Hace algunas semanas la Iglesia nos hacía revivir la Pasión. Quisiera detenerme sobre un personaje clave en la condenación de Nuestro Señor Jesucristo: Pilato. El gobernador romano había sido vivamente impresionado por el prisionero cuya condenación se le pedía. En efecto, con una serenidad impropia de los condenados que solían presentársele, Cristo hizo ante él profesión de su realeza divina. Las consecuencias fueron tales que Pilato se convenció de su inocencia, y el Evangelio nos dice “que desde aquel punto buscaba cómo libertarlo”.(1) Sin embargo, tras tímidas resistencias y varias tergiversaciones, “Pilato, deseando contentar al pueblo, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, se los entregó para que fuese crucificado”.(2) A diferencia del Sumo Sacerdote Caifás, enemigo declarado de Cristo, y contrariamente a Herodes, que manifestó el más grande desprecio hacia el Salvador, Pilato estaba persuadido de su inocencia y, con todo, cedió a la presión del pueblo. Desde entonces se convirtió para todas las generaciones en el prototipo del hombre capaz de sacrificar la verdad sobre el altar de la opinión mayoritaria.
Desde el pecado original sabemos que dos campos se encuentran enfrentados de forma irreductible hasta el fin de los tiempos, y son el de Dios y el de Satanás: “Pondré enemistad entre tu raza y su descendencia”.(3) Estas dos ciudades son absolutamente irreconciliables porque son esencialmente diferentes. San Agustín las describió magníficamente: “Dos amores han construido dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrenal; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad de Dios. Una se gloría en sí misma, la otra en el Señor”.(4)
Cristo ha subrayado cuánto se le oponían el mundo y sus principios. Exhortó a sus discípulos a no perder el coraje: “Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a Mí”.(5) Los Apóstoles no cesaron de poner en guardia a los nuevos cristianos contra todo compromiso con el mundo: “No queráis amar al mundo, ni las cosas mundanas. Si alguno ama al mundo, no habita en él la caridad del Padre” (6) (…) “Y no queráis conformaros con este siglo”.(7) No obstante, algunos permanecieron sordos a estas advertencias. Entonces se desploma la condenación: “Adúlteros, ¿no sabéis que el amor de este mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiere ser amigo del mundo, se constituye en enemigo de Dios”.(8)
A pesar de estas repetidas amonestaciones, grande fue a lo largo de la historia la tentación de pactar con el mundo y sus atractivos. El Renacimiento, el protestantismo que niega lo sobrenatural, el espíritu del “Iluminismo” del siglo XVIII, la Revolución Francesa, etc., han intentado imponer el espíritu del mundo y contribuir a la disolución de la cristiandad. La laicización del poder civil bajo la protección de la diosa Razón se extendió al precio del sacrificio de la fe y de la Iglesia. A causa de la flaqueza de los gobernantes o con su complicidad, los errores se difundieron entonces entre el pueblo, si bien los Papas Gregorio XVI, Pío IX, León XIII y San Pío X no dejaron de condenarlos; aún así, se impusieron por doquier.
En ese estado, algunos católicos quisieron llegar a un compromiso. Tales son los católicos liberales, que prefieren complacer al mundo antes que a Dios y sacrificar la verdad en el altar de la unidad.
Estos errores liberales llevan el nombre de sillonismo, modernismo o progresismo, y tienen por principio que el hombre debe seguir antes que nada su conciencia. De ese modo el error es puesto al mismo nivel que la verdad, la revelación equiparada a la razón, la fe a la herejía, la verdadera religión con las sectas. Es necesario comprobar —y es un misterio— que las astucias del demonio han triunfado sobre la enseñanza de los Papas. Este liberalismo abrió las puertas al indiferentismo y al ateísmo, que hacen mella por todas partes.
Desde hace más de cuarenta años la “Iglesia conciliar” parece fascinada por el mundo y cree que puede asimilar los principios modernos que él vehiculiza. Hay que releer las insólitas palabras que Papa Pablo VI pronunció durante la clausura del Concilio Vaticano II: “La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión —porque tal es— del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas (…) ha absorbido la atención de nuestro sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros —y más que nadie— tenemos el culto del hombre (…) Una corriente de afecto y de admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno (…) Sus valores no sólo han sido respetados, sino honrados (…) sus aspiraciones, purificadas y bendecidas”. (9)
Uno se queda atónito ante tales afirmaciones.
