Durante muchos siglos de la historia de la espiritualidad, ha sido opinión muy difundida que la contemplación es un fenómeno reservado exclusivamente al estado de vida religioso, hasta el punto de que la locución «vida contemplativa» se utilizaba como equivalente a «vida religiosa». Esto se debe a un dar por supuesta la incompatibilidad entre acción o vida activa, y contemplación o vida contemplativa. En consecuencia, una vida plenamente inmersa en el mundo era considerada como un obstáculo insuperable para el cristiano que quisiera llegar a ser contemplativo: para ello, éste tendría que abandonar necesariamente las actividades seculares.
Uno de los rasgos esenciales del mensaje que Dios confió a San Josemaría Escrivá de Balaguer es precisamente la plena y abierta proclamación de la contemplación en medio del mundo: «La contemplación no es cosa de privilegiados. Algunas personas con conocimiento elementales de religión piensan que los contemplativos están todo el día como en éxtasis. Y es una ingenuidad muy grande. Los monjes, en sus conventos, están todo el día con mil trabajos: limpian la casa y se dedican a tareas, con las que se ganan la vida.
Vamos a tratar de delinear ahora los rasgos característicos de la contemplación en medio del mundo según las enseñanzas de San Josemaría. En primer lugar señalaremos cómo en ellas aparece claramente indicado que la oración contemplativa no se ha de limitar a unos momentos concretos durante el día: ratos dedicados expresamente a la oración personal y litúrgica, participación en la Santa Misa, etc., sino que ha de abarcar toda la jornada, hasta llegar a ser una oración continua. En 1940 escribía: «Donde quiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes humanos –en la fábrica, en la universidad, en el campo, en la oficina o en el hogar –, nos encontraremos en sencilla contemplación filial, en un constante diálogo con Dios. Porque todo –personas, cosas, tareas– nos ofrece la ocasión y el tema para una continua conversación con el Señor».
Contemplación en medio del mundo y santificación del trabajo:
En las enseñanzas de San Josemaría, la posibilidad de alcanzar esta oración contemplativa continua depende estrechamente de una realidad, que constituye el núcleo más profundo del espíritu del Opus Dei: la santificación en medio del mundo a través del trabajo profesional. En efecto, cuando describía el espíritu que Dios le había confiado, señalaba que éste «se apoya como en su quicio, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo. La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestro iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios».
El Fundador del Opus Dei solía sintetizar sus enseñanzas sobre la santificación del trabajo con una fórmula ternaria, muy frecuente en sus escritos: santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo, o bien, con la frase equivalente: santificar la profesión, santificarse en la profesión y santificar a los demás con la profesión. Al formular esta trilogía, seguía habitualmente el orden citado, lo cual expresa su profunda convicción de que la santidad personal (santificarse en el trabajo) y el apostolado (santificar con el trabajo) no son realidades que se alcanzan sólo con ocasión del trabajo, como si éste fuera algo marginal a la santidad, sino precisamente a través del trabajo, que ha de ser santificado en sí mismo (santificar el trabajo). Con la frase central del tríptico: santificarse en el trabajo, quería dejar claro que el cristiano que por voluntad divina se halla plenamente inmerso en las realidades temporales, debe santificarse no sólo mientras trabaja, sino también precisamente por medio de su trabajo, que de este modo se convierte en medio de santificación: «Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como una realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora».
Cuando San Josemaría propone el trabajo profesional como medio de santificación para el cristiano corriente no está enseñando que el trabajo, considerado como mera actividad humana, santifique por sí mismo, por decirlo de algún modo, ex opere operato, como santifican los sacramentos, porque en sus enseñanzas, la expresión santificarse en el trabajo es inseparable de santificar el trabajo, es decir, el trabajo «que santifica» es al mismo tiempo un trabajo «santificado», o sea, el que reúne las siguientes características: estar bien hecho humanamente, elevado al plano de la gracia –y por tanto realizado en estado de gracia–, llevado a cabo con rectitud de intención –para dar gloria a Dios–, por amor a Dios y con amor a Dios. En definitiva, el trabajo que constituye un medio de santificación es el que, con la gracia divina, se realiza de tal manera que ha llegado a convertirse en oración. Así lo afirma explícitamente San Josemaría en el texto siguiente: «No entenderían nuestra vocación los que (…) pensaran que nuestra vida sobrenatural se edifica de espaldas al trabajo: porque el trabajo es para nosotros, medio específico de santidad. Lo que quiero deciros es que hemos de convertir el trabajo en oración y tener alma contemplativa». «Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración».
