1. La perversa campaña de los herejes contra la Santa Iglesia.
Conocéis perfectamente, Venerables Hermanos, con cuántas calamidades está plagado por todas partes este tristísimo tiempo, y de qué manera lamentable es vejada la Iglesia católica; tampoco ignoráis con cuán grande torrente de errores de todo género, con cuan desenfrenada audacia de los que yerran se ataca la Religión santa, y con qué astucia y y con que fraudes los herejes e incrédulos se unen en procura de la perversión de los corazones y las mentes de los fieles. En una palabra, conocéis que casi no hay ningún género de trabajos y de esfuerzos que no se emprenda para arrancar, si fuera posible, de sus más profundos cimientos, el edificio inconmovible de la santa Ciudad. Porque, en verdad, para omitir lo demás, ¿no nos vemos obligados, desgraciadamente a ver que los muy astutos enemigos de la verdad, se propagan impunemente y que no sólo atacan la Religión con burlas, a la Iglesia y a los católicos con insultos y calumnias, sino que invaden las ciudades y pueblos, fundan escuelas de error e impiedad y propagan impreso el veneno de sus doctrinas disfrazados, para mayor engaño, con el uso deformado de las ciencias naturales y de los inventos modernos? Más aún, ¿no los vemos penetrar en los tugurios, recorrer los campos e introducirse en la familiaridad del pueblo más humilde y de los campesinos? De esta manera, nada dejan sin intentar, ya sean Biblias corrompidas, y en lengua vulgar, ya sean revistas infectas y otros folletos, exhortaciones capciosas, caridad simulada, dones en dinero, para atraer a sus sectas aunque sea, al pueblo ignorante, en especial a la juventud y hacerlos abandonar la fe católica.
Nos referimos, Venerables Hermanos, a hechos que no sólo son comprobados, sino cuyos testigos sois vosotros mismos, quienes con dolor ciertamente y de ninguna numera sin protestas como conviene a vuestro oficio pastoral, os veis obligados a tolerar en vuestras diócesis a los susodichos propagadores de herejías e incredulidad, y a los insolentes pregoneros que, disfrazados a veces con pieles de ovejas, son internamente lobos rapaces que no cesan de insidiar y herir a la grey. ¿A qué decir más? Ya casi no queda en toda la tierra ni una región bárbara a que las conocidísimas suciedades centrales de los herejes e incrédulos no hayan enviado, sin parar en gastos, sus exploradores y emisarios, los cuales o por engaños, o abiertamente en orden de batalla y a banderas desplegadas declaran guerra a la Religión católica y a sus pastores y ministros, para separar a los fieles del seno de la Iglesia e impedir a los infieles la entrada en ella.
De lo dicho fácilmente puede inferirse cuánto Nos angustiamos, de día y de noche, ya que cargados con la solicitud de todas las iglesias, debemos dar cuenta de lodo al divino Príncipe de los pastores. Y si hemos juzgado deber recordar con vosotros, en estas nuestras letras, estas causas de congojas comunes a Nos y a vosotros, Venerables Hermanos, ha sido para que consideréis más intensamente cuánto le importa a la Iglesia el que todos los sagrados obispos, con doblado interés y actividad mancomunada trabajen con todo esfuerzo para que sean reprimidos los ataques de enemigos tan numerosos de la Religión, para que sean rechazados sus tiros, y precavidos y armados los fieles contra las astutas caricias que muchas veces emplean. Lo cual Nos, como sabéis procuramos hacer en toda oportunidad y no desistiremos, como no ignoramos que lo habéis hecho también vosotros, y confiamos lo seguiréis haciendo con siempre más intenso empeño.
