sábado, 17 de enero de 2009

La Caridad


La vida del Salvador refleja Su amor puro por toda la humanidad, hasta el punto de dar la vida por nosotros. La caridad es el amor puro que nuestro Salvador Jesucristo tiene por nosotros. Él nos ama. Las Escrituras nos dicen que la caridad es un sentimiento que albergamos en el corazón. Tenemos amor puro cuando, desde lo más profundo de nuestro corazón, demostramos interés y compasión sinceros por todos nuestros hermanos (Juan 3,16-24).
Alleguémonos, pues, a la caridad, que es mayor que todo, porque todas las cosas han de perecer; pero la caridad es el amor puro de Cristo, y permanece para siempre.
El salvador nos dio el ejemplo de su vida para que lo sigamos. Él fue perfecto; tuvo un amor perfecto y nos demostró la forma en la cual debemos amar. Por medio de Su ejemplo, nos demostró que las necesidades espirituales y físicas de nuestros semejantes son tan importantes como los propios. Antes de dar Su vida por nosotros, dijo: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he amado”.
“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15, 12-13).
Y ahora sabemos que este amor que ha tenido por los hijos de los hombres es la caridad; por tanto, a menos que los hombres tengan caridad, no pueden heredar ese lugar que Él ha preparado en las mansiones de Su Padre. Dice San Agustín (De doct. Christ.1. I, c.28): “todos los hombres deben ser amados igualmente; y cuando no puedas ser útil a todos, debes atender a aquellos a quienes estás más estrechamente unido en razón de los lugares, tiempos y otras circunstancias”. Tal vez no sea necesario que demos nuestra vida tal como lo hizo el Salvador, o tantos mártires cristianos por defender Su fe, pero tendremos caridad si hacemos de Él el centro de nuestra vida y seguimos Su ejemplo y Sus enseñanzas; y al igual que el Salvador, nosotros también podemos bendecir las vidas de nuestros hermanos aquí en la tierra.
La caridad también es socorrer a los enfermos, a los afligidos y a los pobres.
El Salvador nos dejó muchas enseñanzas en forma de relatos o parábolas. La parábola del buen samaritano nos enseña que debemos socorrer a los necesitados, sin tener en cuenta si son o no nuestros amigos (Lc. 10,30-37). En esa parábola, el Salvador dijo que un hombre se encontraba de viaje hacia otra ciudad, cuando en el trayecto fue atacado por bandidos quienes lo despojaron de la ropa y del dinero que llevaba, lo golpearon y lo abandonaron a un lado del camino medio muerto. Un sacerdote que pasó por el lugar lo miró y siguió su camino. Luego pasó por ahí una persona que asistía al templo, que lo vio y pasó de largo. Sin embargo, un samaritano, que eran despreciados por los judíos, pasó también por allí y cuando vio al hombre, sintió compasión. Se arrodilló a su lado y vendó sus heridas. Luego, este buen samaritano lo puso sobre un asno y lo llevó a un mesón donde pagó al mesonero para que lo cuidara hasta que el hombre se recuperara.
Jesucristo enseñó que debemos dar comida al hambriento, albergue al que no tiene y ropa al necesitado. Cuando visitamos a los enfermos y a los que están en la cárcel, es como si en realidad fuera a Él a quien visitamos. Él nos prometió que si hacíamos todas esas cosas heredaríamos Su reino. (Mt. 25,31-46).
No debemos tratar de decidir si alguien necesita realmente o no nuestra ayuda. Si hemos cuidado primeramente de las necesidades de nuestras familias, entonces podremos ayudar a todos los que necesitan ayuda. De esa manera, seremos semejantes a nuestro Padre Celestial que hace que la lluvia caiga tanto para los justos como para los injustos (Mt. 5,44-45). Es bueno que recordemos que hay corazones quebrantados y almas acongojadas entre nosotros que necesitan el cuidado cariñoso de un hermano comprensivo y bondadoso.


La Caridad viene del Corazón

Aun cuando demos a los necesitados, si no sentimos compasión por ellos, no tenemos caridad (Jn. 3,16-17). El apóstol Pablo enseñó que cuando tenemos caridad nos invaden sentimientos buenos para todas las personas; somos pacientes y bondadosos; no somos jactanciosos, orgullosos, egoístas o groseros. Cuando tenemos caridad no recordamos ni nos regocijamos en las maldades que otros han hecho; ni hacemos cosas buenas simplemente porque nos conviene; en lugar de eso, compartimos el gozo de quienes viven en la verdad. Cuando tenemos caridad, somos leales, creemos lo mejor de los demás y los defendemos. Cuando realmente tenemos caridad esos buenos sentimientos permanecen para siempre con nosotros (1 Cor. 13,4-8).
El Salvador fue nuestro ejemplo de lo que debemos sentir hacia otros y cómo debemos tratarlos. Despreció la maldad pero amó a los pecadores a pesar de sus pecados; tuvo compasión por los niños, los ancianos, los pobres y los necesitados. Su amor era tan grande que suplicó a Nuestro Padre Celestial que perdonara a los soldados que le clavaron las manos y los pies (l Cor. 23,34). Nos enseñó que si no perdonamos a los demás, Nuestro Padre Celestial tampoco nos perdonará a nosotros (Mt. 18,33-35). Él dijo: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen… Porque si amáis a los que os aman, ¿Qué recompensa tendréis?” (Mt. 5, 44-46). Debemos aprender a sentir por los demás lo mismo que Jesús sintió.

Los dos mandamientos de la caridad

1º Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.
2º Amarás al prójimo como a ti mismo.
En el primer mandamiento se prohíbe:
1º Adorar o creer en ídolos o dioses falsos;
2º Creer alguna cosa contra la fe o dudar de alguno de los misterios o ignorar los necesarios;
3º Desconfiar de la misericordia de Dios.
En el primer mandamiento se prohíbe leer, sostener o propagar escritos contrarios a la doctrina católica; tomar parte en algún culto falso; creer en agüeros, brujos, adivinos y espiritistas, y usar cosas supersticiosas.

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