Discite a me quia mitis sum et humilis corle. "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón." (MATTH., XI, 29.)
En su forma eucarística, Jesús nos enseña a anonadarnos para asemejarnos a El: la amistad exige la igualdad de vida y de condición; para vivir de la Eucaristía nos es indispensable anonadarnos con Jesús, que en ella se anonada. Entremos ahora en el alma de Jesús y en su sagrado Corazón, y veamos qué sentimientos han animado y animan a este divino corazón en el santísimo Sacramento. Nosotros pertenecemos a Jesús sacramentado. ¿No se da a nosotros para hacernos una misma cosa con El? Necesitamos que su espíritu informe nuestra vida, que sus lecciones sean escuchadas por nosotros, porque Jesús en la Eucaristía es nuestro maestro. El mismo desea enseñarnos a servirle para que lo hagamos a su gusto y según su voluntad, lo cual es muy justo, puesto que El es nuestro señor y nosotros sus servidores. Ahora bien: el espíritu de Jesús se revela en aquellas palabras: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón", y cuando los hijos del Zebedeo quieren incendiar una población rebelde a su Señor, Jesús les dice: "Ignoráis qué espíritu os impulsa": Nescitis cujas spiritus estis (1). El espíritu de Jesús es de humildad y de mansedumbre, humildad y mansedumbre de corazón, es decir, humildad y mansedumbre aceptadas y amadas por imitar a Jesús. Nuestro señor Jesucristo quiere formarnos en estas virtudes y para esto se halla en el santísimo Sacramento y viene a nosotros. Quiere ser nuestro maestro y nuestro guía en estas virtudes: sólo El puede enseñárnoslas y darnos la gracia necesaria para practicarlas.
La humildad de corazón es corno si dijéramos el árbol que produce la flor y el fruto de la dulzura o mansedumbre.
Discite a me quia humilis corle. Jesús habla de la humildad de corazón; ¿es que no poseía la humildad de espíritu? La humildad de espíritu es negativa, es decir, la que se funda en el pecado y en la miseria de nuestra naturaleza corrompida, Jesús no la podía tener, y si practicó las obras de esta virtud fué para darnos ejemplo; por eso se humilla como los pecadores a pesar de estar libre de pecado. Jamás hizo El cosa alguna por la cual debiera sonrojarse, como confesó el buen ladrón: Hic nihil mal¡ gessit (2). "Este no hizo nada malo." Nosotros..., ¡ah!, nosotros deberíamos sonrojarnos a cada momento, porque hemos cometido muchos pecados, y aún no conocemos todo el mal que hemos hecho...
Tampoco hay en Jesús la ignorancia propia de la naturaleza caída, mientras que nosotros, puede decirse que no sabemos nada, o apenas si conocemos otra cosa que el mal. Desnaturalizamos la noción de la justicia y del bien. Jesús lo sabe todo y es tan humilde que obra como si todo lo ignorase: ¡El pasa treinta años aprendiendo, sin ser conocido!
Posee todos los dones de la naturaleza; sabe y puede hacer todas las cosas a la perfección y no lo demuestra; trabaja toscamente, algo así como los aprendices: Nonne fabri filius? (3). ¿No es éste el hijo- del artesano y artesano como su padre?
Nunca lió a conocer Jesús que lo sabía todo: aun cuando enseña, repite muchas veces que no hace más que anunciar la palabra de su Padre: se limita a cumplir su misión, y lo hace en la forma más sencilla y humilde; se condujo, pues, como un hombre verdaderamente humilde de espíritu. Nunca se glorió de nada, ni pretendió brillar, ni mostrar agudeza, ni aparecer más instruído que los demás: en el templo, estando en medio de los doctores, los escuchaba y les preguntaba para dar señales de instruirse: Audientem et interrogantem eos (4).
