jueves, 12 de febrero de 2009

Una pregunta sin respuesta de Monseñor Lefevbre


El 21 de noviembre de 1983, Monseñor de Castro Mayer
firmó en compañía de Monseñor Lefebvre una Carta
al Papa con un anexo que exponía las causas principales de la
«dramática situación» eclesial.
Reproducimos el anexo para que se mida el valor del “buen combate” empeñado por estos dos obispos católicos, y para demostrar que tal “dramática situación” no sólo perdura hoy, sino que se ha agravado. Por eso no podemos dejar de hacernos la misma pregunta (que quedó sin respuesta) de un periodista brasileño: «¿Cómo se explica que haya perdido su razón de ser la división entre el clero formado por Monseñor de Castro Mayer y la “iglesia conciliar”?».

ANEXO DOCUMENTAL

I. Concepción “latitudinarista” y ecuménica de la Iglesia.

La concepción de la Iglesia cual “pueblo de Dios” se encuentra ya en numerosos documentos oficiales

De dicha concepción emana un significado latitudinarista y un ecumenismo falso. Algunos hechos patentizan tal concepción heterodoxa: las autorizaciones para construir salas destinadas al pluralismo religioso; la edición de biblias ecuménicas, que no son ya conformes a la exégesis católica, las ceremonias ecuménicas, como la de Canterbury.

En la Unitatis Redintegratio se enseña que la división de los cristianos «es motivo de escándalo para el mundo y obstaculiza la predicación del evangelio a todos los hombres... que el Espíritu Santo no desdeña el servirse de las otras religiones como instrumento de salvación». El mismo error se repite en el documento Catechesi tradendae de Juan Pablo II. En la misma línea, y con afirmaciones contrarias a la fe tradicional, Juan Pablo II declara en la catedral de Canterbury, el 25 de mayo de 1982, «que la promesa de Cristo nos lleva a confiar en que el Espíritu Santo restañará las divisiones introducidas en la Iglesia ya después de Pentecostés»; como si nunca se hubiera dado en la Iglesia la unidad de credo.

El concepto de “pueblo de Dios” induce a creer que el protestantismo no es más que una forma particular de la misma religión cristiana.

El concilio Vaticano II proclama «una auténtica unión en el Espíritu Santo» con las sectas heréticas (Lumen Gentium, 14), «cierta comunión con ellas, bien que imperfecta todavía» (Unitatis Redintegratio, 3).

Esta unidad ecuménica contradice a la encíclica Satis Cognitum de León XIII, quien enseña que «Jesús no fundó una Iglesia que abraza a varias comunidades que se asemejan genéricamente, pero que son distintas y no se hallan ligadas por un vínculo que forme una iglesia única». Dicha unidad ecuménica es contraria también a la encíclica Humani Generis de Pío XII, que condena la idea de reducir a mera fórmula la necesidad de pertenecer a la Iglesia Catolica; es contraria asimismo a la encíclica Mystici Corporis del mismo Papa, que condena la concepción de una Iglesia «pneumática», la cual constituye, según dicha concepción, el lazo invisible entre las comunidades separadas en la fe.

Tal ecumenismo es contrario igualmente a las enseñanzas de Pío XI en la encíclica Mortalium animos: «Sobre este punto es oportuno exponer y rechazar cierta opinión falsa que está en la raíz del problema susomentado y de ese movimiento complejo con el que los acatólicos se esfuerzan por realizar una unión entre las iglesias cristianas. Quienes se adhieren a tal opinión tienen siempre en la boca las palabras de Cristo: ‘...que todos sean uno...; ...y habrá un solo rebano y un solo pastor’ (Jn 17, 21; 10, 16); y pretenden que con tales palabras Cristo expresa un deseo o una plegaria que nunca se ha realizado. De hecho, pretenden que la unidad de fe o de gobierno, que constituye una de las notas de la verdadera Iglesia de Cristo, no ha existido prácticamente hasta el día de hoy, y que todavía ahora sigue sin existir».

Este ecumenismo, condenado por la moral y por el derecho canónico, llega a permitir que los sacramentos de la penitencia, de la eucaristía y de la extremaunción se reciban de «ministros acatólicos» (canon 844 del código nuevo), y favorece «la hospitalidad ecuménica» al autorizar a los ministros católicos a administrar el sacramento de la eucaristía a los acatólicos.

Todo ello es abiertamente contrario a la revelación divina, que prescribe la «separación» y rechaza la mezcolanza «entre la luz y las tinieblas, entre el creyente y el infiel, entre el templo de Dios y el de las sectas» (II Cor 6, 14-18).

II. Gobierno colegial- democrático de la Iglesia

Después de haber arruinado la unidad de la fe, los modernistas contemporáneos se afanan por librarse de la unidad de gobierno así como de la estructura jerárquica de la Iglesia.

