jueves, 24 de mayo de 2012

Evangelio del día 24 de mayo de 2012


Evangelio según San Juan 17,20-26. Jueves de la séptima semana de Pascua


No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.
Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno -yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.
Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos".


Comentario:


«Que sean uno en nosotros, para que el mundo crea» - SS Benedicto XVI




(En las relaciones entre Católicos y Ortodoxos) la investigación teológica, que debe afrontar cuestiones complejas y encontrar soluciones no restrictivas, es un compromiso serio, al que no podemos renunciar.
Si es verdad que el Señor llama con fuerza a sus discípulos a construir la unidad en la caridad y en la verdad; si es verdad que la llamada ecuménica constituye una apremiante invitación a reedificar, en la reconciliación y en la paz, la unidad, gravemente dañada, entre todos los cristianos; si no podemos ignorar que la división hace menos eficaz la santísima causa del anuncio del Evangelio a todas las gentes (Mc 16,15), ¿cómo podemos renunciar a la tarea de examinar con claridad y buena voluntad nuestras diferencias, afrontándolas con la íntima convicción de que hay que resolverlas?
La unidad que buscamos no es ni absorción ni fusión, sino respeto de la multiforme plenitud de la Iglesia, la cual, de acuerdo con la voluntad de su fundador, Jesucristo, debe ser siempre una, santa, católica y apostólica. Esta consigna tuvo plena resonancia en la intangible profesión de fe de todos los cristianos, el Símbolo elaborado por los padres de los concilios ecuménicos de Nicea y Constantinopla (cf. Slavorum Apostoli, 15).
El concilio Vaticano II reconoció con lucidez el tesoro que posee Oriente y del que Occidente "ha tomado muchas cosas"; recordó que los dogmas fundamentales de la fe cristiana fueron definidos por los concilios ecuménicos celebrados en Oriente; exhortó a no olvidar cuántos sufrimientos ha padecido Oriente por conservar su fe. La enseñanza del Concilio ha inspirado el amor y el respeto a la tradición oriental, ha impulsado a considerar al Oriente y al Occidente como teselas que forman juntas el rostro resplandeciente del Pantocrátor, cuya mano bendice toda la oikoumene. El Concilio fue aún más allá, al afirmar: "No hay que admirarse de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí" (Unitatis redintegratio, 17).


SS Benedicto XVI. Discurso del 30/06/2005 (trad. © Libreria Editrice Vaticana)

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