martes, 23 de marzo de 2010

Santo Toribio de Mogrovejo - 23 de marzo


En el seno de una noble familia de Mayorga, antiguo reino de León, España, nacía el 16 de Noviembre de 1538 un niño predestinado a la gloria de los altares, Toribio Alfonso de Mogrovejo.

Sus padres, don Luis de Mogrovejo y doña Ana de Robledo y Morán, pertenecían a la más distinguida estirpe de la comarca, que en aquellos tiempos sumaba al aprecio por sus derechos y privilegios el celo por la integridad de la Fé y la pureza de las costumbres.

A los doce años Toribio fue enviado porsus padres a estudiar a Valladolid, donde se impuso a la admiración de todos por su comportamiento ejemplar, sus virtudes y sus dotes intelectuales.

Posteriormente se trasladó a la famosa Universidad de Salamanca. Allí recibió la benéfica influencia de su tío Juan de Mogrovejo, profesor en dicha Universidad y en el Colegio Mayor de San Salvador en Oviedo. Invitado por Don Juan III, Rey de Portugal, a enseñar en Coimbra, Juan de Mogrovejo llevó consigo a su sobrino.

De vuelta a Salamanca, su tío falleció poco después del regreso. Toribio resolvió seguir la carrera de éste como profesor en el Colegio Mayor de San Salvador de Oviedo.
Su vida austera y sus penitencias de tal modo llamaron la atención que algunos de sus amigos ponderaron que aquella vida podría terminar por perjudicarle la salud, sin mayor provecho espiritual, pues muchos podrían juzgar que era mera ostentación. El argumento de que aquello podría desedificar a otros fue decisivo para que Toribio concordase en moderar sus austeridades.

En 1575 fue nombrado por Felipe II para el cargo de Inquisidor en Granada. Se desempeñó con tal sabiduría, prudencia, justicia y rectitud, que el rey, conocedor de las altas cualidades morales e intelectuales de Toribio, resolvió indicarlo para una misión más elevada.
Catedral de Lima, Perú

La mano de la Providencia en la elección del nuevo Arzobispo

En 1578 Felipe II comunicó a Toribio su intención de presentarlo al Papa Gregorio XIII para ocupar el Arzobispado de la Ciudad de los Reyes.

Toribio escribió al Rey y al Consejo de Indias renunciando al cargo. Pero después, cediendo a los argumentos de sus amigos y colegas de la Universidad, terminó por aceptarlo, pues lo persuadieron de que esa era la voluntad divina, y de que serviría mejor a Dios en la dura y espinosa tarea de Arzobispo de Lima, que permaneciendo como profesor en Salamanca.

En marzo de 1579 recibió las bulas de Gregorio XIII con el nombramiento para el cargo. Como ni siquiera era sacerdote, fue ordenado en Granada y poco después recibió la consagración episcopal en Sevilla. En septiembre de 1580 embarcó con destino a su sede episcopal.

En Lima se respiraba un aire de catolicidad, gracias a la actuación de las diversas órdenes religiosas. En una población heterogénea en la que se mezclaban indios, mestizos, negros, criollos y españoles, cinco santos convivieron casi al mismo tiempo, con pocos años de diferencia, tres de ellos nacidos en España –Santo Toribio, San Francisco Solano y San Juan Macías– y dos nativos, Santa Rosa y San Martín de Porres.

Éstos, sumados a los numerosos siervos de Dios que habitaban la ciudad, perfumaron con la santidad de su vida y sus virtudes la ciudad de Lima de la segunda mitad del siglo XVI y comienzos del siglo XVII.

La reforma de la diócesis

La diócesis de Lima había sido elevada en 1545 a la condición de Arquidiócesis, con obispados sufragáneos que se extendían por todo el territorio de la América del Sur española y parte de América Central. El nuevo Arzobispo la encontró en estado de gran desorden, con un sistema en que el régimen de patronato facultaba a los Virreyes a intervenir en asuntos eclesiásticos, dando origen a frecuentes disputas entre el poder espiritual y el temporal.