2. Auxilio y victoria de Cristo Jesús.
Por lo demás, Venerables Hermanos, para no desanimarnos en medio de las dificultades, conviene guardarnos de creer que las debamos superar mediante nuestras propias fuerzas, siendo Cristo nuestro consejo y fortaleza, y pudiéndolo todo Él, sin el cual, confirmando a los predicadores del Evangelio y a los ministros de los sacramentos dice: "He aquí que con vosotros estoy todos los días hasta la consumación de los siglos". Y en otra ocasión: "Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en Mí; en el mundo tendréis tribulación pero tened confianza, yo he vencido al mundo[1]. Estas promesas, siendo manifiestas a todas luces, no deben perder su fuerza por ningún impedimento; no sea que aparezcamos ingratos a la elección de Dios, cuyo auxilio es tan poderoso como son veraces sus promesas[2]. ¿Quién no ve manifiestamente, aún en esta edad, los frutos de las promesas divinas, frutos que nunca faltaron en la Iglesia y nunca faltarán? Éstos, sin duda, aparecen evidentemente en la insuperable firmeza de la Iglesia en medio de tantas agresiones de los enemigos, en la propagación de la Religión en medio de tantas perturbaciones y peligros, y en los consuelos con que por esta misma causa, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación nos conforta en toda tribulación nuestra[3]. Porque mientras hemos de llorar por una parte, el perjuicio que en algunas regiones ha sufrido y sufre la Religión católica, debemos por otra, alegrarnos de los frecuentes triunfos que, aún allí mismo, ha conseguido y consigue, por la invicta constancia de los católicos y sus pastores. De tal manera que nos alegramos grandemente de aquellos felices y admirables progresos en medio de tantos obstáculos, y nuestros mismos adversarios perciben que las opresiones y vejaciones con que se asalta a la Iglesia, no pocas veces sirven para su gloria y para confirmar más y más a los fieles en la Religión católica.
3. Triunfo de la Iglesia en las Misiones.
Y en verdad, para hablar de las misiones apostólicas, ¡qué causa de alegrarnos no nos ofrecen los copiosos frutos de la Iglesia universal en esas mismas misiones, los progresos de la fe en América, y especialmente en las Indias y otras tierras de infieles! Porque no ignoráis, Venerables Hermanos, que también en nuestros tiempos se difunde intensamente en aquéllas regiones el número y el celo de los varones apostólicos, que, sin ayuda, con la coraza de la fe, no sólo se atreven a pelear, de palabra y por escrito, en privado y en público, las batallas del Señor contra las herejías y la incredulidad, y ciertamente con éxito, sino también encendidos en el fuego de la caridad, sin detenerse ante las dificultades de los viajes y la magnitud de los trabajos, buscan por tierra y mar a los que están sentados en las tinieblas y a la sombra de la muerta, para llamarlos a la luz y a la vida de la Religión católica. De aquí que, intrépidos en medio de todos los peligros, atraviesan con ánimo heroico las selvas y cavernas de los bárbaros, y después de amansarlos, poco a poco con la suavidad cristiana, los instruyen en la verdadera fe y en la virtud, para arrancarlos finalmente de la esclavitud del demonio por medio del bautismo, y trasladarlos a la libertad de los hijos adoptivos de Dios.
4. Consuelo y dolor por los nuevos mártires.
No podemos, con todo, conmemorar sin lágrimas (lágrimas de dolor, execrando la crueldad de los perseguidores y esbirros; y lágrimas de consuelo, contemplando la constancia en la fe de los confesores) no podemos, digo, conmemorar aquí sin lágrimas las hazañas gloriosas en el lejano Oriente de los mártires recientes, cuyas alabanzas no es por cierto la primera vez que celebramos. Humean todavía las regiones de Tonquin y Cochinchina con la sangre de muchos sagrados obispos, presbíteros y fieles, quienes renovando los ejemplos de los mártires cristianos que ilustraron las primeras edades de la Iglesia, enfrentaron, impávidos en los tormentos, una muerte crudelísima, testimoniando su fe en Cristo. ¿Qué triunfo más preclaro puede pedirse de la Iglesia y de la Religión? ¿Qué mayor confusión de los que la persiguen que el ver, aun en nuestros días, cumplirse las promesas divinas de protección y ayuda, con lo que resulta, como dice San León[4], que la religión fundada en el Misterio de la Cruz de Cristo con ningún género de crueldad pueda destruirse?
