Le Courrier de Tychique, de Francia, en su edición del domingo 30 de mayo de 2010, publica un corto pero muy interesante artículo:
“¡Es necesario seguir a nuestros sacerdotes!”
Es el consejo que me dio una feligresa a la salida de Misa el domingo pasado.
Es, sin duda alguna, un consejo excelente… en tiempos normales, cuando la Iglesia no sufre una crisis tan devastadora como la que sufre actualmente; ¡cuando todo está “en orden”!
Nadie puede discrepar con esto, y vuestro servidor lo hizo hasta la treintena… Participando con profundidad en las tareas parroquiales más diversas, ¡vivía en una tranquila obediencia!
Pero vino el tiempo de la duda.
También los padres de la feligresa que me dio este consejo fueron carcomidos por esta duda.
Una duda terrible.
Y… ellos “¡no siguieron más!”
Habían comprendido que se los comprometía en una religión que no tenía ya nada de católica.
Con otros (poco numerosos) dejaron su parroquia y se pusieron en búsqueda de un sacerdote que permaneciese fiel.
Durante algunos años bogaron a la voluntad de informaciones que circulaban entre los “refractarios”, hasta el día en que descubrieron y se unieron al R.P. Eugène, el cual no había seguido a sus superiores, a los que había desobedecido, a los que había dejado en su convento…; Padre al que no abandonaron hasta 1980, fecha de la apertura de nuestra primera capilla.
¡Bienaventurada desobediencia!
Hay, pues, circunstancias en las cuales… “¡es necesario no seguir a nuestros sacerdotes!”
Encontramos un ejemplo notable en la lectura del libro de Monseñor Trochu sobre el Cura de Ars.
Cuando entró en vigor la Constitución Civil del Clero, en enero de 1791, se instaló un nuevo Párroco en la Parroquia de Dardilly (parroquia de la familia Vianney).
He aquí lo que escribe Monseñor Trochu a este respecto (p.14): “¿Cómo la buena gente de Dardilly podría haber sospechado que la Constitución Civil, cuyo nombre ignoraban incluso, conducía al cisma y a la herejía? No se cambiaba nada en el exterior, ni en las ceremonias, ni en los hábitos parroquiales.
Estos simples de corazón asistieron algún tiempo sin escrúpulo a la Misa del “sacerdote juramentado”. Así actuaron con una entera buena fe Matthieu Vianney, su mujer y sus niños.”
¡Y sí! Los padres del Cura de Ars, al igual que esas “buenas personas de Dardilly”, no habían visto nada… Siguieron, pues…, “con una entera buena fe”…
“No obstante, sus ojos se abrieron… Catherine, la mayor de las muchachas, aunque sólo tenia en esta época doce años, fue la primera en sospechar el peligro. En el púlpito, el nuevo Pastor no hablaba como el Padre Rey (el antiguo Párroco), ni sobre los mismos temas (…) Además, la asistencia era más heterogénea y, sin embargo, se dispersaba más que antes. Las personas piadosas no asistían ya a los oficios públicos; ¿a dónde iban, pues, a la Misa el domingo? (…) Catherine concibió temores y sobre ellos se abrió a su madre (p. 14).
Perturbada por la clarividencia de Catherine, Marie Vianney, su madre, fue además alertada por un pariente de Ecully.
Entró entonces en una “santa cólera” e increpó violentamente a su nuevo Párroco (p. 15); y por ello, la iglesia parroquial, relicario de tan caros recuerdos, donde los padres se habían casado, donde se había bautizado a los niños, dejó de ser para la familia Vianney una cita de oración.
Por otra parte, no tardarían en cerrarla” (p. 16)
La familia no asistió ya sino a las Misas ¡refractarias y condenadas!
“Mensajeros seguros, enviados desde Ecully, pasaban algunos días por las casas católicas. Indicaban el lugar retirado donde, la noche siguiente, se celebrarían los divinos misterios.
Los Vianney iban por la noche, sin ruido, en la oscuridad. El sacerdote arriesgaba su vida; ya que si era denunciado y detenido, era ejecutado dentro de las veinticuatro horas, sin recurso posible.
Por otra parte, se deportaba a cualquiera que diera asilo a un proscrito.
Ahora bien, los sacerdotes fieles surcaban los alrededores de Dardilly, y la casa de los Vianney los ocultó sucesivamente. (p 16)
Fue en estas reuniones nocturnas que el joven Jean Marie percibió por primera vez la llamada al sacerdocio” (p 17).
¡Bienaventurada perspicacia infantil, bienaventurado valor, que nos valieron este gran santo, Patrono de todos los Párrocos del mundo!
