(Apocalipsis 3,15-17) - 15 Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! 16 Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. 17 Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.
Podremos oír sin temblar, de boca del mismo Dios, una tal sentencia, proferida contra un obispo que parecía cumplir perfectamente todos los deberes de un digno ministro de la Iglesia? Su vida era reglada, no malgastaba sus bienes. Lejos de tolerar los vicios, se oponía a ellos con tesón; en nada daba mal ejemplo, y su vida parecía digna de ser imitada.. Sin embargo, a pesar de todo esto, vemos que el Señor le advierte, por ministerio de San Juan, que, si continúa viviendo de aquella manera, le rechazará, esto es, le castigará y reprobará. Tanto más espantoso es este ejemplo cuanto son muchísimos los que siguen tal camino, viven del mismo modo, y tienen su salvación muy insegura. Cuán grande es el número de que a los ojos del mundo no son tenidos por pecadores reprobados, ni pertenecen tampoco a los escogidos! ¿Por cual de esos caminos andamos? ¿Seguimos la recta vía? Lo que más debe espantarnos es que no lo sabemos. ¡Horrible incertidumbre! Probemos, sin embargo, de investigar si sois tan desgraciados que pertenezcáis al número de los tibios. Voy, pues: 1.° A mostraros las señales por las cuales podréis conocerlo, y 2.° Si pertenecéis a tal clase, os indicaré los medios de salir de ella.
I.- Al hablaros hoy del estado espantoso de un alma tibia, no es mi propósito haceros la pintura horrible y desesperante del alma que vive en pecado mortal, sin deseos de salir de él: esta pobre desgraciada es una víctima de la cólera de Dios para la otra vida. Al hablaros del alma tibia, no quiero referirme tampoco a los que no confiesan ni cumplen la Pascua. Dejémoslos en su ceguera, ya que en ella quieren permanecer. Pero me dirá alguno, ¿es que aquellos que se confiesan, cumplen la Pascua y comulgan con frecuencia, no se salvarán? Cierto que no todos, amigo mío; pues, si se salvasen la mayoría de los que frecuentan los sacramentos, habríamos de convenir en que el número de los escogidos no es tan pequeño como realmente será. Sin embargo, reconozcámoslo: cuantos tengan la dicha de llegar al cielo, serán escogidos entre los que frecuentan los sacramentos, más nunca entre los que ni cumplen la Pascua ni se confiesan.
-¡Ah!, me dirás entonces, si todos ellos que no se confiesan ni cumplen la Pascua se condenan, grande será el número de los réprobos!
-Si, no hay duda que será grande. Y por más que digas, si vives como pecador, serás también contado en ese número. Mas ¿no te hace temblar tal pensamiento? Si no llegaste al último grado de endurecimiento, al pensar en esto debieras estremecerte. ¡Dios mío!, ¡cuán desdichada la persona que ha perdido la fe! Lejos de aprovecharse de estas verdades, esos pobres ciegos se burlarán de ellas; y, no obstante, digan lo que digan, pasará lo que yo os anuncio; sin confesión ni cumplimiento pascual, no habrá cielo ni felicidad eterna. ¡Dios mío!, ¡cuán horrible ceguera la del pecador!
No entiendo tampoco por alma tibia la que quisiera pertenecer al mundo sin empero dejar de ser de Dios: la que ahora veréis postrarse delante de Dios, su Salvador y Maestro, y más tarde la veréis postrarse ante el mundo, su ídolo. ¡Pobre ciego, el que tiende una mano a Dios y otra al mundo, llamando a los dos en su auxilio, prometiendo a ambos su corazón! Ama a Dios, o a lo menos quiere amarle; pero también quisiera Sagrada al mundo. Cansado de esforzarse en ser de ambos, acaba importa entregarse exclusivamente al mundo. Vida extraordinaria la suya, la cual nos ofrece tan singular espectáculo, que uno no llega a convencerse de que se trate de la vida de una misma persona. Voy a mostraros ese espectáculo de una manera tan clara, que tal vez muchos de vosotros os tendréis por ofendidos; mas ella poco importa, yo os diré siempre lo que debo.
