domingo, 23 de diciembre de 2012

El Canto del Cisne - Padre Christian Bouchacourt

El 11 de octubre pasado se organizó una ceremonia en la Basílica de San Pedro, Roma, en la que participaron el Papa y varias centenas de obispos a fin de celebrar el 50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. La atmósfera de esta conmemoración fue poco menos que siniestra. Al ambiente de frescura y de regocijo que anunciaba “una primavera de la Iglesia” profetizada por Juan XXIII sobrevino un crudo realismo: “Estos últimos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual”.(1)

¡La comprobación es cruel! ¿Acaso este aniversario brindó la ocasión para que las autoridades romanas hiciesen un examen de conciencia sobre el Concilio y los cincuenta años que le siguieron? ¡Nada de eso!

Al contrario. ¡El Papa Benedicto XVI deseó mostrar que quería mantener el rumbo! Para reanimar esta fe que parece extinguirse en el mundo entero, manifestó que “es necesario volver a los documentos del Concilio Vaticano II, liberándolos de una masa de publicaciones que a menudo los han ocultado (y que) son, incluso para nuestro tiempo, una brújula que permite a la barca de la Iglesia avanzar mar adentro, en medio de tempestades o de ondas serenas y tranquilas, para navegar segura y llegar a la meta”.(2)

Los invito a que vuelvan a leer aquellas líneas que Monseñor Marcel Lefebvre remitió al Cardenal Ottaviani en respuesta a una encuesta que éste envió a los obispos del mundo entero para conocer qué pensaban sobre el peligro que corrían ciertas verdades fundamentales tras el Concilio Vaticano II. Las respuestas no fueron muchas. Esto es lo que decía Monseñor Lefebvre, entonces Superior de los Padres del Espíritu Santo:

“El mal radica en una literatura que siembra confusión en los espíritus a través de descripciones ambiguas y equívocas, bajo las cuales se descubre sin embargo una nueva religión”.(3)

Los textos del Concilio son ambiguos y equívocos… He allí todo el drama del Vaticano II.

La ambigüedad de los textos conciliares y su carácter equívoco posibilitaron que la gran mayoría de los Padres conciliares los votaran, sin que en su mayor parte se diesen cuenta de que eran portadores del germen de la apostasía a la que asistimos hoy en día. En tiempo de apertura del Concilio soplaba dentro de la Iglesia un aire malsano, alentado por obispos que deseaban casar a la Iglesia con las ideas liberales.

¡Estas ambigüedades se insertaron adrede, para no despertar las suspicacias de los obispos, que no tenían tiempo para estudiar los textos sometidos a votación!

Desde el comienzo de la primera sesión del Concilio, el ala progresista logró imponer sus esquemas en detrimento de aquellos que habían sido cuidadosamente elaborados por las comisiones preparatorias en las que participó Monseñor Lefebvre.

Veamos lo que entonces escribía en sus memorias el Padre Congar O. P., experto durante el Concilio. En el clero progresista, del cual él era corifeo, reinaba un deseo frenético de demoler todos los valores tradicionales gracias a un movimiento salido desde las bases, según los probados principios revolucionarios:

“Somos unos pocos y hemos podido vislumbrar rápidamente que el concilio ofrecía una ocasión para la causa, no sólo la del unionismo sino también la de la eclesiología. Percibimos una oportunidad, que se debía aprovechar al máximo, para acelerar la recuperación de los valores Episcopado e Iglesia en eclesiología, y promover un progreso sustancial desde el punto de vista ecuménico. Me dediqué personalmente a activar la opinión para que esperase y exigiese mucho. No cesé de decir por todas partes: quizá no pasará más del 5% de lo que hayamos pedido. Razón por demás para maximizar nuestras demandas. Es preciso que la opinión pública de los cristianos fuerce al concilio a existir verdaderamente y a hacer algo”.(4)

Mientras sus obras fueron condenadas bajo Pío XII, el R. P. Congar fue convocado como experto del Concilio y… ¡fue creado cardenal por Juan Pablo II! Este espíritu, condenado ayer por modernismo, fue glorificado durante y después del Concilio hasta nuestros días. Todo el edificio de la Iglesia fue conmovido hasta sus fundamentos.