Tomado de: Radio Cristiandad
“¡Es necesario seguir a nuestros sacerdotes!”
Es el consejo que me dio una feligresa a la salida de Misa el domingo pasado.
Es, sin duda alguna, un consejo excelente… en tiempos normales, cuando la Iglesia no sufre una crisis tan devastadora como la que sufre actualmente; ¡cuando todo está “en orden”!
Nadie puede discrepar con esto, y vuestro servidor lo hizo hasta la treintena… Participando con profundidad en las tareas parroquiales más diversas, ¡vivía en una tranquila obediencia!
Pero vino el tiempo de la duda.
También los padres de la feligresa que me dio este consejo fueron carcomidos por esta duda.
Una duda terrible.
Y… ellos “¡no siguieron más!”
Habían comprendido que se los comprometía en una religión que no tenía ya nada de católica.
Con otros (poco numerosos) dejaron su parroquia y se pusieron en búsqueda de un sacerdote que permaneciese fiel.
Durante algunos años bogaron a la voluntad de informaciones que circulaban entre los “refractarios”, hasta el día en que descubrieron y se unieron al R.P. Eugène, el cual no había seguido a sus superiores, a los que había desobedecido, a los que había dejado en su convento…; Padre al que no abandonaron hasta 1980, fecha de la apertura de nuestra primera capilla.
¡Bienaventurada desobediencia!
Hay, pues, circunstancias en las cuales… “¡es necesario no seguir a nuestros sacerdotes!”
Encontramos un ejemplo notable en la lectura del libro de Monseñor Trochu sobre el Cura de Ars.
Cuando entró en vigor la Constitución Civil del Clero, en enero de 1791, se instaló un nuevo Párroco en la Parroquia de Dardilly (parroquia de la familia Vianney).
He aquí lo que escribe Monseñor Trochu a este respecto (p.14): “¿Cómo la buena gente de Dardilly podría haber sospechado que la Constitución Civil, cuyo nombre ignoraban incluso, conducía al cisma y a la herejía? No se cambiaba nada en el exterior, ni en las ceremonias, ni en los hábitos parroquiales.
Estos simples de corazón asistieron algún tiempo sin escrúpulo a la Misa del “sacerdote juramentado”. Así actuaron con una entera buena fe Matthieu Vianney, su mujer y sus niños.”
¡Y sí! Los padres del Cura de Ars, al igual que esas “buenas personas de Dardilly”, no habían visto nada… Siguieron, pues…, “con una entera buena fe”…
“No obstante, sus ojos se abrieron… Catherine, la mayor de las muchachas, aunque sólo tenia en esta época doce años, fue la primera en sospechar el peligro. En el púlpito, el nuevo Pastor no hablaba como el Padre Rey (el antiguo Párroco), ni sobre los mismos temas (…) Además, la asistencia era más heterogénea y, sin embargo, se dispersaba más que antes. Las personas piadosas no asistían ya a los oficios públicos; ¿a dónde iban, pues, a la Misa el domingo? (…) Catherine concibió temores y sobre ellos se abrió a su madre (p. 14).
Perturbada por la clarividencia de Catherine, Marie Vianney, su madre, fue además alertada por un pariente de Ecully.
Entró entonces en una “santa cólera” e increpó violentamente a su nuevo Párroco (p. 15); y por ello, la iglesia parroquial, relicario de tan caros recuerdos, donde los padres se habían casado, donde se había bautizado a los niños, dejó de ser para la familia Vianney una cita de oración.
Por otra parte, no tardarían en cerrarla” (p. 16)
La familia no asistió ya sino a las Misas ¡refractarias y condenadas!
“Mensajeros seguros, enviados desde Ecully, pasaban algunos días por las casas católicas. Indicaban el lugar retirado donde, la noche siguiente, se celebrarían los divinos misterios.
Los Vianney iban por la noche, sin ruido, en la oscuridad. El sacerdote arriesgaba su vida; ya que si era denunciado y detenido, era ejecutado dentro de las veinticuatro horas, sin recurso posible.
Por otra parte, se deportaba a cualquiera que diera asilo a un proscrito.
Ahora bien, los sacerdotes fieles surcaban los alrededores de Dardilly, y la casa de los Vianney los ocultó sucesivamente. (p 16)
Fue en estas reuniones nocturnas que el joven Jean Marie percibió por primera vez la llamada al sacerdocio” (p 17).
¡Bienaventurada perspicacia infantil, bienaventurado valor, que nos valieron este gran santo, Patrono de todos los Párrocos del mundo!
Tomado de: Radio Cristiandad
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