Digo que aquel que quiere ser del mundo sin dejar de pertenecer a Dios lleva una vida tan extraordinaria, que las diferentes circunstancias que la rodean son difíciles de conciliar. Decidme: ¿os atreveríais a creer lo que esa joven que veis en esas partidas de placer, en esas reuniones mundanas, en las que siempre triunfa el mal en daño del bien, entregándose a todo cuanto puede desear un corazón maleado y pervertido, es la misma que, no hace aún quince días o un mes, visteis postrada ante el tribunal de la Penitencia, confesando sus culpas, haciendo ante Dios protestas de estar dispuesta a morir antes que recaer en pecado? ¿No es aquella misma que visteis acercarse a la Sagrada Mesa con los ojos bajos y la plegaria en los labios? ¡Dios mío!, ¡qué horror! ¿Podremos pensar en ello sin morir de compasión? ¿Creeréis que aquella madre que, hará unas tres semanas, enviaba a su hija a confesarse y, muy razonablemente, le recomendaba que considerase seriamente lo que iba a hacer, y al mismo tiempo le entregaba un rosario o un libro; hoy la instiga a ir a un baile? Decidme: ¿ no es esa persona que esta mañana estaba en el templo cantando las alabanzas del Señor, la misma que ahora emplea aquella misma lengua en cantar canciones infames y sostener las más torpes conversaciones? ¿No es éste aquel dueño o padre de familia que no ha mucho estaba oyendo la Santa Misa con gran reverencia, cual si quisiese emplear muy santamente el domingo, el mismo que ahora está trabajando y haciendo trabajar a toda su dependencia?
Dios mío!, ¡qué horror! ¿Cómo pondrá Dios todo esto en orden el día del juicio? ¡Ay!, cuántos cristianos condenados! Y digo más: aquel que quiere agradar al mundo y a Dios, lleva una vida de las más desdichadas. Ahora vais a ver cómo. Ved aquí una persona que frecuenta los placeres, o que ha contraído algún mal hábito; lo .cuál no ha de ser su temor mientras cumple sus deberes religiosos, es decir, mientras ora, se confiesa o comulga? No quisiera ser vista de aquellos con quienes danzó, en cuya compañía pasó las noches en la taberna, y con los cuales se entregó a toda suerte de desórdenes. Ha llegado hasta a engañar a su confesor, ocultándole lo peor de sus culpas, y de esta manera ha obtenido permiso para comulgar, o mejor, para cometer un horrendo sacrilegio; su gusto sería comulgar antes o después de la Santa Misa, o sea cuando en la iglesia no hay nadie. Aunque también le complace ser vista de las personas buenas, que ignoran su mala vida, v a las cuales espera hacer concebir ventajosa opinión de sí misma. Con las personas piadosas habla de religión, mas con la gente irreligiosa sólo se ocupa de placeres mundanos. Se avergonzaría de cumplir sus prácticas religiosas delante de los compañeros o compañeras de sus desórdenes. Es esto tan cierto, que un día alguien llegó a pedirme que le diese la sagrada comunión en la sacristía, para que no le viese nadie. ¡Qué horror! ¿Podremos considerar sin estremecernos tal manera de proceder?
Mas sigamos adelante, y veremos los apuros v compromisos de esas personas que quieren seguir al mundo, sin dejar tampoco a Dios, a lo menos en apariencia. He aquí que se acerca el tiempo del cumplimiento pascual. Es preciso ir a confesar; no es que lo deseen, ni que de ello sientan necesidad; antes, a ser posible, quisieran que la Pascua viniese sólo cada treinta años. Mas sus padres conservan aun la practica exterior de la religión, y se hallan satisfechos al ver que sus hijos se acercan a la Sagrada Mesa, y casi los fuerzan a confesarse: en lo cual no obran bien, por cierto. Rueguen por ellos enhorabuena, más no los inquieten, para llegar por fin a un sacrilegio. Para librarse de la importunidad de sus padres, para salvar 1as apariencias, esas personas se confabularan para tratar del confesor de quien mejor puedan esperar el ser absueltas la primera a la segunda vez.
