sábado, 17 de octubre de 2009

Bases del Humanismo Cristiano - S.S. Pío XII


El humanismo constituye hoy la orden del día. Sin duda alguna existe una gran dificultad en formar y reconocer, al través de su evolución histórica, un claro concepto de su naturaleza. Con todo, aunque el humanismo declaró por mucho tiempo estar opuesto formalmente a la edad media que le precedió, lo cierto es que todo lo que contiene de verdadero, de bueno, de grande y de eterno pertenece al mundo espiritual del más grande de los genios del Medioevo, Santo Tomás de Aquino.

En líneas generales, el concepto del hombre y del mundo, trazado por la perspectiva cristiana y católica, sigue siendo esencialmente el mismo, de donde es igual en San Agustín, Santo Tomás y Dante, como sigue siendo el mismo en la filosofía cristiana moderna. La obscuridad de ciertas cuestiones filosóficas y teológicas, que han sido aclaradas y gradualmente resueltas con el transcurso de los años, no disminuye un ápice la realidad de este hecho.

Sin hacer caso a las opiniones veleidosas que han aparecido en diversos períodos de la historia, la Iglesia ha afirmado el valor de todo lo humano y de todo lo que está en conformidad con la naturaleza, y sin titubeo ninguno ha tratado de desenvolver este valor y colocarlo en su propio y evidente lugar.

Por eso no admite, por ejemplo, que el hombre sea, a los ojos de Dios, simple corrupción y pecado; por el contrario, a los ojos de la Iglesia, el pecado original no afectó íntimamente las aptitudes y las fuerzas internas del hombre, sino que, por el contrario, dejó esencialmente intactos la luz natural de su inteligencia, y su libre albedrío. Ciertamente el hombre en su ser se encuentra herido y debilitado por la pesada herencia de una naturaleza caída, privada de los dones sobrenaturales y preternaturales. Empero, él debe hacer un esfuerzo para observar la ley natural, con la poderosa ayuda de la gracia de Cristo, para que pueda vivir como el honor de Dios y su dignidad de hombre lo exigen.

La ley natural, he aquí el fundamento en que descansa la doctrina social de la Iglesia. Es precisamente su concepción cristiana de la vida lo que ha inspirado y sostenido a la Iglesia, al levantar esta doctrina sobre tales fundamentos. Cuando lucha y vence por defender su propia libertad, lo hace realmente por la verdadera libertad y por los derechos fundamentales del hombre. A sus ojos estos derechos esenciales son tan inviolables, que no hay razón de Estado ni pretexto de un bien común que puedan prevalecer contra ellos. Están protegidos y custodiados por una muralla inexpugnable, y hasta sus bases puede el bien común legislar como quiera, mas no puede traspasar esta muralla, no puede tocar siquiera estos derechos, porque constituyen lo más precioso del bien común, precisamente.

Si se hubiera respetado este principio, cuántas tragedias y catástrofes y cuántos peligros amenazadores podrían evitarse. Este simple principio podría por sí solo renovar la faz social y política del mundo.

Mas, ¿quién, sin embargo, va a rendir este respeto incondicional a los derechos del hombre, sino el que sabe que vive bajo la mirada omnisciente de un Dios personal?

Un sentido común sano puede hacer muchísimo cuando acepta lo que la fe cristiana enseña: puede salvar al hombre de las garras de la tecnocracia y del materialismo.

El destino del hombre no descansa en un “Geworfensein”, en un abandono absoluto. El hombre es la criatura de Dios, y vive constantemente bajo su guía y bajo la vigilancia de su Providencia paternal. Laboremos, entonces, por revivir en las nuevas generaciones la confianza en Dios, en sí mismas, y en el futuro, y de este modo, hagamos posible la aurora de un orden más tolerable y feliz.

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