jueves, 22 de octubre de 2009

Nunca soy tan feliz como cuando vivo mi miserable vida - San Pablo de la Cruz


Créame, hija mía, nunca soy tan feliz como cuando vivo mi miserable vida por partes, es decir, sin pensar en otro momento fuera del presente en que me encuentro. Y cuando se me presentan tempestades de toda especie, me digo: «Quiero amar a Dios tanto cuanto me sea posible en este momento, cual si fuera el último instante de mi vida; quiero sufrir alegremente ahora sin pensar en el porvenir. Haz, alma mía, la voluntad de Dios con perfección en este momento, cual si fuera el último, y continuarás así. ¡Viva Jesús! Amén.»

Feliz el alma que reposa en el seno de Dios, sin pensar en el porvenir, sino que se esfuerza por vivir en el momento presente sin otra ilusión que la de hacer bien su santísima voluntad en todo suceso, cumpliéndola fielmente en sus deberes de estado.

La voluntad de Dios no puede querer para el hombre sino lo mejor.

Permanezca en gozosa confianza en Dios. Encomiéndese totalmente a Él: es un Padre amoroso, que antes permitirá que sucumban el cielo y la tierra, que una sola alma que confía en Él.

El que mira sólo el consuelo pierde de vista al gran Dios de los consuelos.

Agárrese fuertemente a ese leño, a la Cruz. De ese modo, nunca naufragará. Llegará con toda seguridad al puerto de la salvación.

Por el pensamiento habitual de la presencia de Dios se llega a hacer oración veinticuatro horas al día.

Sagrado silencio de amor, que es un hablar tan fuerte a los oídos del Esposo divino.

La señal de que el alma debe dejar los discursos interiores se tiene cuando ella gusta de estarse completamente sola en el seno amoroso del Señor, con atención amorosa, con una dulce mirada de fe, con un silencio sagrado de amor.

Empiece siempre su oración por uno de los misterios de la Pasión, ejercítese en piadosos soliloquios, sin hacer ningún esfuerzo para meditar. Si Dios viene luego a traerlo al silencio de amor y de fe en su seno divino, no turbe la paz y descanso de su alma con reflexiones explícitas.

Doy gracias a la divina misericordia de que conserve continuo recuerdo de los padecimientos de su celestial Esposo: deseo que se deje penetrar bien del amor con que los ha sufrido. El camino más corto es perderse toda entera en ese abismo de padecimientos.

En el sumo grado de la ascensión a Dios se encuentra el purísimo padecer sin consuelo, ni del cielo ni de la tierra.

Por medio de su padecer se purifica lo imperfecto que no conoce, y su alma se vuelve como un cristal en el que se refleja la luz del sol divino; y quedará toda transformada en Dios por amor.

Siendo la oración infusa un don gratuito de Dios, no se debe pretender conducir a la misma a nadie a fuerza de brazos, como se suele decir. Todo el cuidado del maestro debe consistir en elevarlos hasta allí por una grande costumbre de virtud y de verdadera humildad de corazón, de conocimiento de su propia nada, de desprecio de sí mismos, de verdadera obediencia ciega, haciéndoles concebir grande amor hacia esta virtud, a toda costa, de verdadera y perfecta abnegación de su propia voluntad en todo, de mortificación personal de sus inclinaciones, simpatías y antipatías. Estas son las virtudes fundamentales para el edificio espiritual y para obtener el don de la santa oración y unión con Dios.

Esté en la presencia de Dios con una pura y simple atención amorosa en aquel inmenso Bien, en un sagrado silencio de amor, reposando todo su espíritu en el seno amoroso del Dios eterno.

¡Ah!, ¡un Dios crucificado!… ¡Un Dios muerto!… ¡Oh prodigio de amor!… ¡Oh ingratas criaturas! ¡Las mismas piedras lloran!… Ha muerto el Soberano Sacerdote, y nosotros, ¿no lloramos? ¡Sería preciso haber perdido la fe para no derretirse en lágrimas, ¡oh Dios mío!

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