«He aquí, dirá uno, que hace ya muchos días que mis padres me están importunando para que vaya a confesar. ¿Donde iremos, pues?» – «No podemos ir a nuestro párroco, pues es muy escrupuloso, y no nos dejaría cumplir la Pascua. Iremos a ver a Fulano. El absolvió a esos y aquellos, que ciertamente llevan realizadas más hazañas que nosotros». Otro dirá: «Te aseguro que, si no fuese por mis padres, no cumpliría el precepto pascual; pues el catecismo nos dice que, para hacer una buena confesión, es preciso dejar el pecado y las ocasiones de pecar, y nosotros no hacemos ni la uno ni lo otro. Háblote sinceramente, me hallo muy apurada cada vez que llega la Pascua. Estoy deseando estar colocada, para dejar definitivamente esa vida de doblez. Entonces haré una confesión de toda mi vida, para reparar las que ahora estoy haciendo; de lo contrario, no moriría contenta».
- «A mi parecer, le contestara su interlocutora, deberías volver al mismo con quien te confesaste hasta el presente, pues te conocerá mejor »
-«¡Ah!, eso si que no; iré al otro que no me quiso absolver, porque no quería llevarme a la condenación ».
- «¡Ah; tonta!, ¿que importa eso?, todos tienen el mismo poder».
- «Esto es lo que se dice cuando se esta bueno y se mira la muerte de lejos; más, en cuanto una se pone enferma, ve las cosas de muy distinta manera. Fui un día a visitar a Fulana, que estaba muy enferma; me dijo que jamás volvería a confesarse con aquellos sacerdotes tan fáciles de absolver, pues, queriéndoos salvar, os arrojan al infierno». Mirad de qué manera se portan esos pobres ciegos. «Padre mío, dicen al sacerdote, vengo a confesarme con usted porque nuestro párroco es demasiado escrupuloso. Quiere hacernos prometer cosas que no podemos cumplir; quisiera él que fuésemos santos, y esto no es posible en este mundo. Quisiera que nunca pusiésemos el pie en una sala de baile, que nunca frecuentásemos las tabernas y casas de juego. Si alguien ha contraído algún mal habito, no concede la absolución hasta que se haya enmendado en absoluto. Si debiésemos seguir sus ordenes, jamás podríamos cumplir la Pascua. Mis padres, que son muy religiosos, siempre me están importunando porque no cumplo la Pascua. Haré cuanto pueda, pero es imposible asegurar que jamás volveré a las diversiones citadas, pues uno no sabe en qué ocasiones se ha de encontrar» .
- ¡Ah!, le dirá el confesor, engañado por ese lenguaje, bien veo que tu párroco es un poco escrupuloso. Reza el acto de contrición ; yo te absolveré, más procura ser bueno. Esto es, inclina la cabeza; vas a hollar la Sangre adorable de Jesucristo, vas a vender a tu Dios, como Judas le vendió a sus verdugos y mañana comulgaras, o mejor, le crucificaras. ¡ Horror! ¡Abominación! ¡Anda, infame Judas, anda a la Sagrada Mesa; ve a dar muerte a tu Dios y a tu Salvador! Deja clamar a tu conciencia; mira de ahogar los remordimientos en cuanto te sea posible.
Más yo me extiendo demasiado; dejemos a esos pobres ciegos en las tinieblas donde moran.
Pienso que estáis deseando saber en que consiste el estado de un alma tibia. Pues vedlo aquí: El alma tibia no esta aun absolutamente muerta a los ojos de Dios, ya que no están enteramente extinguidas en ella la fe, la esperanza y la caridad, que constituyen su vida espiritual. Pero su fe es una fe sin celo; su esperanza, una esperanza sin firmeza, y su caridad, una caridad sin ardor. Voy ahora a pintaros el retrato de un cristiano fervoroso, esto es, de un cristiano que desea verdaderamente salvar su alma, en parangón con el de una persona que lleva una vida tibia en el servicio de Dios. Pongámoslos uno al lado del otro, y podréis ver a cual de los dos os asemejáis. El buen cristiano no se contenta con creer todas las verdades de nuestra santa religión, sino que además las ama, las medita, busca todos los medios para penetrarlas mejor; le gusta oír la palabra de Dios; cuanto, más la oye, mayores deseos tiene de volver a oírla, pues desea aprovecharse de ella, esto es, evitar todo cuanto Dios le prohíbe, y practicar todo cuanto Dios le manda. No solamente cree que Dios ve todas sus acciones y las juzgara a la hora de la muerte, sino que además tiembla cuantas veces le viene el pensamiento de que un día habrá de dar cuenta de toda su vida ante Dios. Y no se contenta con pensar y temer, sino que todos los días trabaja en enmendarse, todos los días inventa nuevas maneras de mortificarse; tiene en nada todo cuanto ha hecho hasta el presente; se lamenta de haber perdido un tiempo precioso, durante el cual hubiera podido atesorar grandes riquezas para el cielo.