5. Las nuevas Asociaciones apostólicas.
Lo que hemos recordado hasta aquí, Venerables Hermanos, es ciertamente consolador y glorioso para la Religión cristiana, pero no faltan otros consuelos para la Iglesia en medio de tan grandes tribulaciones; es, a saber, las pías instituciones que se acrecientan para el bien de la Religión y de la sociedad cristiana, algunas de las cuales son ayuda y auxilio para las mismas sagradas misiones apostólicas. Y por cierto, ¿qué verdadero católico no se alegra, considerando la providencia de Dios omnipotente, que según promesas, asistiendo y protegiendo perpetuamente a su Iglesia, suscita en ella nuevas sociedades según la oportunidad de los tiempos y lugares y otras circunstancias, sociedades que, bajo la autoridad de la misma Iglesia, colaboran celosamente con fuerzas coadunadas y cada una según su manera, a las obras de caridad, a la instrucción de los fieles y a la dilatación de la fe? Un hermoso espectáculo, entre otros, ofrecen al mundo católico, y a los mismos católicos maravillados, aquellas congregaciones de piadosas mujeres, tantas y tan difundidas, quienes bajo la regla de San Vicente de Paúl, o asociadas a otros institutos aprobados y conspicuos por el resplandor de las virtudes cristianas, se consagran alegremente y por entero a apartar a las mujeres del camino de la perdición, o a instruir a las niñas en la Religión, la sólida piedad y en los oficios más propios de su condición, o a aliviar con toda eficacia al prójimo en sus tribulaciones; sin que sean detenidas ni por la natural debilidad de su sexo, ni por el miedo de ningún peligro.
No menos alegran a Nos y a todos los buenos aquellas otras reuniones de fieles, que en muchas ciudades, en especial en las más importantes, se están continuamente formando y cuyo fin y empeño es oponer a los libros perversos obras útiles, propias o ajenas, a los errores monstruosos la pureza de la doctrina, a las injurias e insultos la mansedumbre y caridad cristianas.
6. La Propagación de la Fe. Sus excelencias.
¿Qué diremos, por último, sino grandes alabanzas, de aquélla célebre sociedad, que progresa siempre, no solamente en las regiones católicas, sino también en las tierras de acatólicos e infieles, y que abre a todos los fieles de toda condición, un fácil camino y medio expedito para merecer bien de las misiones apostólicas y participar de sus bienes espirituales? Ya entendéis que hablamos aquí de la conocidísima sociedad de la Propagación de la Fe.
Habiéndoos comunicado, Venerables Hermanos, no sólo las angustias que Nos consumen por las pérdidas que sufre la Religión católica, sino también sus triunfos que logra y que Nos consuelan y sostienen, resta ahora comunicaros igualmente la solicitud que nos urge velar por la mayor prosperidad de sociedades tan beneméritas de la Religión. Os exhortamos, pues, vehementemente en el Señor, que os empeñéis en fomentarlas, defenderlas y aumentarlas dentro de los límites de vuestras diócesis.
En primer lugar os recomendamos con sumo encarecimiento la dicha sociedad de la Propagación de la Fe, que desde 1832, año de su fundación en la nobilísima y antiquísima ciudad de Lyon, se ha difundido por doquiera con admirable rapidez y prosperidad. No os recomendamos ciertamente menos las otras congregaciones fundadas en Viena y en otras partes que, aunque bajo nombres distintos, cooperan con igual entusiasmo a la misma obra de la propagación de la fe: obra sustentada también con el favor religiosísimo de los príncipes católicos. Obra grande, en verdad, y santísima, que es sostenida, aumentada y fortalecida con los pequeños óbolos y cotidianas oraciones a Dios de cada uno de los asociados; obra que, dirigida al sustento de de la caridad cristiana para con los neófitos, y la liberación de los fieles del ímpetu de las persecuciones, a Nos parece dignísima del amor y admiración de todos los buenos. Se ha de juzgar que no sin una especial inspiración de la divina providencia ha venido una obra tan oportuna y útil en ayuda de la Iglesia en estos últimos tiempos. Porque mientras las maquinaciones infernales de toda clase atacan a la amada Esposa de Cristo, nada podía serle más oportuno que el que los fieles, inflamados en el deseo de propagar la verdad católica y cristiana, unidos en la aplicación y la labor, se esforzasen conjuntamente en ganar a todos para Cristo.