Jesús tenía la humildad de espíritu positiva, la cual no consiste en humillarse uno por razón de su miseria, sino en transferir a Dios todo el bien habido y humillarse uno en el mismo bien. El dependía-en todo de su Padre, le consultaba y obedecía en aquellos que ocupaban su lugar aquí en la tierra, y cedía a su divino Padre la honra de todo bien: su humildad de espíritu es magnífica, admirable, divina: Ego autemnon quaero gloriam meam (5), es una humildad gloriosísima, una humildad enteramente amorosa y completamente espontánea.
Nosotros debemos tener la humildad de espíritu, porque somos ignorantes y pecadores: es un deber de justicia en nosotros. Venimos también obligados a ello en calidad de discípulos y siervos de Jesucristo. Sin embargo, Jesús, en su mandato, nos habla solamente de la humildad de corazón; parécele a su amor que sería humillarnos demasiado hablarnos de esta humildad de espíritu, porque ello trae a la memoria un sinnúmero de miserias y pecados, cosas todas a propósito para engendrar el menosprecio. El amor de Jesús echa un velo sobre todo esto que nos es menos grato y nos dice tan sólo que seamos como El, humildes de corazón, humilis corde.
¿Qué es ser humilde de corazón? Es aceptar de Dios, con sumisión de corazón, la obligación de practicar la humildad, como un bien y como un ejercicio que le es muy glorioso; consiste en conformarnos con_ el estado en que Dios nos ha colocado, y en cumplir nuestros deberes, cualesquiera que ellos sean, sin avergonzarnos de nuestra condición; consiste en mostrar naturalidad y sencillez en las gracias extraordinarias con que Dios nos haya favorecido. Por consiguiente, si amo a Jesús, debo asemejarme a El; si amo a Jesús, debo amar lo que ama El, lo que practica El, lo que El prefiere a todo; esto es, la humildad.
La humildad de corazón es más fácil de practicar que la humildad de espíritu, puesto que no se trata sino de un sentimiento digno de toda estima y muy elevado: asemejarse a Jesús, amarle y glorificarle en estas sublimes circunstancias de humildad.
¿Tenemos nosotros esa humildad de corazón, o, mejor dicho, este amor de Jesús humillado?
Puede ser que tengamos aquella humildad que no pugna con el interés, la gloria ni el éxito en las empresas; aquella humildad que da y se sacrifica puramente, sin móviles de alabanza humana; pero no aquella otra que desciende con Juan Bautista, el cual se rebaja, se oculta y tiene como una gran dicha ser abandonado por nuestro Señor; no aquella humildad de Jesús en el Sacramento, oculto, abatido y anonadado por glorificar a su Padre.
Este es un verdadero combate por el cual debemos triunfar de nuestra naturaleza: amar la humildad de Jesús es la gloria y la victoria de Jesús en nosotros.
Se concibe la humildad en la prosperidad, en la abundancia, en el éxito, en los honores, en el poder...; ahora, que esta humildad debe ser muy fácil, porque causa satisfacción el practicarla, esto es, el referir a Dios toda nuestra gloria. Pero hay también la humildad positiva del corazón, que se practica cuando las humillaciones, tanto internas como externas, afectan directamente al corazón, al alma, al cuerpo, a nuestras acciones, sobre las cuales se desencadenan como furiosa tempestad que amenaza sumergirnos; esta es la humildad de Jesucristo y de todos los santos: amar a Dios en tales circunstancias, darle gracias por vernos reducidos á semejante estado, es la verdadera humildad del corazón.
¿Cómo llegar a conseguirla? No será por medio del raciocinio y de la reflexión, porque juzgaríamos estar en posesión de la humildad cuando nuestra mente formase de ella ideas muy elevadas y cuando tomásemos heroicas resoluciones..., pero no pasaríamos de ahí. Se necesita tan sólo revestirse del espíritu de nuestro Señor, verle, consultarle, obrar bajo su divina inspiración, como en sociedad, en amor; es necesario recogernos en su divina humildad de corazón, ofrecer nuestras obras a Jesús humillado por amor en el Sacramento, y prefiriendo este estado oculto a toda su gloria; después examinaremos nuestros actos a ver si nos hemos desviado de esta regla. Digamos sin cesar: "¡Oh Jesús, Vos que sois tan humilde de corazón, haced el mío semejante al vuestro!"