¡Cuan diferente es el cristiano que vive en la tibieza! No deja de creer todas, las verdades que la Iglesia enseña, más de una manera tan débil, que en ella casi no toma parte su corazón. No duda de que Dios le ve, de que esta siempre en su santa presencia; pero, a pesar de ese pensamiento, no es ni más bueno ni menos pecador; cae en pecado con tanta facilidad cual si no creyese en nada; esta muy persuadido de que, mientras viva en tal estado, es enemigo de Dios; más no por eso sale del mismo. Sabe que Jesucristo dio al sacramento de la Penitencia el poder de perdonar nuestros pecados y de acrecentar nuestra virtud. Sabe que dicho sacramento nos concede gracias proporcionadas a las disposiciones con que nos acercamos a recibirlo más no importa: la misma negligencia, la misma tibieza en la practica. Sabe que Jesucristo esta real y verdaderamente en el sacramento de la Eucaristía, alimento absolutamente necesario para su alma; sin embargo, ¡mirad cuan poco desea recibirlo! Sus confesiones y comuniones no son frecuentes; solamente se determina con ocasión de alguna gran festividad, de un jubileo, de una misión; o bien va para no distinguirse de los demás, pero no para alimentar su pobre alma. No solamente no trabaja para merecer una tal dicha, sino que ni tan solo envidia la suerte de los que se acercan frecuentemente a gustar de sus dulzuras. Si le habláis de las cosas de Dios, os responderá con una indiferencia que muestra bien a las claras cuan insensible sea su alma a los bienes que nos puede proporcionar nuestra santa religión. Nada le conmueve: escucha la palabra de Dios, es cierto, pero no es raro el caso en que se fastidie; la escucha con pena, por costumbre, cual una persona que cree saber ya bastante, y portarse lo suficientemente bien para no necesitar tales instrucciones. Las oraciones demasiado largas le molestan. Su espíritu esta aun absorbido por las obras que acaba de ejecutar, o por las que va a comenzar terminada la oración ; se fastidia tanto, que su pobre alma parece estar en la agonía vive aun, pero ya no es capaz de hacer nada en orden al cielo.
La esperanza del buen cristiano es firme; su confianza en Dios es inquebrantable. Nunca pierde de vista los bienes y los males de la otra vida, tiene siempre presente en su espíritu el recuerdo de los sufrimientos de Jesucristo; su corazón casi no se ocupa de otra cosa. Unas veces piensa en el infierno, para considerar la magnitud del castigo que el pecado merece, y la desgracia de quien lo comete, lo cual le dispone a preferir la muerte al pecado; otras veces, para excitarse al amor de Dios y para sentir la grandeza de la dicha de quien ama más a Dios que a todas las cosas, fija su pensamiento en el cielo, y se representa la magnitud del premio de quien lo deja todo por Dios. Entonces solo desea a Dios, solo quiere a Dios: nada valen para él los bienes de este mundo; le gusta verlos despreciados, y los desprecia el mismo; los placeres mundanos le causan horror. La muerte no le atemoriza, pues sabe muy bien que solo ella puede librarle de los males de esta vida y juntarle con Dios para siempre.