Por eso, Nos, aunque indignos colocado en la suprema atalaya de la Iglesia, no hemos dejado pasar ninguna oportunidad, siguiendo en esto el ejemplo de nuestros predecesores, de testimoniar con suma elocuencia nuestra afición a tan preclara obra y de aguijonear oportunamente en los fieles el amor a la misma. Por lo tanto, también vosotros, Venerables Hermanos, que habéis sido llamados a participar en nuestra solicitud, procurad con empeño que aquélla obra tan importante reciba cada día mayores incrementos en la grey confiada a los cuidados de cada uno de vosotros. Haced sonar la trompeta en Sion[5], y, con paternales avisos y consejos, procurad que los que aun no se han adscrito a esta piísima sociedad, entren gustosamente en ella; mientras que los que le dieron su nombre perseveren en su propósito.
Este es, sin duda, un tiempo "en que, enfureciéndose el demonio en todo el mundo, el ejército cristiano ha de luchar"[6], y así tiempo es este de procurar con todo empeño que los fieles se junten en santa empresa a los sacerdotes que lloran, oran y trabajan por la fe. Nos sostiene una esperanza firmísima en Dios, que no cesa de sostener con su omnipotente brazo y alegrar con la constancia, caridad y devoción de los fieles a su Iglesia en tan grande peligro de la Religión y en tan dura y larga lucha contra sus enemigos, hecho favorable por las multiplicadas oraciones y buenas obras de sus pastores y ovejas, concederá por fin misericordiosamente a la misma Iglesia la deseada tranquilidad y paz.
Entre tanto impartimos con todo amor a vosotros, Venerables Hermanos y todos los clérigos y fieles confiados a vuestros cuidados, la bendición apostólica.
Dada en Roma, en Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador el día 18 de Septiembre de 1840, décimo de nuestro Pontificado. Gregorio XVI
[1] Mat. 28,20; Juan 16, 33.
[2] S. León M., Epist. 167, a Rústico de Narbona, (1418-1419) (Migne P.L. 54, col. 1201-B-1202-A).
[3] S. León M., Sermón 82, cap. V (alias 90). Festiv. S. Pedro y S. Pablo (Migne PL. 51, col. 426-A.
[4] S. León M., Sermón 82, cap. V (alias 90). Festiv. S. Pedro y S. Pablo (Migne PL. 51, col. 426-A.
[5] Ver Is. 58, 1.
[6] S. León M., Epist. 157, a Rústico de Narbona, (1418) (Migne P.L. 54, col. 1201).
Conocéis perfectamente, Venerables Hermanos, con cuántas calamidades está plagado por todas partes este tristísimo tiempo, y de qué manera lamentable es vejada la Iglesia católica; tampoco ignoráis con cuán grande torrente de errores de todo género, con cuan desenfrenada audacia de los que yerran se ataca la Religión santa, y con qué astucia y y con que fraudes los herejes e incrédulos se unen en procura de la perversión de los corazones y las mentes de los fieles. En una palabra, conocéis que casi no hay ningún género de trabajos y de esfuerzos que no se emprenda para arrancar, si fuera posible, de sus más profundos cimientos, el edificio inconmovible de la santa Ciudad. Porque, en verdad, para omitir lo demás, ¿no nos vemos obligados, desgraciadamente a ver que los muy astutos enemigos de la verdad, se propagan impunemente y que no sólo atacan la Religión con burlas, a la Iglesia y a los católicos con insultos y calumnias, sino que invaden las ciudades y pueblos, fundan escuelas de error e impiedad y propagan impreso el veneno de sus doctrinas disfrazados, para mayor engaño, con el uso deformado de las ciencias naturales y de los inventos modernos? Más aún, ¿no los vemos penetrar en los tugurios, recorrer los campos e introducirse en la familiaridad del pueblo más humilde y de los campesinos? De esta manera, nada dejan sin intentar, ya sean Biblias corrompidas, y en lengua vulgar, ya sean revistas infectas y otros folletos, exhortaciones capciosas, caridad simulada, dones en dinero, para atraer a sus sectas aunque sea, al pueblo ignorante, en especial a la juventud y hacerlos abandonar la fe católica.
