lunes, 1 de junio de 2009

Una, santa, católica y apostólica


El primer atributo de la Iglesia, la Unidad, tiene tres dimensiones: unidad de credo, unidad de autoridad y unidad de culto. Respecto a la primera, las verdades en las que creemos han sido dadas a conocer por N. S. Jesucristo, por lo que proceden directamente de Dios. El llamado juicio privado, por el que cada quien puede interpretar esas verdades según su criterio --esto es, que cada uno lea su Biblia, y el significado que quiera darle es el significado para esa persona--, contradice la unidad de credo según escribe San Pedro en su segunda carta (1, 19-21): “…Ante todo han de saber que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, pues nunca fue proferida alguna por voluntad humana, sino que, llevados del Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de Dios”. La postura del juicio privado ha llevado al relativismo y al pragmatismo, por el cual aquello que se llama bueno o verdadero es lo que aquí y ahora es útil para una sociedad, y es bueno o verdadero mientras continúa siendo útil.

Además de estar unidos por lo que creemos, también nos une la misma autoridad. Jesús designó a Pedro pastor supremo de sus ovejas, de manera que los sucesores del Apóstol fueran cabeza de la Iglesia y custodios de sus verdades hasta el fin de los tiempos. La lealtad al Obispo de Roma, el Papa, es el distintivo y prueba de nuestra unidad y filiación a la Iglesia de Cristo. Esta lealtad se expresa por la aceptación incondicional de sus exhortaciones y las enseñanzas que conocemos como el Magisterio de la Iglesia en todos los órdenes de la vida. Esto implica también la unidad de culto: tenemos un solo altar sobre el que todos los días se ofrece el santo sacrificio de la Misa, y en cualquier lugar del mundo se celebra de la misma manera, con las mismas palabras y las mismas lecturas.

Por otro lado, los argumentos más contundentes contra la Iglesia Católica siempre han sido –y siguen siendo– las vidas y ejemplos de católicos malos y laxos. Un católico tibio podría defender en un momento dado a la Virgen de Guadalupe y al Papa, pero momentos después acompañará a sus amigos al “téibol”; continuará intercambiando chismes y murmuraciones maliciosas; mintiendo a su familia para pasar el día en el “bingo” o en la infidelidad conyugal, promoviendo “trabajos” de hechicería o buscando la forma de no pagar las deudas. El mismo Jesús comparó a su Iglesia con la red que recoge peces malos y buenos (Mt 13, 47-50), y al campo en que la cizaña crece junto con el trigo (Mt 13, 24-30), por lo que no sorprende que en la Iglesia de Cristo haya miembros indignos.

Y sin embargo, Jesús señaló la santidad como una de las notas distintivas de su Iglesia. Es santa porque enseña una doctrina santa –revelada por Dios– que sigue la voluntad de Jesucristo, y porque proporciona los medios para que todos sus miembros puedan llevar una vida santa. Una prueba simple de esto son los santos, evidencia difícil de ignorar. Miles y miles de hombres, mujeres y niños han llevado una vida de santidad, desde los más remotos inicios de la Iglesia. Desde los primeros cristianos que servían de comida a los leones en el circo romano y se presentaban en sus mejores galas, coronados de flores y cantando, hasta nuestros días. Y siempre podría objetarse: “tú no puedes mostrarme un santo aquí y ahora”.

El tema de las santas y los santos históricos puede ser discutible. Pero el testimonio de católicos actuales puede ser incontrovertible. Nadie en su sano juicio podría permanecer sordo y ciego ante un católico que fuese una persona llena de virtudes cristianas: amable, paciente y amistoso; casto y reverente en la palabra; honrado, sincero y sencillo; generoso, sobrio, claro y limpio en la conducta. Si la mayoría de los católicos viviéramos así nuestras vidas tendríamos un abrumador testimonio de la santidad de la Iglesia de Cristo.

Tenemos que recordarnos constantemente que no podemos tolerarnos nuestras debilidades y egoísmos, y pensar que también hemos de responder por las almas que pequen a causa nuestra. Como siempre, el cambio y el testimonio no están en los demás, sino en uno mismo. Hemos de concentrarnos en nosotros mismos y asumir nuestra responsabilidad, para vivir la santidad que quiere N. S. Jesucristo. Que el Señor nos bendiga y nos guarde.

Antonio Lara Barragán Gómez OFS

Escuela de Ingeniería Industrial

Universidad Panamericana

Campus Guadalajara

alara(arroba)up.edu.mx

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