Contemplados los Misterios de la Encarnación, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, de su Gloriosa Ascensión a los Cielos y del envío del Espíritu Santo, la Santa Liturgia nos invita hoy a considerar y meditar el Misterio de la Santísima Trinidad.
La Iglesia honra a la Santísima Trinidad todos los días del año, y principalmente los Domingos; pero le hace una Fiesta particular el Primer Domingo después de Pentecostés para darnos a entender que el fin de los Misterios de Jesucristo y de la venida del Espíritu Santo ha sido llevarnos al conocimiento de la Santísima Trinidad y a su adoración en espíritu y verdad.
Este misterio es el más grande de todos los misterios, pues de todos es principio y fin.
Los doctores sagrados lo llaman sustancia del Nuevo Testamento…
Para conocerlo y contemplarlo han sido creados en el Cielo los Ángeles y en la tierra los hombres…
Para revelar y enseñar con más claridad lo prefigurado en el Antiguo Testamento, Dios mismo descendió de los Ángeles a los hombres: Nadie vio jamás a Dios; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado…
Así pues, quien escriba o hable sobre la Trinidad siempre deberá tener ante la vista lo que prudentemente amonesta Santo Tomás: “Cuando se habla de la Trinidad, conviene hacerlo con prudencia y humildad, pues —como dice Agustín— en ninguna otra materia intelectual es mayor o el trabajo o el peligro de equivocarse, o el fruto una vez logrado.”
El peligro procede de confundir entre sí, en la fe o en la piedad, a las divinas Personas, o de multiplicar su única Naturaleza, al distinguir las Personas; pues la fe católica nos enseña a venerar un solo Dios en la Trinidad y la Trinidad en un solo Dios.
La verdad contenida en el Misterio de la Santísima Trinidad es, pues, la de Dios uno en tres Personas realmente distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Entrando en la consideración de este Misterio, decimos, en primer lugar, que la fe cristiana cree y confiesa un solo Dios: único en naturaleza, en sustancia y en esencia.
Y, elevándose todavía más, la fe de tal manera entiende esta Unidad, que venera la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad.
Porque tres son las Personas en Dios: el Padre, que es ingénito; el Hijo, que es engendrado por el Padre desde toda la eternidad, y el Espíritu Santo, que eternamente procede del Padre y del Hijo.
En una única esencia divina, es el Padre la Primera Persona; el cual, con su Unigénito Hijo y con el Espíritu Santo, es un solo Dios y un solo Señor; no en la singularidad de una única Persona, sino en la Trinidad de una sola Sustancia.
Las Tres divinas Personas se distinguen entre sí únicamente por sus propiedades.
Sería absurdo y herético suponer cualquier diferencia o desigualdad entre ellas.
Es propio del Padre el ser ingénito; del Hijo, el ser engendrado por el Padre; y del Espíritu Santo, el proceder del Padre y del Hijo.
De esta manera reconocemos tal identidad de esencia y sustancia en las Tres Personas divinas, que, al confesar al verdadero y eterno Dios, creemos debe ser adorada piadosa y santamente:
1) la propiedad en las Personas,
2) la unidad en la Esencia,
3) y la igualdad en la Trinidad.
Tratándose, por lo demás, del más difícil y sublime misterio de la Revelación, bástenos retener con religiosa exactitud los vocablos de Esencia y Persona, con los que está formulado el misterio, y creer que la unidad está en la Esencia, y la distinción en las Personas.
No puede pensarse ni siquiera imaginarse disparidad o diferencia alguna en las divinas Personas, siendo única e idéntica la esencia, voluntad y poder de las Tres.
Sin embargo, con gran propiedad, la Iglesia acostumbra atribuir al Padre las obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor.
No porque todas las perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las tres divinas Personas, pues indivisibles son las obras de la Trinidad, como indivisa es su esencia, porque así como las tres Personas divinas son inseparables, así obran inseparablemente; sino que, por una cierta relación y como afinidad que existe entre las obras externas y el carácter propio de cada Persona, se atribuyen a una más bien que a las otras, o —como dicen los teólogos— se apropian.
Después de haber considerado brevemente lo que nos enseña la teología, sigamos ahora a los autores espirituales y examinemos lo que exige este misterio a las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad.
En primer lugar, creyendo en el misterio de la Santísima Trinidad, rendimos el más esplendido homenaje a la veracidad de Dios.
En efecto, cuando Dios se nos muestra como Creador y gobernando estos mundos innumerables, dirigiendo el sol y los cielos en su camino, no honramos sino medianamente, por la fe estas hermosas verdades, porque en esto nuestra razón y su palabra se encuentran unidas, y ello no nos cuesta sacrificio alguno.
En cambio, cuando nos revela y enseña el misterio de la Trinidad, Tres Personas distintas en una sola Naturaleza…, una Esencia indivisible en Tres Personas, las Tres eternas, todopoderosas, inmensas, infinitas y, sin embargo, un solo eterno, todopoderoso, inmenso, infinito…; Tres Personas, en fin, que no son una sola persona, sino un solo Dios, entonces damos a la palabra divina, aceptando lo que nos dice, el homenaje más espléndido que puede dársele.