Nos referimos, Venerables Hermanos, a hechos que no sólo son comprobados, sino cuyos testigos sois vosotros mismos, quienes con dolor ciertamente y de ninguna numera sin protestas como conviene a vuestro oficio pastoral, os veis obligados a tolerar en vuestras diócesis a los susodichos propagadores de herejías e incredulidad, y a los insolentes pregoneros que, disfrazados a veces con pieles de ovejas, son internamente lobos rapaces que no cesan de insidiar y herir a la grey. ¿A qué decir más? Ya casi no queda en toda la tierra ni una región bárbara a que las conocidísimas suciedades centrales de los herejes e incrédulos no hayan enviado, sin parar en gastos, sus exploradores y emisarios, los cuales o por engaños, o abiertamente en orden de batalla y a banderas desplegadas declaran guerra a la Religión católica y a sus pastores y ministros, para separar a los fieles del seno de la Iglesia e impedir a los infieles la entrada en ella.
De lo dicho fácilmente puede inferirse cuánto Nos angustiamos, de día y de noche, ya que cargados con la solicitud de todas las iglesias, debemos dar cuenta de lodo al divino Príncipe de los pastores. Y si hemos juzgado deber recordar con vosotros, en estas nuestras letras, estas causas de congojas comunes a Nos y a vosotros, Venerables Hermanos, ha sido para que consideréis más intensamente cuánto le importa a la Iglesia el que todos los sagrados obispos, con doblado interés y actividad mancomunada trabajen con todo esfuerzo para que sean reprimidos los ataques de enemigos tan numerosos de la Religión, para que sean rechazados sus tiros, y precavidos y armados los fieles contra las astutas caricias que muchas veces emplean. Lo cual Nos, como sabéis procuramos hacer en toda oportunidad y no desistiremos, como no ignoramos que lo habéis hecho también vosotros, y confiamos lo seguiréis haciendo con siempre más intenso empeño.
2. Auxilio y victoria de Cristo Jesús.
Por lo demás, Venerables Hermanos, para no desanimarnos en medio de las dificultades, conviene guardarnos de creer que las debamos superar mediante nuestras propias fuerzas, siendo Cristo nuestro consejo y fortaleza, y pudiéndolo todo Él, sin el cual, confirmando a los predicadores del Evangelio y a los ministros de los sacramentos dice: "He aquí que con vosotros estoy todos los días hasta la consumación de los siglos". Y en otra ocasión: "Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en Mí; en el mundo tendréis tribulación pero tened confianza, yo he vencido al mundo[1]. Estas promesas, siendo manifiestas a todas luces, no deben perder su fuerza por ningún impedimento; no sea que aparezcamos ingratos a la elección de Dios, cuyo auxilio es tan poderoso como son veraces sus promesas[2]. ¿Quién no ve manifiestamente, aún en esta edad, los frutos de las promesas divinas, frutos que nunca faltaron en la Iglesia y nunca faltarán? Éstos, sin duda, aparecen evidentemente en la insuperable firmeza de la Iglesia en medio de tantas agresiones de los enemigos, en la propagación de la Religión en medio de tantas perturbaciones y peligros, y en los consuelos con que por esta misma causa, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación nos conforta en toda tribulación nuestra[3]. Porque mientras hemos de llorar por una parte, el perjuicio que en algunas regiones ha sufrido y sufre la Religión católica, debemos por otra, alegrarnos de los frecuentes triunfos que, aún allí mismo, ha conseguido y consigue, por la invicta constancia de los católicos y sus pastores. De tal manera que nos alegramos grandemente de aquellos felices y admirables progresos en medio de tantos obstáculos, y nuestros mismos adversarios perciben que las opresiones y vejaciones con que se asalta a la Iglesia, no pocas veces sirven para su gloria y para confirmar más y más a los fieles en la Religión católica.
3. Triunfo de la Iglesia en las Misiones.
Y en verdad, para hablar de las misiones apostólicas, ¡qué causa de alegrarnos no nos ofrecen los copiosos frutos de la Iglesia universal en esas mismas misiones, los progresos de la fe en América, y especialmente en las Indias y otras tierras de infieles! Porque no ignoráis, Venerables Hermanos, que también en nuestros tiempos se difunde intensamente en aquéllas regiones el número y el celo de los varones apostólicos, que, sin ayuda, con la coraza de la fe, no sólo se atreven a pelear, de palabra y por escrito, en privado y en público, las batallas del Señor contra las herejías y la incredulidad, y ciertamente con éxito, sino también encendidos en el fuego de la caridad, sin detenerse ante las dificultades de los viajes y la magnitud de los trabajos, buscan por tierra y mar a los que están sentados en las tinieblas y a la sombra de la muerta, para llamarlos a la luz y a la vida de la Religión católica. De aquí que, intrépidos en medio de todos los peligros, atraviesan con ánimo heroico las selvas y cavernas de los bárbaros, y después de amansarlos, poco a poco con la suavidad cristiana, los instruyen en la verdadera fe y en la virtud, para arrancarlos finalmente de la esclavitud del demonio por medio del bautismo, y trasladarlos a la libertad de los hijos adoptivos de Dios.