La humildad de corazón produce la mansedumbre; por eso Jesús es manso: esta virtud forma como la nota característica de su vida y es como si dijéramos el espíritu que la informa: "¡Aprended de mí que soy manso!" No dice
Aprended de mí que soy penitente, pobre, sabio o callado, sino manso; porque el hombre caído es natural y esencialmente colérico, envidioso e inclinado al odio, muy quisquilloso, vengativo, homicida en su corazón, furioso en su mirada, lleno de veneno en la lengua y violento en sus movimientos; la cólera forma con él una naturaleza, porque es soberbio, ambicioso y sensual; y como en su condición de hombre caído lucha de continuo con el infortunio y la humillación, vive siempre exasperado, como si fuese un hombre que ha padecido injustamente.
Mansedumbre interior. Jesucristo es dulce y pacífico en su corazón: ama al prójimo, quiere su bien, no piensa sino en los beneficios que podrá hacerle; juzga al prójimo según su misericordia y no según su justicia: aun no ha llegado la hora de la justicia. Jesús es como una madre: es el buen samaritano. Lo mismo al tierno niño, al justo que al pecador..., a todos se extiende la ternura de su corazón.
En este corazón no cabe la indignación contra aquellos que le desprecian, le injurian o le quieren mal; contra los que le maltratan o están dispuestos a ofenderle: a todos los conoce y no siente hacia ellos sino grande compasión y experimenta honda pena por el lastimoso estado en que se hallan: "Et videns civitatem flevit super illam" (6).
Jesús era dulce por naturaleza: 'es el cordero de Dios; dulce por virtud para glorificar a su Padre mediante tal esta-do de mansedumbre; dulce por la misión que recibió de su Padre; la dulzura debió ser el carácter del Salvador, para que pudiese atraerse a los pecadores, animarlos a venir a El, granjearse su afecto y sujetarlos a la ley divina.
¡Y qué necesidad tenemos nosotros de esta dulzura de corazón! Por desgracia carecemos de ella, y, en cambio, con demasiada frecuencia sentimos que están llenos de ira e indignación nuestros pensamientos y nuestros juicios. Juzgamos de las cosas y de las personas apuntando siempre al éxito desde nuestro punto de vista y tratamos sin consideración a cuantos se oponen a nuestro parecer. Y nosotros deberíamos juzgar de todo como nuestro Señor, o en su santidad o en su misericordia; de esta manera seríamos caritativos y nuestro corazón conservaría la paz: Jugis pax cum humili (7).
Si prevemos que se nos va a contradecir, ¡cuántos razonamientos, cuántas justificaciones y respuestas enérgicas bullen en nuestra imaginación! ¡Y cuán lejos está todo esto de la mansedumbre del cordero! Es el amor propio el que nos sugiere estas cosas, que no ve más que la propia persona y los' propios intereses. Si estamos constituídos en autoridad nada vemos fuera de nosotros mismos; sólo tenemos en cuenta los deberes de nuestros inferiores, las virtudes que debieran poseer, el heroísmo de la obediencia, la dulzura del mandato, nuestra obligación de humillar y quebrantar la voluntad del súbdito, su escarmiento ; todo esto no vale nunca lo que un acto de mansedumbre. El que manda debe ser el que más se humille, dice el Salvador. Nosotros no somos ni debemos ser más que discípulos del maestro, dulce y humilde de corazón. Servus servorum Dei, y no generales de ejército.