Hoy, desgraciadamente, este espíritu perdura en la Iglesia y en su jerarquía. Monseñor Bruguès, Secretario de la Congregación para la Educación Católica, realizó recientemente unas declaraciones al diario La Croix, confirmadas durante las conferencias de cuaresma dadas en Notre-Dame de París:
“Podemos afirmar que el Vaticano II inculcó a los cristianos lo que yo llamaría el principio de bienvenida del mundo tal como él es (…) Dios ama a este mundo. ¿Cómo no habríamos de tener solicitud por él?”.(10)
Dios ama al mundo porque, por cierto, lo ha creado, pero tiene horror para con sus principios, que son los que han crucificado a Cristo y perseguido a su Iglesia. Dios ama el mundo actual como un médico ama al enfermo: para llevarlo a la salud, pero para llegar a ese fin, tiene que combatir la enfermedad que lo afecta. Dios ama al mundo como el sacerdote ama al pecador, a quien quiere llevar a la conversión; sin embargo, odia el pecado que mancha su alma y pone en peligro su eterna salvación.
Hay que rendirse ante la evidencia: así como el deseo de Pilato de complacer a la turba entregando a Cristo, lo ha hecho responsable con los judíos de la muerte del Salvador, del mismo modo, el deseo insensato de los católicos liberales de complacer al mundo y a sus principios para domesticarlo, los hace corresponsables con los enemigos de la Iglesia en la obra de destrucción de la cristiandad.
En efecto, el católico liberal milita ardientemente por la separación de la Iglesia y del Estado, por una “laicidad positiva”, por una Iglesia libre en el Estado libre, ya que para él la restauración de la cristiandad hoy es cosa imposible.
¿Cuál es la consecuencia que se sigue? Basta con abrir los ojos. El Estado y la sociedad, rehusando sostener a la Iglesia, se descomponen en la inmoralidad, la corrupción y el desorden social, mientras que la Iglesia, colocada al nivel de las otras religiones, se ha convertido en algo afónico e invisible. Las sectas proliferan, al tiempo que la influencia de la propia Iglesia está en caída libre. Es evidente: ¿por qué plegarse al ideal que propone la Iglesia Católica si, como dice el Concilio Vaticano II,(11) el Espíritu Santo se sirve de otras religiones, que son capaces de santificar a los hombres con mínimas exigencias? El liberalismo propulsado por el Concilio Vaticano II y sus acólitos conduce al mundo a la apostasía general.
Queridos amigos, conservemos íntegra nuestra fe católica. Que este liberalismo no entre en sus familias. No hay persona que pueda considerarse indemne. ¡Estudien la santa doctrina y las enseñanzas de los Pontífices! Manténganse firmes en los principios y pónganlos en práctica en la vida cotidiana. Que el espíritu católico impregne sus hogares y que Cristo reine en ellos. Respeten la moral conyugal católica tal como la Iglesia siempre lo ha enseñado.
Padres: hagan los sacrificios necesarios para enviar a sus hijos a escuelas verdaderamente católicas, si ellas existen en la región donde viven, a fin de preservarlos del espíritu del mundo y de sus pompas. ¡Cuiden sus almas! No permitan que reciban un mal catecismo.
Jóvenes: no olviden que son hijos e hijas de Dios desde el bautismo. No se dejen corromper por la inconsistente corriente imperante, ni atrapar por las modas en boga, ni se echen al abandono que arruina las almas y diluye las voluntades.
Por amor de Dios, de la Iglesia y de sus almas, no hagan ningún compromiso con el espíritu del mundo. Tal pacto sería mortal. ¡Sean cien por ciento católicos en todo momento y lugar en el que estén! El mundo busca ridiculizarlos, debilitarlos y hacerles perder coraje. ¡No bajen los brazos! No se dejen vencer por el respeto humano y sean vencedores en la práctica de la virtud. Sepan que no hay nadie más sectario que un católico liberal, porque ve en ustedes lo que él debería ser y no tiene la fuerza de asumirlo. Tengan fe en la gracia de Dios, en la vida sobrenatural y fortificada por los sacramentos, y convénzanse de la divinidad de la Iglesia. A través de estos medios Dios lo puede todo, aún si las previsiones humanas fuesen sombrías. Como el católico liberal ya no cree en la eficacia de estos medios, estima que la doctrina tradicional católica ya no puede enseñarse hoy en día, y que debe firmarse un compromiso con el mundo. En eso peca contra la fe, la esperanza y la caridad.
Para concluir quisiera dejarles estas palabras del Cardenal Pie: “El gran triunfo que ambiciona el mundo, la ventaja que busca y que blande sobre todo cuando cree haberlo obtenido, es atraer hacia sí a alguno, uno de nosotros o de los nuestros”. (12)
¡Ánimo pues! ¡Que Dios los bendiga!