“De manera prácticamente general, cuando el concilio innovó, anuló la certeza de las verdades enseñadas por el magisterio auténtico de la Iglesia como pertenecientes definitivamente al tesoro de la Tradición”.

Esta comprobación que Monseñor Lefebvre hacía hace más de cuarenta y cinco años no ha perdido nada de su actualidad.

No cabe duda que la atmósfera de impiedad y de materialismo que reina en el mundo ha contribuido a la pérdida de la fe en las almas. Es claro también que el ala ultra-progresista a veces ha deformado ciertas decisiones del Concilio; sin embargo, hay que volver a decir junto con Monseñor Lefebvre ayer y con Monseñor Bernard Fellay hoy que los textos mismos del Concilio están envenenados por un espíritu revolucionario.

Durante toda la historia de la Iglesia los Papas convocaron a los concilios con el fin de corregir errores y proclamar la verdad de manera clara e inteligible. Estas asambleas estaban centradas en Jesucristo y apuntaban a recentrar a los hombres descarriados en Aquel que es “el camino, la verdad y la vida”.(5)

En el Concilio Vaticano II es totalmente otro el espíritu que sopló. La Iglesia ya no enseña: propone. No está más centrada en Jesucristo sino en el hombre. “La Iglesia se ha declarado casi la sirvienta de la humanidad (…) ¿Ha desviado acaso la mente de la Iglesia en Concilio hacia la dirección antropocéntrica de la cultura moderna? Desviado, no; vuelto, sí (…) La católica, en su forma más consciente y más eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre”.(6)

Este espíritu es el que ha viciado el Concilio y emponzoñado todos sus textos. El Vaticano II quiso asimilar la Revolución Francesa y sus principios.

Así como los principios de ésta condujeron a la desagregación de las sociedades, a las guerras más despiadadas y a las dictaduras más sangrientas, la revolución conciliar condujo a la Iglesia a su ruina. Los seminarios y las iglesias se vaciaron, y el clero ha sido engangrenado como nunca antes por el error y la inmoralidad.

Se implantó una verdadera dictadura contra aquellos que quisieron permanecer fieles a la Tradición. ¡Cuántos sacerdotes han sido expulsados de sus parroquias en el mundo entero por su fidelidad a la Tradición!

¡Cuántos murieron de pena a la vista de este desastre! Los defensores más ardientes fueron excomulgados. La Iglesia se expuso a la irrisión del mundo, con el que quiso pactar.

Interesa recordar también que durante los años ’60 tanto la religión musulmana como el protestantismo yacían en la agonía. En la actualidad la secta mahometana vive una expansión insolente, no menos que las sectas evangélicas. El Concilio tiene una responsabilidad real sobre la situación actual. ¿Acaso no ha dicho que “la Iglesia católica no rechaza nada de lo que hay de verdadero y santo en estas religiones”? (7)

Los Padres conciliares llegaron al extremo de “estimar la vida moral” (8) de los musulmanes… que entre otras cosas alientan la poligamia y persiguen a los cristianos de modo atroz. ¿Acaso el Concilio no afirmó que “el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de las religiones cristianas separadas como medios de salvación”? (9) Textos como éstos aniquilaron el espíritu misionero y llevan consigo el veneno mortal de la autodestrucción. La libertad religiosa, la colegialidad, el ecumenismo, son ecos de la trilogía revolucionaria “libertad, igualdad, fraternidad”. Minan la Iglesia en su interior y se sitúan en ruptura con las enseñanzas de los Papas del siglo XIX y de la mitad del siglo XX, que no cesaron de condenar tales errores.

En su discurso de clausura Pablo VI subrayó que el Concilio tenía un “carácter pastoral”, es decir, el valor de un sermón, ¡nada más! No puede obligarnos. Entonces, como dijo Monseñor Lefebvre y repitió Monseñor Fellay “lo que es conforme a la Tradición, lo aceptamos; lo que es dudoso, nos esforzamos por interpretarlo a la luz de la Tradición; y lo que es contrario a esta Tradición, lo rechazamos”.

