento, sino como perjurio, en todo aquel que ha realizado una promesa en perjuicio de la Iglesia y con las reglas de la traición”…

A vosotros también, hijos queridos que profesáis la religión católica, Nosotros dirigimos particularmente Nuestras oraciones y exhortaciones. Evitad con cuidado eso que llaman la luz tenebrosa y las tinieblas luminosas. En efecto, ¿qué ventaja obtendréis de vincularos con hombres que ninguna cuenta tienen de Dios ni de los poderes, que le declaran la guerra por las intrigas y por las asambleas secretas, y que, aunque públicamente y en voz alta manifiesten que no quieren más que el bien de la Iglesia y de la sociedad, prueban por sus actos, que buscan la confusión por todas partes y dar vuelta todo?

En fin, Nos dirigimos con afecto a aquellos que, a pesar de las luces recibidas y la parte que ellos han tenido como don celestial y por gracia del Espíritu Santo, han tenido la desgracia de dejarse seducir y de entrar en estas asociaciones, sea en los grados inferiores, sean en los grados mas elevados. Nosotros que ocupamos el lugar de Aquél que ha dicho que no ha venido para llamar a los justos sino a los pecadores, y que se comparó al pastor que, abandonando el resto del rebaño, busca con inquietud la oveja que se había perdido, y los apresuramos y rogamos para retornar a Jesucristo. Sin duda, ellos han cometido un gran crimen; sin embargo no deben desesperar de la misericordia y de la clemencia de Dios y de su Hijo Jesucristo; que vuelvan a los caminos del Señor. El no los rechazará, sino que a semejanza del padre del hijo pródigo, abrirá sus brazos para recibirlos con ternura. Para hacer todo lo que esta en nuestro poder, y para hacerles más fácil el camino de la penitencia, suspendemos, durante el término de un año, a partir de la publicación de estas Letras Apostólicas, la obligación de denunciar a sus hermanos, y declaramos que pueden ser absueltos de las censuras sin igualmente denunciar sus cómplices, por cualquier confesor aprobado por los Ordinarios.

SS León XII – 13 de marzo de 1826

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