Padre Christian Bouchacourt
Superior de Distrito América del Sur
Notas:
1. San Juan, 19, 12.
2. San Marcos, 15, 15.
3. Génesis, 3, 15.
4. San Agustín, “La ciudad de Dios”, l. 14, cap. 28.
5. San Juan, 15, 18.
6. I San Juan, 2, 15.
7. Romanos, 12, 2.
8. Santiago, 4, 4.
9. Pablo VI, discurso de clausura del Concilio Vaticano II, 7 de diciembre de 1965.
10. Monseñor Bruguès, diario “La Croix”, 26 de marzo de 2010.
11. Decreto Unitatis Redintegratio, § 3, 21 de noviembre de 1964: “Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación”.
12. Cardenal Pie, homilía pronunciada con motivo de su 27º aniversario de consagración episcopal, 25 de noviembre de 1876.
Desde el pecado original sabemos que dos campos se encuentran enfrentados de forma irreductible hasta el fin de los tiempos, y son el de Dios y el de Satanás: “Pondré enemistad entre tu raza y su descendencia”.(3) Estas dos ciudades son absolutamente irreconciliables porque son esencialmente diferentes. San Agustín las describió magníficamente: “Dos amores han construido dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrenal; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad de Dios. Una se gloría en sí misma, la otra en el Señor”.(4)
Cristo ha subrayado cuánto se le oponían el mundo y sus principios. Exhortó a sus discípulos a no perder el coraje: “Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a Mí”.(5) Los Apóstoles no cesaron de poner en guardia a los nuevos cristianos contra todo compromiso con el mundo: “No queráis amar al mundo, ni las cosas mundanas. Si alguno ama al mundo, no habita en él la caridad del Padre” (6) (…) “Y no queráis conformaros con este siglo”.(7) No obstante, algunos permanecieron sordos a estas advertencias. Entonces se desploma la condenación: “Adúlteros, ¿no sabéis que el amor de este mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiere ser amigo del mundo, se constituye en enemigo de Dios”.(8)
A pesar de estas repetidas amonestaciones, grande fue a lo largo de la historia la tentación de pactar con el mundo y sus atractivos. El Renacimiento, el protestantismo que niega lo sobrenatural, el espíritu del “Iluminismo” del siglo XVIII, la Revolución Francesa, etc., han intentado imponer el espíritu del mundo y contribuir a la disolución de la cristiandad. La laicización del poder civil bajo la protección de la diosa Razón se extendió al precio del sacrificio de la fe y de la Iglesia. A causa de la flaqueza de los gobernantes o con su complicidad, los errores se difundieron entonces entre el pueblo, si bien los Papas Gregorio XVI, Pío IX, León XIII y San Pío X no dejaron de condenarlos; aún así, se impusieron por doquier.
En ese estado, algunos católicos quisieron llegar a un compromiso. Tales son los católicos liberales, que prefieren complacer al mundo antes que a Dios y sacrificar la verdad en el altar de la unidad.
Estos errores liberales llevan el nombre de sillonismo, modernismo o progresismo, y tienen por principio que el hombre debe seguir antes que nada su conciencia. De ese modo el error es puesto al mismo nivel que la verdad, la revelación equiparada a la razón, la fe a la herejía, la verdadera religión con las sectas. Es necesario comprobar —y es un misterio— que las astucias del demonio han triunfado sobre la enseñanza de los Papas. Este liberalismo abrió las puertas al indiferentismo y al ateísmo, que hacen mella por todas partes.
Desde hace más de cuarenta años la “Iglesia conciliar” parece fascinada por el mundo y cree que puede asimilar los principios modernos que él vehiculiza. Hay que releer las insólitas palabras que Papa Pablo VI pronunció durante la clausura del Concilio Vaticano II: “La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión —porque tal es— del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas (…) ha absorbido la atención de nuestro sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros —y más que nadie— tenemos el culto del hombre (…) Una corriente de afecto y de admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno (…) Sus valores no sólo han sido respetados, sino honrados (…) sus aspiraciones, purificadas y bendecidas”. (9)
Uno se queda atónito ante tales afirmaciones.
Hoy, desgraciadamente, este espíritu perdura en la Iglesia y en su jerarquía. Monseñor Bruguès, Secretario de la Congregación para la Educación Católica, realizó recientemente unas declaraciones al diario La Croix, confirmadas durante las conferencias de cuaresma dadas en Notre-Dame de París:
“Podemos afirmar que el Vaticano II inculcó a los cristianos lo que yo llamaría el principio de bienvenida del mundo tal como él es (…) Dios ama a este mundo. ¿Cómo no habríamos de tener solicitud por él?”.(10)
Dios ama al mundo porque, por cierto, lo ha creado, pero tiene horror para con sus principios, que son los que han crucificado a Cristo y perseguido a su Iglesia. Dios ama el mundo actual como un médico ama al enfermo: para llevarlo a la salud, pero para llegar a ese fin, tiene que combatir la enfermedad que lo afecta. Dios ama al mundo como el sacerdote ama al pecador, a quien quiere llevar a la conversión; sin embargo, odia el pecado que mancha su alma y pone en peligro su eterna salvación.
