viernes, 20 de noviembre de 2009

Conferencia de Monseñor Marcel Lefebvre "¿Por qué voy a Roma?"

16 de enero de 1979 a los seminaristas de Ecône.

Queridos amigos, antes de seguir con las pocas explicaciones y conversaciones que pude tener ahí, en Roma, quisiera no obstante precisar un poco el por qué de las tratativas que estoy haciendo.

Temo que entre ustedes haya algunos que no lo comprendan bien, y que incluso no lo comprendan en absoluto. Lo lamento, porque —lo digo francamente— creo que es una tendencia al cisma. Los que creen que ya no debe tenerse ningún contacto más ni con Roma, ni con los obispos, ni con todo lo que se hace en la Iglesia, tienen una tendencia cismática. Ahora bien, yo no quiero deslizarme hacia el cisma. Quiero seguir siendo “hombre de Iglesia”, y si en la Iglesia se encuentran dificultades, peligros, pruebas, dolores, eso no da motivo para decir: “Yo ahora me voy, salgo, dejo. Que hagan lo que quieran. Yo me desvinculo de este grupo. Me voy”. Es una postura cismática. ¿A qué iglesia van? ¿A dónde? ¿A lo de quién? No importa. No hay más autoridad, no hay nada, nada, nada, nada.

No porque existan enfermos en torno de nosotros, en la Iglesia, porque la autoridad esté enferma, se debe decir que esta autoridad ya no exista. A pesar de que está enferma, precisamente por eso, hay que tratar de mostrarle el remedio, e intentar hacerle algún bien. Esta fue la actitud de los que, en la Iglesia, a lo largo de la historia, resistieron a Roma, al Papa, a los obispos, a las herejías que se sucedieron en la Iglesia, que se difundieron en la Iglesia, a través de la Iglesia.

Hacer eso es muy fácil, es demasiado simple, porque entonces ya no hay más combate. Diría que ya no hay más espíritu pastoral, no hay más espíritu sacerdotal. Se flaquea, se marcha, se abandona el combate, se va, y se deja a los demás para que luchen solos. Esto es pura y simple cobardía. Es abandonar el combate, abandonar el deseo de procurar el bien de los demás; porque aun cuando los otros estén enfermos, a pesar de que sean superiores, uno tiene el deber de advertirles —es lo que dice Santo Tomás— en forma respetuosa y firme respecto a los errores de los que son culpables. Si uno dice “Yo ya no reconozco a los superiores. Se acabó. No hay más superiores, no tengo más superiores. No tengo a nadie. Me voy, me quedo solo y hago lo que quiero, etc.” Pero, ¿por qué están aquí, ustedes, seminaristas que tienen esta actitud? Es mejor que se vayan, que no se queden aquí, no vale la pena. Si ustedes quieren o prefieren no tener superiores y vivir sin superiores, así no más, como en la naturaleza…

Es muy grave, muy grave, porque ustedes me plantean un problema de conciencia, porque me pregunto si puedo ordenar a seminaristas que tienen esas disposiciones. Es absolutamente necesario luchar contra este espíritu. Es un mal espíritu. Es un espíritu que no es cristiano, que no es un espíritu sacerdotal. Hay que tener cuidado con eso. Ya lo dije, lo repetí, lo digo nuevamente, pero algunos se encierran en su mentalidad y no quieren saber nada. Por eso digo que a mí se me plantea un problema de conciencia, para saber si debo o no ordenarlos. ¡Así es! ¿Qué quieren? Porque yo ordeno sacerdotes, ordeno misioneros, ordeno gente que quiere convertir al mundo entero, ordeno gente que quiere ir a través del mundo, para tomar contacto con cualquiera, con los comunistas, con los protestantes… para hablar con ellos, convertirlos, llevarlos a la gracia, a Nuestro Señor Jesucristo.

Es evidente que a veces se tienen que cerrar las puertas. Está claro que no se debe dar la comunión a los protestantes: eso es evidente. No se debe aceptar ni ordenar gente que no tiene fe: es evidente. Pero es distinto. Es distinto administrar las cosas sagradas a los que no tienen fe. Es otra cosa, no se trata de eso. Se trata de convertir la gente, de llevarlos a Jesucristo. Precisamente, es lo contrario del ecumenismo. Exactamente: de este falso ecumenismo. Es lo contrario. Somos misioneros. No somos ecumenistas. No queremos confundir todas las nociones y hacer un compromiso entre los protestantes, los católicos, y los otros… mezclar todo. No queremos eso. No lo queremos.