¿Por qué mostramos a menudo tanta energía cuando se nos hace oposición? ¿Por qué esa indignación, no santa ciertamente, contra lo que es malo y contra los incrédulos e impíos? ¡Ay! En el fondo la vanidad nos comunica tales energías; parecemos hacer alarde de energía y no es más que impaciencia y cobardía. Jesucristo compadecería a esas pobres gentes, oraría por ellas y trataría, en sus relaciones con las mismas, de honrar a su Padre por medio de la dulzura 'y de la humildad.
Además, esas expresiones enérgicas y picantes dan muy mal ejemplo. ¡Oh Dios mío, haced mi corazón dulce como el vuestro!
Mansedumbre de espíritu. Jesús es dulce en su espíritu: El no ve en todas las cosas sino a Dios su Padre; en los hombres, las criaturas de Dios, y El es el padre que lleva los extravíos de sus hijos y procura hacerles volver a la casa paterna; él es el que cura las heridas, cualquiera que sea la causa que las haya producido, y anhela verlos reintegrados a la vida divina. Su mente está enteramente ocupada en el pensamiento de su paternidad para con sus hijos, en la pena que le causa el desgraciado estado en que se hallan; su ocupación constante es el bienestar de sus hijos, y a este fin encamina todos sus trabajos, siendo inspirados todos sus actos por la paz, y no por la cólera, por la indignación ni por la venganza. Como David, que lloraba por Absalón, culpable, y al mismo tiempo recomendaba que le salvasen la vida; como María, la madre del dolor, que llora por los verdugos de su hijo, alcanzándoles el perdón...
La caridad verdadera se alimenta, así en el espíritu como en cuanto al corazón, con el bien que procura hacer, no queriendo el mal ni emplear medio alguno para vengarlo; tiene siempre presente el estado sobrenatural, presente o futuro, del hombre; no se aparta de Dios a fin de no ver en el hombre a un enemigo: la caridad es dulce y paciente.
Todo lo que hay en nuestros corazones está también en nuestro espíritu y en nuestra imaginación, que son los agentes que promueven en nosotros terribles tempestades y nos ponen la espada en la mano para destrozarlo todo. Hay que aplicar la segur a la raíz de estos ataques: una mirada dirigida, desde el primer momento, a Jesús sacramentado bastará para recobrar la calma.
Jesús, dulce en su corazón y en su espíritu, lo es también, naturalmente, en su exterior. La dulzura de Jesús es como el suave perfume de su caridad y de su `santidad. Se percibe en todos los movimientos de su cuerpo: nada de violento en sus ademanes, que son moderados y tranquilos como la expresión de su pensamiento y de sus sentimientos llenos de dulzura; su andar es sosegado y sin precipitación, porque en sus movimientos todo está regulado por la sabiduría. Su cuerpo, su porte exterior, sus vestidos, todo, en suma, anuncia en El el orden, la calma y la paz; es el reinado de su dulce modestia, porque la modestia es la mansedumbre del cuerpo y su honor.
La cabeza del Salvador guarda también una posición modesta, no orgullosa ni altanera, ni está erguida, aunque tampoco excesivamente abajada y tímida; en una palabra, ofrece el aspecto de la modestia sencilla y humilde.
Sus ojos no denuncian movimiento alguno de indignación ni de cólera; su mirada es respetuosa para los superiores, amorosa para su madre y para san José en Nazaret, bondadosa para sus discípulos, tierna y compasiva para los pecadores e indulgente y misericordiosa para sus enemigos.
Su boca augusta es el trono de la dulzura: se abre con modestia y con suave gravedad. El Salvador habla poco jamás ha salido de su boca una chocarrería, ni una palabra burlesca, ni una frase de mal gusto o de mera curiosidad; todas sus palabras, lo mismo que sus pensamientos, son fruto de su sabiduría; los términos que emplea son siempre sencillos, siempre oportunos y al alcance de aquellos que le escuchan, que, por lo general, son pobres y gente del pueblo. Jesucristo en sus predicaciones evita toda alusión personal que pueda lastimar; no ataca sino los vicios de escuela o de casta, no condena sino los malos ejemplos y los escándalos, no revela los delitos ocultos ni los defectos interiores.