Mas el alma tibia esta muy alejada de tales sentimientos. Los bienes y los males de la otra vida casi no le interesan: piensa en el cielo, es cierto, más sin desear verdaderamente alcanzarlo. Sabe que el pecado le cierra las puertas de la celestial mansión; a pesar de esto no procura corregirse, a lo menos de una manera eficaz; por eso se la encuentra siempre ser la misma. El demonio la engaña haciéndole formar muchos propósitos de convertirse, de obrar mejor en adelante, de ser mas mortificada, más reservada en sus palabras, más paciente en sus penas, más caritativa para con el prójimo. Pero nada de esto cambia sensiblemente su vida hace ya veinte años que se halla animada de buenos deseos, sin haber mejorado en nada sus costumbres. Se parece a una persona que sintiese deseos de pensar en cargo triunfal, más no se dignase ni tan solo levantar el pie para subir a el. No quisiera renunciar a los bienes eternos por los bienes terrenales; pero no desea ni abandonar la tierra, ni llegar al cielo, y si pudiese pasar esta vida sin penas ni tristezas, nunca pediría salir de este mundo. Si la oís quejarse de que esta vida es muy larga y despreciable, será porque las cosas no le andan como quisiera. Si el Señor, para forzarla en alguna manera a desligarse de esta villa, le envía penas y miserias, ya la tenemos inquieta, triste, abandonándose al llanto, a las quejas y muchas veces a una especie de desesperación. Parece coma si no quisiese reconocer que es Dios quien le envía esas pruebas para su bien, para hacerle perder la afición a esta vida y atraerla a Él.
¿Qué hizo ella para merecerlas?, piensa para si; otros mucho más culpables no se ven tan castigados.
En la prosperidad, no diremos que el alma tibia llegue a olvidarse de Dios, mas tampoco se olvida de si misma. Sabe referir muy bien todos cuantos medios empleo para salir con éxito; piensa que muchos otros no habrían logrado lo que ella logro; y se complace en repetirlo, y le gusta oírlo repetir; cuantas veces lo oye, experimenta una nueva sensación de alegría. Con aquellos que la lisonjean, toma un aire jovial; más con los que no le tuvieron el respeto que cree merecer, con los que no se mostraron agradecidos a sus favores, muestra siempre un gesto de frialdad e indiferencia, cual si continuamente les estuviese echando en cara su ingratitud. El buen cristiano, en cambio, lejos de creerse digno de algo Y capaz de la menor obra buena, solo tiene ante sus ojos la humana miseria. Desconfía de quienes le adulan, cual si fuesen lazos que el demonio le tiende; sus mejores amigos son aquellos que le dan a conocer sus defectos, pues sabe que, para enmendarse, es preciso conocerlos. En cuanto le es posible, hove las ocasiones de pecar: teniendo siempre presente que la más leve cosa es capaz de hacerle caer, no fía nunca en sus solos propósitos, en sus fuerzas, ni tan solo en su virtud. Conoce, por propia experiencia, que no es capaz de otra cosa que de pecar; pone toda su esperanza y toda su confianza en solo Dios. Sabe que el demonio a nadie teme tanto como al alma aficionada a la oración, y esto le mueve a hacer de su vida una oración continuada, mediante una íntima conversación con su Dios. Pensar en Dios le es cosa tan familiar como la respiración; con gran frecuencia levanta su corazón a lo alto: se complace en pensar en Dios como en su Padre, su amigo, su Señor que le ama tiernamente y desea con anhelo hacerle feliz en este mundo y aun más en el otro. En una palabra, hace consistir su felicidad en las penas y aflicciones, en la oración, el ayuno y la practica de la presencia de Dios. El alma tibia no pierde enteramente su confianza en Dios; pero no desconfía lo bastante de sí propio. Aunque se pone a menudo en ocasiones de pecar, piensa siempre que no va a caer. Si sobreviene la caída, la atribuye al prójimo y afirma que otra vez tendrá mayor firmeza.
Aquel que ama verdaderamente a Dios y pone el mayor interés en la salvación de su alma, toma todas las precauciones posibles pares evitar la ocasión de pecar. No se contenta con evitar las faltas graves, sino que pone gran diligencia en combatir las más leves culpas que en su conducta descubre. Considera siempre como un gran mal todo cuanto puede desagradar a Dios en lo más mínimo; mejor dicho, aborrece todo cuanto desagrada a Dios. Figurase como si estuviese al pie de una escalera, a cuya circa debe subir; ve que, para lograrlo, no hay tiempo que perder; por esto cada día adelanta de virtud en virtud hasta el momento de entrar en la eternidad. Aquí tenéis lo que hace el alma que trabaja por Dios y desea verle. Como el relámpago, no encuentra limites ni retrasos, hasta que llegue a sepultarse en el seno de su Creador. ¿Por que nuestro espíritu se traslada con tanta facilidad de una parte a otra del mundo? Para darnos a entender con cuanta rapidez debemos dirigirnos a Dios con nuestros pensamientos y deseos.