Aquí, nuestra razón, después de haber agotado todos sus recursos, no pudiendo ya apoyarse en sus propias concepciones, cae abismada en el sentimiento de su impotencia para comprender lo que se le revela; al honrar a Dios por el anonadamiento de sí misma, se prosterna con respeto y amor ante la veracidad divina, y le dice con santo entusiasmo: ¡Oh Dios! Vos lo habéis dicho y esto me basta; ello es así, y lo creo en virtud de vuestra palabra. Demasiado feliz con ser ilustrado por Vos sobre lo que sois Vos mismo, creo en vuestra palabra sin vacilar. Si os comprendiera, mi fe sería menos honrosa para Vos, menos meritoria para mí, y me cautivaría menos. Precisamente, porque en esta materia nada comprendo, me complazco en confesar la Trinidad: al Padre eternamente fecundo y Padre desde el principio; al Hijo engendrado por el conocimiento que tiene Dios de sí mismo; al Espíritu Santo, que procede del amor sustancial que une al Padre y al Hijo…
Seguidamente, creyendo en el misterio de la Santísima Trinidad, rendimos el mas magnifico homenaje a la grandeza de Dios.
De tal modo es esto cierto, que cuanto más fuera de nuestro alcance está lo que la Revelación nos enseña respecto a Dios, tanto más lo engrandece en nuestro espíritu.
Si la Revelación sólo nos enseñara cosas perfectamente comprensibles, podríamos tal vez decir: nos engaña, empequeñece a Dios; porque el Ser infinito no puede caber en los estrechos límites de una inteligencia creada y, por consiguiente, esencialmente limitada.
Pero, cuando nos muestra el misterio de la Santísima Trinidad, entonces no podemos menos que exclamar: ¡Oh Dios! esto sí que es digno de Vos, precisamente porque nuestra inteligencia no puede alcanzar tanta elevación. Esta es la prueba de vuestra grandeza. Si os comprendiese, no seríais infinito, no seríais Dios.
A continuación, el misterio de la Santísima Trinidad es el encanto de nuestra esperanza.
Si nos consideráramos sólo en nosotros mismos, con nuestra impotencia para todo lo bueno, nuestra tendencia al mal y las faltas que hemos cometido, tendríamos por qué temer; pero, al contemplar las Tres divinas Personas, al instante renacen en nosotros la esperanza y la felicidad.
Vemos, en la Primera de las Tres divinas Personas, un Padre que nos ama hasta llamarnos y hacernos realmente sus hijos; en la Segunda, un Mediador que ofrece su Sangre en pago de nuestras deudas, un pontífice que ruega por nosotros; y, en la Tercera, un abogado y consolador consagrado a nuestra santificación.
Por estos dulces Nombres el Bautismo nos regeneró, la Confirmación nos hizo perfectos cristianos, la Penitencia perdona nuestras culpas, el Matrimonio une a los fieles y el Orden consagra a los sacerdotes.
Con estos dulces nombres, la Iglesia bendice a sus hijos y comienza y termina sus oraciones.
¡Sí! El misterio de la Trinidad es el apoyo, la fuerza y el encanto de la esperanza cristiana.
Finalmente, el misterio de la Trinidad es el embeleso de la caridad
Nada excita más amor en el corazón que el pensamiento del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Nunca Dios se muestra más Dios que cuando, al penetrar en el secreto de la Trinidad, contemplamos sus inefables operaciones, las divinas grandezas plenamente conocidas por el Padre, alabadas como ellas lo merecen por el Verbo y amadas dignamente por el Espíritu Santo.
Jamás la caridad ha estimulado más nuestro corazón para que exclame: Sí; verdaderamente, Dios es caridad…
El Padre del Verbo eterno, quiere también serlo nuestro:
Padre de la creación, puesto que nos ha dado el ser y la vida;
Padre por la providencia, puesto que tiene tan gran cuidado de los hijos que ha puesto en el mundo;
Padre por la predestinación, puesto que, desde la eternidad, nos ha concebido como hijos adoptivos en el seno mismo en que engendró a su Verbo;
Padre por la predicación de su Evangelio;
Padre por la regeneración del Bautismo;
Padre por la gracia santificante que infunde en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos permite exclamar con confianza, diciéndole: ¡Padre mío! ¡Padre mío!;
Padre, en fin, por el amor que no tiene semejante en padre alguno; amor inconcebible, que llega hasta inmolar a su unigénito por salvarnos a nosotros de la muerte.
¿Qué hay, pues, más amable que las Tres Personas de la Santísima Trinidad?
Disponemos, pues de este hermoso día para festejar y homenajear a la Santísima Trinidad. Hagámoslo lo mejor posible, según las posibilidades de esta tierra…
Decía el Padre de Chivré: Cuando se ha dado la vuelta completa a través de las solemnidades humanas, comprendidas las de la Iglesia, a pesar del verdadero respeto que merecen por lo que representan, uno vuelve un poco vacío y triste…
¿Qué hemos de hacer, pues, para celebrar los más dignamente esta fiesta mientras aguardamos hacerlo por la eternidad en el Cielo?
Hemos de hacer cinco cosas:
1ª, adorar el misterio de Dios Uno y Trino;
2ª, dar gracias a la Santísima Trinidad por todos los beneficios temporales y espirituales que de Ella recibimos;
3ª, consagrarnos totalmente a Dios y rendirnos del todo a su divina Providencia;
4ª, pensar que por el Bautismo entramos en la Iglesia y fuimos hechos miembros de Jesucristo por la invocación y virtud del nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo;
5ª, determinarnos a hacer siempre con devoción la señal de la Cruz, que expresa este misterio, y a rezar con viva fe e intención de glorificar a la Santísima Trinidad aquellas palabras que tan a menudo repite la Iglesia: Gloria sea al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.
Tomado de: Radio Cristiandad.