No esquiva la presencia de aquellos que le odian; no deja de cumplir ningún deber ni de defender la verdad por temor, por evitar la contradicción o por agradar a las personas. No dirige reproches impremeditados ni formula profecías personales antes del tiempo señalado por su Padre; trata con la misma sencillez y mansedumbre a los que sabe que le han de abandonar; mientras no llega el momento de hablar, el porvenir para El es como si no lo conociera.
Jesucristo dio pruebas de una paciencia admirable con aquellas muchedumbres que se apiñaban en torno suyo; de una calma sublime en medio de las mayores agitaciones y entre tantas peticiones y exigencias de un pueblo grosero y terrenal.
Todavía causa más admiración su comportamiento tan suave, tan dulce y tan bondadososo con discípulos rudos e ignorantes, susceptibles e interesados, que se envanecerán de tenerle por maestro. Jesucristo manifiesta a todos el mismo amor: no hay en El preferencias ni aceptación de personas: i Jesús es todo miel, todo dulzura, todo amor!
Si comparamos nuestra vida con la de Jesucristo, i qué reprochable resulta la nuestra! Nuestro amor propio afila el sable contra ciertas personas que por su manera de ser y por su carácter hieren de una manera especial nuestro orgullo
todas esas impaciencias, esos reproches y ese proceder mortificante proceden de un fondo de pereza que quiere desembarazarse y librarse cuanto antes de un obstáculo, de un sacrificio, de un deber, y por esta causa lo rehuímos o lo cumplimos con demasiada precipitación.
¡Ay!, a decir verdad, esa afectación, esos aires de triunfo y esas palabras son cosas ridículas. Yo espero que el divino maestro nos ha de mirar con ojos de piedad por todas esas faltas que no dejan de ser miserias y necedades.
Es de notar que la dulzura con los poderosos y con aquellos que pueden halagar nuestra vanidad es una debilidad, una adulación y una cobardía, y el mostrarse fuerte con los débiles, una crueldad, y la humillación no es otra cosa, frecuentemente, que una venganza secreta. ¡Oh Dios mío!
El mayor triunfo de la mansedumbre de Jesús está en la virtud del silencio.
Jesús, que vino al mundo para regenerarnos, principia por guardar silencio en público durante treinta años; sin embargo, ¡cuántos vicios había en el mundo que corregir, cuántas almas extraviadas, cuántas faltas en el culto, cuántas en los levitas y en las primeras autoridades de la nación! Jesucristo no reprende a nadie; se contenta con orar, con hacer penitencia, no transigiendo con el mal y con pedir perdón a Dios.
¡Qué cosas más hermosas y útiles hubiera podido hacer Jesús en esos treinta años para enseñar y consolar! Y, sin embargo, no las dijo; se limitó a oír a los ancianos, a asistir a las instrucciones de la sinagoga, a escuchar a los escribas y doctores de la ley como un simple israelita de la última clase del pueblo; hubiera podido reprender y corregir y no lo hace; ¡todavía no había llegado la hora!
¡La sabiduría increada, el Verbo de Dios que ha creado la palabra y hace conocer la verdad, se calla y honra a su Padre con su dulce y humilde silencio! Este silencio de Jesús elocuentemente nos dice: "¡Aprended de mí, que soy dulce y humilde de corazón!"
¡Cómo condena nuestra vida la conducta de Jesús! Hablamos como insensatos diciendo muchas veces lo que no sabemos, resolviendo como ciertas las cuestiones dudosas e imponiendo a los demás nuestro criterio. ¡Cuántas veces decimos lo que no deberíamos decir, revelando lo que la más rudimentaria prudencia y humildad debieran hacernos callar! Cuando obramos así Jesucristo nuestro señor nos trata como a charlatanes e insolentes, dejándonos hablar solos para confusión nuestra; su pensamiento no está con nosotros y su gracia no quita la esterilidad de nuestras palabras.