Mas no es este el amor de Dios del alma tibia.. No hallamos en ella esos deseos ardientes, ni esas llamas abrasadoras que nos hacen vencer todos cuantos obstáculos se oponen a la salvación. Para pintaros exactamente el estado del alma que vive en la tibieza, os diré que se parece a una tortuga o a un caracol. No anda, sino que se arrastra por la tierra, v apenas se la ve cambiar de sitio. El amor divino que siente en su corazón es semejante a una pequeña chispa de fuego, oculta en un montón de cenizas; ese amor se halla rodeado de tantos pensamientos y deseos terrenales, que, si no llegan a ahogarlo, impiden su incremento y poco a poco lo van extinguiendo. Cuando el alma tibia llega a este punto, permanece ya del todo indiferente ante tal pérdida. Su amor carece de ternura, de actividad, de energía, apenas capaz de mantenerla en la observancia de lo que es esencialmente necesario para salvarse; pero ella tiene por nada o muy poca cosa todo lo demás. ¡Ay!, el alma vive en su tibieza como una persona en el estado de somnolencia. Quisiera obrar, pero su voluntad está tan debilitada que no tiene ánimo ni fuerza para cumplir sus deseos (Prov., XXI, 25.).
Cierto que el cristiano que vive en la tibieza cumple aún con bastante regularidad sus deberes, a lo menos en apariencia. Todas las mañanas rezará arrodillado sus oraciones; recibirá los sacramentos por la Pascua y aun muchas otras veces durante el año mas todo ello con tanta displicencia, tanta dejadez y tanta indiferencia, con tal falta de preparación, con tan poca eficacia en el mejoramiento de su vida, que claramente se ve que cumple sus deberes sólo por hábito y por rutina; porque es tal fiesta yen ese día tiene la costumbre de practicar tal devoción. Sus confesiones y comuniones no serán sacrílegas, si queréis; pero son confesiones y comuniones sin fruto, las cuales, en vez de perfeccionarle a los ojos de Dios, le hacen aún más culpable. En cuanto a sus oraciones, sólo Dios sabe de qué manera son hechas: ¡ay! sin preparación. Por la mañana, no es de Dios de quien se ocupa, ni tampoco de la salvación de su alma, sino solamente de trabajar. Su espíritu está tan lleno de las cosas de la tierra, que no queda en él lugar para el pensamiento de Dios. Piensa en lo que hará durante el día, dónde enviará sus hijos o sus criados, de qué manera emprenderá tal o cual obra. Para rezar, se arrodilla, es verdad; mas no sabe ni lo que quiere pedir a Dios, ni lo que le es necesario, ni hasta delante de quién se halla; claramente lo delatan sus modales tan faltos de respeto. Viene a ser un pobre que, aunque miserable, no quiere nada, se complace en su pobreza. Es un enfermo casi desahuciado, que desprecia los médicos y los remedios, y se complace en su enfermedad. Veréis a esa alma tibia no tener reparo alguno en hablar durante el curso de sus oraciones, bajo cualquier pretexto; cualquier cosa se las hace abandonar, si bien pensando que las continuara más tarde. ¿Quiere ofrecer a Dios el día, rezar el benedicite, dar las gracias ? Todo eso practica, es verdad; pero muchas veces sin saber ni atender a quien habla. Quizá ni tan solo deja su trabajo. ¿Se trata de un hombre?, pues lo veréis entretenerse dando vueltas a su gorro o sombrero entre las manos, cual si mirase si es bueno o estropeado, cual si quisiera venderlo. ¿Se trata de una mujer?, pues rezara mientras corta el pan para la sopa, echa leña al fuego, o bien yendo a la zaga de sus hijos o de sus sirvientas. Las distracciones en la oración no serán del todo voluntarias, si queréis; preferiría no tenerlas; pero, como para apartarlas debe hacerse cierta violencia, las deja ir y venir libremente.