Hay que rendirse ante la evidencia: así como el deseo de Pilato de complacer a la turba entregando a Cristo, lo ha hecho responsable con los judíos de la muerte del Salvador, del mismo modo, el deseo insensato de los católicos liberales de complacer al mundo y a sus principios para domesticarlo, los hace corresponsables con los enemigos de la Iglesia en la obra de destrucción de la cristiandad.
En efecto, el católico liberal milita ardientemente por la separación de la Iglesia y del Estado, por una “laicidad positiva”, por una Iglesia libre en el Estado libre, ya que para él la restauración de la cristiandad hoy es cosa imposible.
¿Cuál es la consecuencia que se sigue? Basta con abrir los ojos. El Estado y la sociedad, rehusando sostener a la Iglesia, se descomponen en la inmoralidad, la corrupción y el desorden social, mientras que la Iglesia, colocada al nivel de las otras religiones, se ha convertido en algo afónico e invisible. Las sectas proliferan, al tiempo que la influencia de la propia Iglesia está en caída libre. Es evidente: ¿por qué plegarse al ideal que propone la Iglesia Católica si, como dice el Concilio Vaticano II,(11) el Espíritu Santo se sirve de otras religiones, que son capaces de santificar a los hombres con mínimas exigencias? El liberalismo propulsado por el Concilio Vaticano II y sus acólitos conduce al mundo a la apostasía general.
Queridos amigos, conservemos íntegra nuestra fe católica. Que este liberalismo no entre en sus familias. No hay persona que pueda considerarse indemne. ¡Estudien la santa doctrina y las enseñanzas de los Pontífices! Manténganse firmes en los principios y pónganlos en práctica en la vida cotidiana. Que el espíritu católico impregne sus hogares y que Cristo reine en ellos. Respeten la moral conyugal católica tal como la Iglesia siempre lo ha enseñado.
Padres: hagan los sacrificios necesarios para enviar a sus hijos a escuelas verdaderamente católicas, si ellas existen en la región donde viven, a fin de preservarlos del espíritu del mundo y de sus pompas. ¡Cuiden sus almas! No permitan que reciban un mal catecismo.
Jóvenes: no olviden que son hijos e hijas de Dios desde el bautismo. No se dejen corromper por la inconsistente corriente imperante, ni atrapar por las modas en boga, ni se echen al abandono que arruina las almas y diluye las voluntades.
Por amor de Dios, de la Iglesia y de sus almas, no hagan ningún compromiso con el espíritu del mundo. Tal pacto sería mortal. ¡Sean cien por ciento católicos en todo momento y lugar en el que estén! El mundo busca ridiculizarlos, debilitarlos y hacerles perder coraje. ¡No bajen los brazos! No se dejen vencer por el respeto humano y sean vencedores en la práctica de la virtud. Sepan que no hay nadie más sectario que un católico liberal, porque ve en ustedes lo que él debería ser y no tiene la fuerza de asumirlo. Tengan fe en la gracia de Dios, en la vida sobrenatural y fortificada por los sacramentos, y convénzanse de la divinidad de la Iglesia. A través de estos medios Dios lo puede todo, aún si las previsiones humanas fuesen sombrías. Como el católico liberal ya no cree en la eficacia de estos medios, estima que la doctrina tradicional católica ya no puede enseñarse hoy en día, y que debe firmarse un compromiso con el mundo. En eso peca contra la fe, la esperanza y la caridad.
Para concluir quisiera dejarles estas palabras del Cardenal Pie: “El gran triunfo que ambiciona el mundo, la ventaja que busca y que blande sobre todo cuando cree haberlo obtenido, es atraer hacia sí a alguno, uno de nosotros o de los nuestros”. (12)
¡Ánimo pues! ¡Que Dios los bendiga!
Padre Christian Bouchacourt
Superior de Distrito América del Sur
Notas:
1. San Juan, 19, 12.
2. San Marcos, 15, 15.
3. Génesis, 3, 15.
4. San Agustín, “La ciudad de Dios”, l. 14, cap. 28.
5. San Juan, 15, 18.
6. I San Juan, 2, 15.
7. Romanos, 12, 2.
8. Santiago, 4, 4.
9. Pablo VI, discurso de clausura del Concilio Vaticano II, 7 de diciembre de 1965.
10. Monseñor Bruguès, diario “La Croix”, 26 de marzo de 2010.
11. Decreto Unitatis Redintegratio, § 3, 21 de noviembre de 1964: “Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación”.
12. Cardenal Pie, homilía pronunciada con motivo de su 27º aniversario de consagración episcopal, 25 de noviembre de 1876.
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