La doctrina, ya sugerida por el documento Lumen Gentium del concilio Vaticano II, la recogerá explícitamente el nuevo código de derecho canónico al enseñar que el colegio de los obispos unido al Papa goza igualmente del poder supremo y ello de un modo habitual y constante (canon 336).

Esta doctrina del doble poder supremo es contraria a la enseñanza y a la práctica del Magisterio eclesiástico, especialmente en el concilio Vaticano I (Denz. 3055) y en la encíclica de León XIII Satis Cognitum: sólo el Papa goza de tal poder supremo, que comunica en la medida en que lo considera oportuno y en circunstancias extraordinarias.

A este grave error se liga la orientación democrático- eclesial, que hace residir el poder en el «pueblo de Dios», según lo ratifica el derecho nuevo. Dicho error jansenista lo condena la bula Auctorem Fidei de Pío VI (Denz. 2602).

La tendencia a hacer participar a la «base» en el ejercicio del poder se reconoce en la institución del sínodo [permanente de los obispos] y de las conferencias episcopales, de los consejos presbiterales y pastorales, y en la multiplicación de las comisiones romanas y nacionales así como de las que hay en el seno de las congregaciones religiosas (véase al respecto el concilio Vaticano I, Denz. 3061 - Nuevo Código de Derecho canónico, canon 447).

La degradación de la autoridad en la Iglesia es la fuente de la anarquía y del desorden que reinan hoy por doquiera.

III. Los falsos derechos naturales del hombre

La declaración Dignitatis humanae del concilio Vaticano II afirma la existencia de un falso derecho natural del hombre en materia religiosa, en contra de las enseñanzas pontificias que niegan formalmente blasfemia tamaña.

Así, Pío IX en la encíclica Quanta cura y en el Sílabo, León XIII en las encíclicas Libertas Praestantissimum e Immortale Dei, Pío XII en el discurso Ci riesce a los juristas italianos, niegan que la razón o la revelación fundamenten semejante derecho.

El Vaticano II cree y profesa de manera absoluta, que «la verdad no puede imponerse sino con la fuerza propia de la verdad», lo que se opone formalmente a las enseñanzas de Pío VI contra los jansenistas del concilio de Pistoya (Denz. 2604). El concilio Vaticano II llega al absurdo de afirmar el derecho a no adherirse a la verdad ni seguirla: el derecho a obligar a los gobiernos civiles a no hacer ya discriminaciones por motivos religiosos, estableciendo la igualdad jurídica entre la religión verdadera y las falsas.

Tales doctrinas se fundan en un concepto falso de la dignidad humana, que deriva de los pseudofilósofos de la Revolución Francesa, agnósticos y materialistas, los cuales fueron condenados en el pasado por San Pío X en el documento pontificio Notre Charge Apostolique.

El Vaticano II pronostica que de la libertad religiosa nacerá una era de estabilidad para la Iglesia. Gregorio XVI, en cambio, reputa por desvergüenza suma afirmar que la libertad inmoderada de opinión sería benéfica para la Iglesia.

El Concilio expresa un principio falso en la Gaudium et Spes al considerar que la dignidad humana y cristiana deriva del hecho de la Encarnación, la cual restauró dicha dignidad en beneficio de todos los hombres. El mismo error se afirma en la encíclica Redemptor hominis de Juan Pablo II.

Las consecuencias del reconocimiento por parte del concilio de este falso derecho del hombre baten por tierra los fundamentos del reinado social de Nuestro Señor, arruinan la autoridad y el poder de la Iglesia en su misión de hacer reinar a nuestro Señor en los espíritus y en los corazones combatiendo las fuerzas satánicas que subyugan las almas. Al espíritu misionero, en consecuencia, se le acusará de proselitismo exagerado.

La neutralidad de los Estados en materia religiosa es injuriosa para nuestro Señor y para su Iglesia cuando se trate de Estados de mayoría católica.

IV. Una concepción errónea del poder del Papa Ciertamente, el poder del Papa en la Iglesia es un poder supremo, pero no puede ser absoluto ni ilimitado, dado que está subordinado al poder divino, que se expresa en la tradición, en la Escritura Sagrada y en las definiciones promulgadas por el magisterio eclesiástico (Denz. 3116).

El poder del Papa está subordinado al fin para el cual le fue conferido, y limitado por éste. Tal fin lo define claramente el Papa Pío IX en la constitución Pastor Aeternus del concilio Vaticano I (Denz. 3070). Sería un abuso de poder intolerable modificar la estructura de la Iglesia y pretender apelar al derecho humano contra el derecho divino, como se hace en la libertad religiosa, en la "hospitalidad" eucarística autorizada por el derecho nuevo, en la afirmación de dos poderes supremos en la Iglesia.