El alma tibia quizá no para el día del domingo trabajando en obras que los que tienen menos religión consideran como prohibidas; pero no tiene escrúpulo en remendar una prenda de ropa, en arreglar tal o cual cosa de uso domestico, en enviar los pastores al campo durante la hora de los oficios, bajo el pretexto de que tienen que dar de comer al ganado; prefiere dejar perecer su alma y la de sus trabajadores a dejar perecer las bestias. Si es un hombre, reparara sus herramientas o sus vehículos para el día siguiente; ira a visitar sus tierras, tapara un agujero, arreglara sus cuerdas, transportara cubos o los remendara. ¿Que os parece? ¿No es esto lo que sucede en realidad?
El alma tibia se confesara aun todos los meses y quizá más a menudo. Pero ¿que confesiones? Sin preparación, sin deseos de corregirse ; y si los concibe, son ellos tan débiles que el primer soplo los echa por tierra. Sus confesiones no son más que una repetición de las pasadas, y aun gracias que no tenga nada que añadir. Hace ya veinte años se acusaba de lo que se acusa hoy, dentro de veinte años, si aun se confiesa, repetirá lo mismo. El alma tibia no cometerá, si queréis, grandes pecados; pero, si se trata de una leve murmuración, de una mentira, de un sentimiento de odio, de aborrecimiento, de celos, de un pequeño disimulo, con facilidad los comete. Si no la respetáis cual cree ser merecedora, os lo echara en cara so pretexto de que con ello se ofende a Dios; pero mejor diría que es porque ella misma se siente ofendida.
Cierto que no dejara de frecuentar los sacramentos, más las disposiciones con que va a recibirlos inspiran lastima. Encierra a su Dios en una cárcel sucia y oscura, No le da muerte, pero le deja en su corazón sin alegría, sin consuelo; todas sus disposiciones delatan que aquella pobre alma no tiene más que un soplo de vida. Una vez recibida la Sagrada Comunión, el alma tibia casi no piensa en Dios más que los otros días. La manera de portarse nos da a entender que no se ha dado cuenta de la magnitud de su dicha.
La persona tibia reflexiona muy poco sobre el estado de su alma, y casi nunca vuelve la vista hacia el pasado; si le viene al pensamiento la necesidad de portarse mejor, cree que, una vez confesados sus pecados, debe permanecer perfectamente tranquila. Asiste a la Santa Misa casi como a un acto ordinario; no considera seriamente la alteza de aquel misterio, y no tiene inconveniente en conversar sobre cualquier cosa mientras se dirige al templo; quizá ni se le ocurrirá nunca pensar que va a participar del mas grande de los dones, que Dios, con ser Dios, pudo otorgarnos. Piensa ciertamente en las necesidades de su alma, pero con debilidad de espíritu; muchas veces se presenta ante su Dios sin saber siquiera lo que ha de pedirle. Durante los oficios, no quiere dormirse, es cierto, y hasta come que los demás lo adviertan; pero no se hace la menor violencia. Tampoco quisiera tener distracciones durante la oración o la Santa Misa; más, como ello implicaría cierta lucha, las tolera con paciencia, aunque no las desee. Los días de ayuno casi no los distingue, pues o bien adelanta la hora de la comida, o bien hace una abundante colación, casi equivalente a una cena, alegando el pretexto de que el cielo no se alcanza con hambre. Al practicar algunas buenas obras, a menudo su intención no es del todo pura: unas veces son para complacer a alguien, otras por compasión, otras hasta para agradar al mundo. Para los tales, todo cuanto no sea un grave pecado, resulta ya aceptable. Les gusta pacer el bien, pero no quieren hallar dificultades al practicarlo. Hasta les gustaría visitar a los enfermos, pero seria preciso que los enfermos viniesen a ellos. Tienen medios de hacer limosna, conocen a las personas que están necesitadas; pero esperan a que se la vengan a pedir, en vez de anticiparse, con lo cual sus obras serian doblemente meritorias. En una palabra, la persona que lleva una vida tibia no deja de practicar muchas buenas obras, de frecuentar los sacramentos, de asistir puntualmente a las funciones; más en todos sus actos veréis una fe débil, lánguida, una esperanza que a la menor prueba se viene abajo, un amor de Dios y del prójimo sin ardor y sin gusto; todo cuanto hace no resulta enteramente perdido, más poco le falta para ello.