Este silencio que dimana de la mansedumbre de Jesús es paciente; a los que le hablan los escucha hasta el fin, sin interrumpirles jamás, y eso que sabe de antemano lo que desean decirle; responde El mismo directamente; reprende y corrige con bondad, sin humillar ni zaherir a nadie, como lo haría el mejor maestro con sus jóvenes discípulos. Oye cosas que le desagradan, cosas impertinentes, y en todo halla ocasión de instruir y hacer bien.
En cuanto a nosotros, ocurre de muy distinto modo: somos impacientes para contestar a lo que hemos comprendido de antemano, y nos molesta escuchar lo que nos obliga a callar largo tiempo o lo que nos contraría. Esta impaciencia y esta molestia las reflejamos en nuestro semblante y nuestro aspecto exterior. No es éste el espíritu de Jesucristo, ni aun el de una persona bien educada, ni siquiera el de un hombre pagano honrado y prudente. Hay un montón de circunstancias en la vida del hombre en las que la paciencia, la dulzura y la humildad del silencio vienen a ser la virtud del momento, las cuales deben ser, ante Dios, el fruto único de ese tiempo que empleamos en practicarlas y que creemos perdido. Su gracia ya no los advierte: escuchemos su voz y obedezcámosle sencilla y fielmente.
¿Qué decir de la mansedumbre del silencio de Jesús en el sufrimiento?
Jesús se calla habitualmente ante la incredulidad de muchos discípulos, en presencia del corazón inicuo e ingrato de Judas, cuyos pérfidos pensamientos e infames maquinaciones conoce en absoluto. Jesús se domina, está sereno, tranquilo y afectuoso con todos, como si nada supiese; continúa con ellos su trato ordinario, respetando el secreto que con los mismos guarda su Padre. ¡Qué lección contra los juicios temerarios, contra las sospechas y antipatías secretas!. Jesús conoce el secreto de los corazones, pero antes de hacer uso de este conocimiento tiene presente la ley de la caridad Y .del deber común, porque éste es el orden de la Providencia.
Jesús confiesa sencillamente la verdad de su misión delante de los jueces; en presencia de los pontífices confiesa que es Hijo de Dios; y que es rey, en presencia del gobernador romano. Se calla delante del curioso e impúdico Herodes. Guarda silencio como los sentenciados a muerte, mientras la cohorte pretoriana le llena de improperios y se burla de El sacrílegamente; sufre, sin exhalar una queja, el suplicio de la flagelación y el insulto del Ecce Homo. No protesta por la lectura de su injusta condenación; toma su cruz con amor, y sube al calvario en medio de las maldiciones de todo el pueblo; y cuando se ha agotado la malicia de los hombres y los verdugos han terminado su obra, abre la boca y dice "¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!" ¿Es posible que, conociendo esta escena, nuestro corazón no se sienta quebrantado por el dolor y conmovido por el amor?
¿Qué diremos de la mansedumbre eucarística de Jesús? ¿Cómo pintar su bondad cuando recibe a todos los que se acercan a El; su afabilidad cuando se pone al alcance de todos..., pequeños..., ignorantes; su paciencia en escuchar a toda clase de gentes, en oír todo lo que le dicen, la relación de todas nuestras miserias...? ¿Cómo describir su bondad cuando se da en la Comunión, acomodándose al estado en que se hallan los que le reciben, yendo a todos con alegría, con tal que los encuentre con la vida de la gracia y con algún sentimiento de devoción, con algunos buenos deseos o, por lo menos, un poco respetuosos; comunicando a cada uno la gracia que le conviene según su disposición y dejándole la paz y el amor como señales de su paso?