Se trataba por lo tanto de moralizar las costumbres, reformar el clero y defender los derechos de la Iglesia, tarea a la cual Santo Toribio se dedicó con vigor extraordinario.
En obediencia a las directrices del Concilio de Trento reunió tres Concilios Provinciales, el primero de los cuales trazó las normas que rigieron todas las diócesis de las Américas por más de tres siglos.

Reformó el clero diocesano en la disciplina y en las costumbres. Reglamentó toda la predicación para los indígenas y mandó escribir e imprimir bajo su dirección un catecismo especial para ellos, consiguiendo que los predicadores aprendiesen las lenguas indígenas, para las cuales creó una cátedra en la Universidad de San Marcos.
Celo apostólico que no mide sacrificios

Realizó varias visitas pastorales por el inmenso territorio de su diócesis, viajando a pie, a caballo, en mula, bajo fuertes lluvias o soles inclementes, atravesando ríos, embreñándose en las selvas tropicales o escalando montañas escarpadas y bordeando peligrosos abismos.

Nada lo detenía en su celo apostólico de pastor que “da la vida por sus ovejas”. Se hacía entender por los aborígenes, ya sea hablándoles en su propia lengua, o hasta –cuando la lengua de éstos le era desconocida– de manera totalmente inexplicable y milagrosa, como varias veces le sucedió.

Su interés por los indios no se limitaba al bien de sus almas. Se empeñó también en mejorar sus condiciones de vida. Reivindicó que sus derechos fuesen debidamente respetados por los españoles y que hubiese verdadera armonía entre las clases sociales, como preconiza la doctrina social de la Iglesia.

La razón de su fecundidad apostólica

Conocedor de que la fecundidad apostólica depende en gran parte de la santidad, Santo Toribio procuraba esmerarse en su vida de oración, de recogimiento y de penitencia.

Su vida era de continua oración y contemplación. Según sus contemporáneos, verlo rezar era como oír un sermón de la más alta espiritualidad. Dedicaba a la meditación varias horas al día, hecho inexplicable en medio de las múltiples ocupaciones que su cargo exigía.

Las penitencias que se imponía eran de tres clases: en el sueño, en la alimentación y en la mortificación del cuerpo. No se acostaba en la cama a la noche, sino en una tabla o en una almohada.

En materia de alimentación, los rigores del sacrificio iban hasta extremos inimaginables. Nunca se lo vio ingerir aves, huevos, mantequilla, leche, tortas y dulces. No comía por las mañanas, y su cena consistía en pan, agua y una manzana verde.

Se infligía castigos corporales desde sus tiempos de estudiante. Además del uso del cilicio, se flagelaba con tanta frecuencia que producía graves y extensas heridas en sus espaldas y hombros.

La muerte lo sorprende en plena acción

Como un gran guerrero que muere en pleno combate, la muerte lo sorprendió en el curso de su último viaje apostólico, en marzo de 1606. Hallábase en la ciudad de Saña cuando se sintió muy mal y percibió que su fin estaba próximo, previsión que le fue confirmada por los médicos. La noticia, lejos de causarle preocupación o tristeza, le dio gran una alegría, al punto de exclamar con el Salmista: Lætatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domo Domini ibimus –“Yo me alegré con las cosas que me fueron dichas: iremos a la casa del Señor”– Pidió entonces que lo llevaran a la iglesia parroquial. Allí recibió los últimos sacramentos después de distribuir sus pocos haberes entre los criados, indígenas y pobres de la ciudad. Consoló a los que se encontraban con él y pidió que se entonase el salmo “In te, Domine, speravi” (Señor, en ti esperé). Cuando se cantaba el versículo “In manos tuas...”, entregó el alma al Creador con la alegría y la confianza de aquellos que combatieron el buen combate, terminaron la carrera y alcanzaron el premio de la gloria. Eran las tres y media de la tarde del Jueves Santo, 23 de marzo de 1606.
Su cuerpo resposa en la Catedral de Lima. Fue canonizado por Benedicto XIII, el 10 de diciembre de 1726.

Fuentes:
ANTONIO DE EGAÑA, S. J., Historia de la Iglesia en la América Española, Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid, 1966.
ENRIQUETA VILA, Panoramas de la Historia Universal, 16 - Santos de América, Ediciones Moreton S. A., Bilbao, 1968.

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