Las confusiones y los daños causados por el último Concilio son innumerables y dramáticos. El Vaticano II dio a luz católicos anémicos y envenenados, sin defensas ante el mal y el error. Ha aniquilado el sacerdocio, especialmente a través de la nueva misa que ha engendrado. Revolucionó de arriba abajo todos los fundamentos de nuestra religión: el catecismo, los sacramentos, el derecho canónico. Es la causa de la desaparición de los estados católicos. La última víctima es el Estado de Liechtenstein, que el mes pasado acababa de abandonar la religión católica como religión estatal. El poder del Papa ha sido debilitado por la colegialidad, y las sectas invadieron las sociedades en nombre de la libertad de conciencia exaltada por los Padres conciliares. Durante el Concilio, Cristo ha sido destronado y el hombre ha sido coronado en su lugar. ¡Todo esto nos ha conducido a este inmenso caos!

Sin embargo, estas comprobaciones no pueden ni deben sumirnos en el desaliento, ¡al contrario! Sabemos, en efecto, que Cristo nunca abandonará a su Iglesia. Actualmente ya se oyen voces, que no son las de la Fraternidad San Pío X pero que se unen a las de ella, para denunciar este Concilio que ha proscrito la Tradición y que puso en peligro la salvación de las almas. El Cardenal Pie decía que “para el entendimiento humano la escena del Gólgota no fue más que un caos, un desbarajuste tenebroso. Sin embargo, de en medio de esta confusión y de esta derrota surgió la salvación del mundo”.(10) Gracias a nuestro aferramiento sin compromisos a la Tradición católica, a nuestras plegarias y a nuestros sacrificios, obtendremos de Cristo Rey esta resurrección de la Iglesia en la que creemos y que deseamos ardientemente.

Este 50º aniversario no es más que el canto del cisne de la Iglesia conciliar. En efecto, los griegos decían que cuando el cisne ve acercarse la hora de su muerte, emite un canto melodioso de todo punto inhabitual. El Concilio y sus obras están en agonía. Con este aniversario las luces se apagan… Los últimos testigos y actores directos del Vaticano II están desapareciendo uno tras otro. La adhesión visceral al Concilio se desvanecerá poco a poco y la razón recuperará su lugar… Entonces será más fácil hacer el examen de conciencia. Monseñor Fellay lo decía en el sermón pronunciado en San Nicolás de Chardonnet el 11 de noviembre pasado: “No abandonamos la idea de que un día volvamos a ganar a la Iglesia a su Tradición”. Este retorno no sucederá más que gracias al Papa. ¿Será el actual? ¿Será su sucesor? Sólo Dios lo sabe. Esta restauración tal vez sucederá en el dolor, pero tendrá lugar, ¡estemos seguros! Así como los Reyes Magos siguieron a la estrella que los condujo al pesebre, conservemos nuestros ojos fijos en Cristo y en su Santa Madre. Con el auxilio de la gracia de Dios mantengámonos fieles a la fe de nuestros padres. ¡El puerto está cerca! ¡Deseo a todos una santa fiesta de Navidad y un santo año 2013!

¡Que Dios los bendiga!
Padre Christian Bouchacourt
Superior de Distrito América del Sur

(1) Benedicto XVI: Sermón pronunciado durante la misa de apertura del año de la fe en San Pedro, Roma, el 11 de octubre de 2012.
(2) Benedicto XVI: Audiencia general del 10 de octubre de 2012.
(3) Monseñor Lefebvre: respuesta al Cardenal Ottaviani, 20 de diciembre de 1966 en “Acuso al Concilio”, pág. 107.
(4) R.P. Congar: “Mon journal du Concile”, tomo I, pág. 4.
(5) San Juan, 14, 16.
(6) Pablo VI: “Discurso de clausura del Concilio Vaticano II”, 7 de diciembre de 1965.
(7) Concilio Vaticano II, Declaración “Nostra Ætate”, nº 2.
(8) Ibidem, nº 3.
(9) Decreto “Unitatis Redintegratio”, § 3.
(10) Cardenal Louis Edouard Pie: “Panégérique de saint Louis, Œuvres de Mgr l’Evêque de Poitiers”, tome I, p. 33.



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