4. Consuelo y dolor por los nuevos mártires.
No podemos, con todo, conmemorar sin lágrimas (lágrimas de dolor, execrando la crueldad de los perseguidores y esbirros; y lágrimas de consuelo, contemplando la constancia en la fe de los confesores) no podemos, digo, conmemorar aquí sin lágrimas las hazañas gloriosas en el lejano Oriente de los mártires recientes, cuyas alabanzas no es por cierto la primera vez que celebramos. Humean todavía las regiones de Tonquin y Cochinchina con la sangre de muchos sagrados obispos, presbíteros y fieles, quienes renovando los ejemplos de los mártires cristianos que ilustraron las primeras edades de la Iglesia, enfrentaron, impávidos en los tormentos, una muerte crudelísima, testimoniando su fe en Cristo. ¿Qué triunfo más preclaro puede pedirse de la Iglesia y de la Religión? ¿Qué mayor confusión de los que la persiguen que el ver, aun en nuestros días, cumplirse las promesas divinas de protección y ayuda, con lo que resulta, como dice San León[4], que la religión fundada en el Misterio de la Cruz de Cristo con ningún género de crueldad pueda destruirse?
5. Las nuevas Asociaciones apostólicas.
Lo que hemos recordado hasta aquí, Venerables Hermanos, es ciertamente consolador y glorioso para la Religión cristiana, pero no faltan otros consuelos para la Iglesia en medio de tan grandes tribulaciones; es, a saber, las pías instituciones que se acrecientan para el bien de la Religión y de la sociedad cristiana, algunas de las cuales son ayuda y auxilio para las mismas sagradas misiones apostólicas. Y por cierto, ¿qué verdadero católico no se alegra, considerando la providencia de Dios omnipotente, que según promesas, asistiendo y protegiendo perpetuamente a su Iglesia, suscita en ella nuevas sociedades según la oportunidad de los tiempos y lugares y otras circunstancias, sociedades que, bajo la autoridad de la misma Iglesia, colaboran celosamente con fuerzas coadunadas y cada una según su manera, a las obras de caridad, a la instrucción de los fieles y a la dilatación de la fe? Un hermoso espectáculo, entre otros, ofrecen al mundo católico, y a los mismos católicos maravillados, aquellas congregaciones de piadosas mujeres, tantas y tan difundidas, quienes bajo la regla de San Vicente de Paúl, o asociadas a otros institutos aprobados y conspicuos por el resplandor de las virtudes cristianas, se consagran alegremente y por entero a apartar a las mujeres del camino de la perdición, o a instruir a las niñas en la Religión, la sólida piedad y en los oficios más propios de su condición, o a aliviar con toda eficacia al prójimo en sus tribulaciones; sin que sean detenidas ni por la natural debilidad de su sexo, ni por el miedo de ningún peligro.
No menos alegran a Nos y a todos los buenos aquellas otras reuniones de fieles, que en muchas ciudades, en especial en las más importantes, se están continuamente formando y cuyo fin y empeño es oponer a los libros perversos obras útiles, propias o ajenas, a los errores monstruosos la pureza de la doctrina, a las injurias e insultos la mansedumbre y caridad cristianas.
6. La Propagación de la Fe. Sus excelencias.
¿Qué diremos, por último, sino grandes alabanzas, de aquélla célebre sociedad, que progresa siempre, no solamente en las regiones católicas, sino también en las tierras de acatólicos e infieles, y que abre a todos los fieles de toda condición, un fácil camino y medio expedito para merecer bien de las misiones apostólicas y participar de sus bienes espirituales? Ya entendéis que hablamos aquí de la conocidísima sociedad de la Propagación de la Fe.