Salta a la vista que, en estos casos y en otros semejantes, es un deber para todo sacerdote y fiel católico resistir y negar la obediencia. La obediencia ciega es un sinsentido, pues nadie está exento de responsabilidad por haber obedecido a los hombres antes que a Dios (Denz. 3115), al paso que la resistencia en cuestión debe ser pública si el mal es público y constituye motivo de escándalo para las almas (Suma Teológica II-II, q. 33, a. 4).

Son principios elementales de moral que reglan las relaciones de los súbditos con todas las autoridades legitimas.

Por otra parte, esta resistencia halla una confirmación en el hecho de que desde hace tiempo sólo se penaliza a quienes se atienen firmemente a la tradición y a la fe católica.

mientras que no se molesta a quienes profesan doctrinas heterodoxas o cumplen auténticos sacrilegios: es la lógica del abuso de poder.

V. Concepción protestante de la misa

La nueva concepción de la Iglesia, a juzgar por la definición que dio de ella el Papa Juan Pablo II en la constitución preliminar del Nuevo Código de Derecho Canónico, comporta un cambio en el acto principal de la Iglesia, integrado por el sacrificio de la misa. La definición de la nueva eclesiología define con exactitud a la nueva misa: un servicio y una comunión colegial o ecuménica. No se puede definir mejor la nueva misa, la cual, igual que la nueva "iglesia" conciliar, rompe abiertamente con la tradición y el magisterio de la Iglesia. Se trata de una concepción más protestante que católica! que explica tanto todo lo que se ha exaltado indebidamente cuanto lo que se ha disminuido. En contra de las enseñanzas del concilio de Trento en la sesión XXII, contrariamente a la encíclica Mediator Dei de Pío XII, se ha exagerado el papel de los fieles a la hora de participar en la misa y se ha rebajado el del presbítero degradado a mero presidente; se ha exagerado el papel de la liturgia de la palabra y disminuido la importancia del sacrificio propiciatorio; se ha exaltado la cena comunitaria y se la ha aseglarado, todo ello a costa de la fe en la presencia real obrada por la transubstanciación y del respeto debido a ella, al paso que con la supresión de la lengua sagrada se han pluralizado los ritos hasta el infinito, profanándolos con aportes mundanos o paganos, y se han difundido traducciones falsas, a expensas de la fe verdadera y de la piedad auténtica de los fieles.

Y sin embargo, los concilios de Florencia y de Trento habían anatematizado todos estos cambios y afirmado que el canon de la misa se remontaba a los tiempos apostólicos. Los Papas San Pío V y Clemente VIII insistieron en la necesidad de evitar cambios y mudanzas, conservando a perpetuidad este rito romano consagrado por la tradición.

La desacralización de la misa, su "aseglaramiento", entrenan el "aseglaramiento" del sacerdocio a la usanza protestante.

La reforma litúrgica de corte protestante es uno de los mayores errores de la iglesia conciliar, y una de las más dañinas para la fe y la moral.

La situación de la Iglesia, puesta en estado de búsqueda, introduce en la práctica el libre examen protestante, resultado de la pluralidad de "credos" en el seno de la Iglesia.

La supresión del Santo Oficio, del Indice, del juramento antimodernista, han suscitado en los teólogos modernos una necesidad de nuevas teorías, que desorientan a los fieles y los empujan hacia el movimiento carismático, el pentecostalismo, las comunidades de base... Es una autentica revolución, dirigida en definitiva contra la autoridad de Dios y de la Iglesia.

Los graves errores modernos, condenados constantemente por los Papas, se desarrollan ahora sin trabas en el seno de la Iglesia:

1. Las filosofías modernas antiescolásticas, existencialistas, antiintelectualistas, se enseñan en las universidades católicas y en los seminarios mayores.

2. Al humanismo lo favorece la necesidad de las autoridades eclesiásticas de hacer eco al mundo moderno y considerar al hombre el fin de todas las cosas. 3. El naturalismo -la exaltación del hombre y de los valores humanos- hace olvidar los valores sobrenaturales de la redención y de la gracia.

4. El modernismo evolucionista causa el rechazo de la tradición, de la revelación, del magisterio de veinte siglos. No existen ya verdades inmutables ni dogmas.

5. El socialismo y el comunismo: la negativa por parte del concilio a condenar estos errores fue escandalosa e indujo a creer con toda la razón del mundo que hoy el Vaticano es favorable a un socialismo o a un comunismo más o menos cristiano. La actitud de la Santa Sede durante estos últimos quince años, tanto más allá cuanto más acá del telón de acero, confirma esta creencia.

Por último, los acuerdos con la masonería, con el consejo ecuménico de las iglesias y con Moscú reducen a la iglesia al estado de prisionera, la hacen del todo incapaz de cumplir libremente su misión. Se trata de auténticas traiciones que claman venganza al cielo, como los elogios tributados en estos días al heresiarca más escandaloso y más nocivo para la Iglesia: Lutero.

Es hora de que la Iglesia recupere la libertad de realizar el reino de nuestro Señor Jesucristo y el reino de María sin preocuparse de sus enemigos».

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