Y en cuanto a los que le olvidan, ¡qué mansedumbre tan paciente y misericordiosa! ...
Por último, respecto de aquellos que le desprecian y le ofenden, ruega por ellos y no reclama ni amenaza; a los que le ultrajan con el sacrilegio no les castiga al momento, sino que trata de conducirlos al arrepentimiento con su mansedumbre y su bondad. La Eucaristía es el triunfo de la mansedumbre de Jesucristo.
¿Qué medios debemos emplear para llegar a la mansedumbre de Jesús? Es cosa fácil conocer la belleza, la bondad y, especialmente, la necesidad de una virtud como la mansedumbre; parar en este conocimiento sin pasar adelante es hacer como el enfermo que conoce su remedio, lo tiene a mano y no lo toma; o el viajero que, sentado cómodamente, se contenta con mirar el camino que tiene que andar.
El mejor medio para llegar a la dulzura del corazón de Jesús es el amor de nuestro Señor; el amor tiende siempre a producir la identidad de vida entre aquellos que se aman. El amor obrará este resultado por tres medios.
El primero consiste en destruir el fuego incandescente de la cólera, de la impaciencia y de la violencia, haciendo la guerra al amor propio en las tres concupiscencias que se disputan nuestro corazón; si nos irritamos, es porque nuestra sensibilidad, nuestro orgullo o nuestro deseo de gloria y honras mundanas sufren la contrariedad de algún obstáculo; de aquí que combatir estas tres pasiones dominantes es atacar al enemigo de la mansedumbre.
En segundo lugar hay que amar más la ocupación que se nos ofrece, ordenada por la providencia, que aquella que actualmente practicamos. Sucede muchas veces que nos irritamos, porque no nos es dado continuar libremente una ocupación que nos agrada más que la presentada por Dios. Entonces ha de dejarse todo para hacer la voluntad de Dios, y todo lo que nos ofrezca lo miraremos como lo mejor y como lo más agradable a nuestros ojos. Esta metamorfosis no puede operarse sino amando aquello que Dios pide de nosotros en ese momento, el cual cambia nuestras gracias y nuestras obligaciones para su gloria y nuestro mayor provecho; somos entonces como el criado que abandona a su señor vulgar para ponerse a servir en persona al soberano. ¡Cuán propio es este pensamiento para alentarnos y hacernos conservar la paz y la dulzura en medio de las vicisitudes de la vida!
Pero entre todos, el medio mejor es tener continuamente delante de los ojos el ejemplo de nuestro Señor, sus deseos y complacencias; este medio es del todo bello, luminoso y agradable. Para ser dulces, miremos al Dios de la Eucaristía; alimentémonos con aquel divino maná que contiene todo sabor; en la Comunión hagamos provisión de mansedumbre para todo el día: ¡tenemos tanta necesidad de ella-!
Ser dulce como Jesucristo, ser dulce por amor al Salvador: he aquí el objetivo de un alma que quiere tener el espíritu de Jesús.
¡Oh alma mía! Sé dulce con el prójimo que ejercita tu paciencia, como lo son contigo Dios, Jesús y la santísima Virgen; sé dulce para que el juez divino lo sea contigo, el cual te medirá con la misma medida con que tú hayas medido. Y si piensas en tus pecados, en lo que has merecido y mereces; al ver, ¡oh, pobre alma!, con qué bondad y dulzura, con qué paciencia y consideración te trata nuestro señor Jesucristo, no podrás menos de deshacerte en actos de humildad y dulzura para con el prójimo.
NOTAS:
(1) Luc., IX, 55.
(2) Luc., XXIII, 41.
(3) Matth., XIII, 55.
(4) Matth., II, 46.
(5) Joann., VIII, 50.
(6) Luc., XIX, 41.
(7) Imit. Libr. I, cap. VII.
"Obras Eucarísticas de San Pedro Julián de Eymard"