Habiéndoos comunicado, Venerables Hermanos, no sólo las angustias que Nos consumen por las pérdidas que sufre la Religión católica, sino también sus triunfos que logra y que Nos consuelan y sostienen, resta ahora comunicaros igualmente la solicitud que nos urge velar por la mayor prosperidad de sociedades tan beneméritas de la Religión. Os exhortamos, pues, vehementemente en el Señor, que os empeñéis en fomentarlas, defenderlas y aumentarlas dentro de los límites de vuestras diócesis.
En primer lugar os recomendamos con sumo encarecimiento la dicha sociedad de la Propagación de la Fe, que desde 1832, año de su fundación en la nobilísima y antiquísima ciudad de Lyon, se ha difundido por doquiera con admirable rapidez y prosperidad. No os recomendamos ciertamente menos las otras congregaciones fundadas en Viena y en otras partes que, aunque bajo nombres distintos, cooperan con igual entusiasmo a la misma obra de la propagación de la fe: obra sustentada también con el favor religiosísimo de los príncipes católicos. Obra grande, en verdad, y santísima, que es sostenida, aumentada y fortalecida con los pequeños óbolos y cotidianas oraciones a Dios de cada uno de los asociados; obra que, dirigida al sustento de de la caridad cristiana para con los neófitos, y la liberación de los fieles del ímpetu de las persecuciones, a Nos parece dignísima del amor y admiración de todos los buenos. Se ha de juzgar que no sin una especial inspiración de la divina providencia ha venido una obra tan oportuna y útil en ayuda de la Iglesia en estos últimos tiempos. Porque mientras las maquinaciones infernales de toda clase atacan a la amada Esposa de Cristo, nada podía serle más oportuno que el que los fieles, inflamados en el deseo de propagar la verdad católica y cristiana, unidos en la aplicación y la labor, se esforzasen conjuntamente en ganar a todos para Cristo.
Por eso, Nos, aunque indignos colocado en la suprema atalaya de la Iglesia, no hemos dejado pasar ninguna oportunidad, siguiendo en esto el ejemplo de nuestros predecesores, de testimoniar con suma elocuencia nuestra afición a tan preclara obra y de aguijonear oportunamente en los fieles el amor a la misma. Por lo tanto, también vosotros, Venerables Hermanos, que habéis sido llamados a participar en nuestra solicitud, procurad con empeño que aquélla obra tan importante reciba cada día mayores incrementos en la grey confiada a los cuidados de cada uno de vosotros. Haced sonar la trompeta en Sion[5], y, con paternales avisos y consejos, procurad que los que aun no se han adscrito a esta piísima sociedad, entren gustosamente en ella; mientras que los que le dieron su nombre perseveren en su propósito.
Este es, sin duda, un tiempo "en que, enfureciéndose el demonio en todo el mundo, el ejército cristiano ha de luchar"[6], y así tiempo es este de procurar con todo empeño que los fieles se junten en santa empresa a los sacerdotes que lloran, oran y trabajan por la fe. Nos sostiene una esperanza firmísima en Dios, que no cesa de sostener con su omnipotente brazo y alegrar con la constancia, caridad y devoción de los fieles a su Iglesia en tan grande peligro de la Religión y en tan dura y larga lucha contra sus enemigos, hecho favorable por las multiplicadas oraciones y buenas obras de sus pastores y ovejas, concederá por fin misericordiosamente a la misma Iglesia la deseada tranquilidad y paz.
Entre tanto impartimos con todo amor a vosotros, Venerables Hermanos y todos los clérigos y fieles confiados a vuestros cuidados, la bendición apostólica.
Dada en Roma, en Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador el día 18 de Septiembre de 1840, décimo de nuestro Pontificado. Gregorio XVI
[1] Mat. 28,20; Juan 16, 33.
[2] S. León M., Epist. 167, a Rústico de Narbona, (1418-1419) (Migne P.L. 54, col. 1201-B-1202-A).
[3] S. León M., Sermón 82, cap. V (alias 90). Festiv. S. Pedro y S. Pablo (Migne PL. 51, col. 426-A.
[4] S. León M., Sermón 82, cap. V (alias 90). Festiv. S. Pedro y S. Pablo (Migne PL. 51, col. 426-A.
[5] Ver Is. 58, 1.
[6] S. León M., Epist. 157, a Rústico de Narbona, (1418) (Migne P.L. 54, col. 1201).
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