Queremos profesar nuestra fe. Queremos actuar de tal manera, que la gente se prepare para recibir la gracia del bautismo o de la abjuración de sus errores. Por eso voy a Roma. Voy a Roma, creo, como Santa Juana de Arco iba hacia los que la condenaban, al tribunal que la condenaba. No pretendo tener la fortaleza de Juana de Arco, ni su virtud; pero en definitiva, pienso que el Buen Dios me ayudará a hablar ante esta gente, ante los que me interrogan, para decirles la verdad. Si no la quieren, no la quieren. Es todo. No pasa nada. No me hace cambiar.

Es increíble. Es un espíritu destructor y muy desagradable, porque mata el espíritu misionero. Entonces se dice: “Monseñor no debería ir a Roma. No debería ir a Roma porque no son nada, y por lo tanto, no hay que visitarlos”. Pero, ¿qué es esto? “No son nada. Nada”. ¡Es inimaginable! No. En todo caso, no es el espíritu de esta casa. No es el espíritu de la Fraternidad. No quiero que éste sea el espíritu de la Fraternidad. Siempre dije a los que me preguntaron “¿Piensa Ud. que puedo ir a visitar a mi obispo?” Siempre contesté: “Sí. Si Ud. convierte a su obispo, si tiene la intención de convertirlo —por supuesto, no la intención de hacerse convertir por él a sus ideas, si él es liberal—”.

— “Pero, Monseñor, ¿visitarlo?”

— “Sí. Si Usted tiene la oportunidad, vaya a visitarlo”. Si ustedes tienen la oportunidad de visitar a su obispo —no digo que haya que buscarlo y estar permanentemente en la casa del obispo…—, y si su obispo les dice: “Me gustaría hablarle, verlo, encontrarme con Ud”. [Entonces, respondan:(1)] “¡Con mucho gusto Monseñor!” [El obispo:] “¡Ud. no tendría que ir a Ecône! Ecône es cismático. Ecône es eso, y lo otro…” Entonces ustedes pueden discutir y decirle lo que es Ecône. Le pueden decir cuál es su fe, pueden hablar de la defensa de la fe católica. Pueden decir que en Ecône se hace lo que siempre se hizo. Por lo tanto, si Ecône es cismático, la Iglesia de dos mil años es cismática, y todo lo que se hizo antes está mal, y… ¡todo lo que él mismo hizo cuando era joven también está mal!

Así es. Se conversa con él. Y muchas veces, por el solo hecho de haberlos visto a ustedes, si ustedes mantuvieron una actitud respetuosa, deferente, pero a la vez firme en cuanto a los principios —una vez más, con deferencia—, aunque, aparentemente, cuando se vayan, tengan la impresión de que no ha comprendido nada, que está en contra de ustedes y que los condena totalmente: desengáñense.

Quizás piense, después, cuando reflexione: “Con todo, tengo que reconocer que este seminarista está bien formado. Además, es respetuoso, firme en sus principios”. ¡No les va a decir eso cara a cara! No. Pero tal vez lo piense después, en su interior. Entonces ustedes le pueden hacer algún bien. ¡Le pueden procurar algún bien! Por eso, no digamos: “¿Para qué visitó a ese obispo? ¡Es un hereje, un cismático, etc.!” ¿Qué quieren? ¡Hay que vivir con la gente con la que Dios nos hace vivir! El mundo de hoy es nuestro mundo. No vivimos en un mundo imaginario. Vivimos en el mundo real. Entonces, ¡hay que tener cuidado! (…) Todos los autores espirituales les hablan de este espíritu, que no es un espíritu de caridad. Un espíritu que pone la caridad donde no está.(2)

Notas:

1. Ahí, Monseñor Lefebvre imagina un diálogo entre el seminarista y el obispo que fue a visitar. Lo que está entre corchetes no es de Monseñor Lefebvre (Nota del Traductor).
2. Después, para ilustrar sus afirmaciones, Monseñor Lefebvre cita los libros de Don Marmión, Don Chautard (El Alma de todo apostolado), Garrigou-Lagrange y la primera encíclica de San Pío X, “E supremi apostolatus” (Nota del Traductor).

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