Considerad ahora delante de Dios en que lado os halláis: ¿en el de los pecadores, que lo abandonaron ya todo, que no piensan ya en la salvación de su pobre alma, que se hunden en el pecado sin remordimiento alguno? ¿En el lado de las almas justas, que solo ven y buscan a Dios, que se inclinan siempre a pensar mal de si mismas y quedan en seguida convencidas cuando se les hace notar algún defecto suyo; que se creen siempre mil veces mas miserables de lo que opinan los demás, y tienen en nada todo cuanto hicieron hasta el presente? O bien, ¿pertenecéis al numero de aquellas almas perezosas, tibias e indiferentes, tal como acabamos de pintarlas? ¿Cual es el camino por donde andáis? ¿Quien podrá estar seguro de que no es ni pecador, ni tibio, sino de los escogidos? ¡Ay!, ¡cuantos parecen buenos cristianos a los ojos del mundo, más son tibios a los ojos de Dios, que lo ve todo y conoce nuestro interior!
II.-Pero, me diréis, ¿de que medios hemos de valernos para salir de tan miserable estado? – Si deseáis saberlo, atended un momento. Y, ante todo, debo advertiros que el que vive en la tibieza, en cierto sentido está más en peligro que aquel que vive en pecado mortal; y que las consecuencias de un tal estado son acaso más funestas. He aquí la prueba. El pecador que no cumple el precepto pascual, o que ha contraído hábitos malos o criminales, lamentase, de vez en cuando, del estado en que vive, en el cual está resuelto a no morir; desea salir del mismo, y un día llegara a hacerlo. Mas el alma que vive en la tibieza, no piensa en salir de ella, pues cree estar bien con Dios.
¿Que habremos de concluir de esto? Vedlo aquí. Esa alma tibia viene a ser un objeto insípido, insustancial, desagradable a los ojos de Dios, quien acaba por vomitarlo de su boca; o sea acaba por maldecirlo y reprobarlo. ¡Oh Dios mío, a cuantas almas pierde ese estado! Si queréis hacer que un alma tibia salga de su estado, os contestará que no pretende ser santa; que, con tal de entrar en el cielo, ya tiene bastante. No pretendes ser Santo, y no consideras que solo los santos llegan al cielo. O ser Santo, o réprobo: no hay termino medio.
¿Queréis salir de la tibieza? Llegaos frecuentemente a la puerta de los abismos, en donde se oyen los gritos y los alaridos de los réprobos, y podréis formaros idea de los tormentos que experimentan por haber vivido tibiamente y con negligencia respecto al negocio de su salvación. Levantad vuestros pensamientos hacia el cielo, y considerad cual sea la gloria de los santos por haber luchado y por haberse violentado mientras estaban en la tierra. Mirad lo que hicieron para merecer el cielo. Mirad que respeto sentían por la presencia de Dios; que devoción en sus oraciones, las cuales no cesaban en toda su vida. Mirad su valentía en combatir las tentaciones del demonio. Ved con que gusto perdonaban y hasta favorecían a los que los perseguían, difamaban o les deseaban mal. Mirad su humildad, el desprecio de si mismos, el gusto con que se veían despreciados, y el terror con que miraban las alabanzas y la estimación del mundo. Mirad con que atención evitaban los más leves pecados, y cuán copiosas lagrimas derramaban por sus culpas pasadas. Mirad que pureza de intención en todas sus buenas obras: no tenían otra mira que Dios, solo deseaban agradar a Dios. ¿Que más os diré? Mirad aquella muchedumbre de mártires que no pueden hartarse de sufrimientos, que suben a los cadalsos con mayor alegría que los reyes al trono. Terminemos. No hay estado más terrible que el de aquella persona que vive en la tibieza, pues antes se convertirá un gran pecados que un tibio. Si nos hallamos en tal estado, pidamos a Dios, de todo corazón, la gracia de salir de é1, para emprender el camino que todos los santos siguieron y así poder llegar a la felicidad de que ellos disfrutan.
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