«Lo extraordinario nuestro es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por alto –también con elegancia humana– las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración».
La posibilidad de transformar el trabajo en oración:
Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor de San Josemaría Escrivá de Balaguer al frente del Opus Dei, reflexionando sobre las enseñanzas de éste, explica el fundamento teológico de la posibilidad de transformar el trabajo en oración: «Pero, ¿es verdaderamente posible transformar la entera existencia, con sus conflictos y turbulencias, en una auténtica oración? Debemos responder decididamente que sí. De lo contrario, sería como admitir de hecho que la solemne proclamación de la llamada universal a la santidad realizada por el Concilio Vaticano II, no es más que una declaración de principios, un ideal teórico, una aspiración incapaz de traducirse en realidad vivida para la inmensa mayoría de los cristianos. El fundamento teológico de la posibilidad de transformar en oración cualquier actividad humana y, por tanto, también el trabajo, es ilustrado por el Santo Padre Juan Pablo II en la Encíclica Laborem exercens (n. 24), donde, al describir algunos elementos para una espiritualidad del trabajo, afirma: “Puesto que el trabajo en su dimensión subjetiva es siempre una acción personal, actus personæ, se sigue que en él participa el hombre entero, el cuerpo y el espíritu. Al hombre entero ha sido dirigida la Palabra del Dios vivo, el mensaje evangélico de la Salvación”. Y el hombre debe responder a Dios que lo interpela con todo su ser, con su cuerpo y con su espíritu, con su actividad. Esta respuesta es precisamente la oración. Puede parecer difícil poner en práctica un programa tan elevado. Sin la ayuda divina es ciertamente imposible. Pero la gracia nos eleva muy por encima de nuestras limitaciones. El Apóstol dicta una condición precisa: hacer todo para la gloria a Dios, con absoluta pureza de intención, con el anhelo de agradar a Dios en todo (cfr. 1 Co 10, 13)». Como se puede observar en este texto, Mons. Álvaro del Portillo, tomando pie de la antropología teológica de Juan Pablo II aplicada concretamente a la realidad del trabajo, sostiene una concepción globalizante de la oración, podríamos decir «personalista», donde el sujeto de la misma es la persona entera, con su cuerpo y con su alma. Por ello, cuando un cristiano realiza su trabajo profesional con perfección humana, con rectitud de intención, con y por amor de Dios, está ya haciendo oración: todo su actuar –no sólo su pensar, sino también su obrar corporal– expresa externamente la comunión de amor con Dios que existe en su corazón, y esto constituye una verdadera oración, que se podría llamar «oración de las obras», ya que en ella se ora con y a través de las obras. A fin de cuentas, es la virtud de la caridad la que dignifica el trabajo, que sin dejar de ser trabajo en un plano humano, resulta elevado por el amor de Dios a una dimensión teologal, donde es al mismo tiempo verdadera oración. Así lo afirmaba explícitamente San Josemaría: «El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1 Co 10, 31)».
Volviendo a la trilogía antes mencionada, entendemos mejor ahora que el contenido de la expresión santificarse en el trabajo no es una mera compaginación, más o menos conseguida, entre ocupaciones temporales y vida teologal, entre el trabajo y la oración. A decir verdad, lo que allí se propone no es una yuxtaposición entre las dos realidades, sino más bien la plena unión de ambas, de tal forma que los dos conceptos llegan a identificarse. Así lo enseñaba San Josemaría: «Nuestra vida es trabajar y rezar, y al revés, rezar y trabajar. Porque llega un momento en que no se saben distinguir estos dos conceptos, esas dos palabras, contemplación y acción, que terminan por significar lo mismo en la mente y en la conciencia».
El trabajo santificado y santificante se convierte en verdadera oración contemplativa:
«Cuando respondemos generosamente a este espíritu, adquirimos una segunda naturaleza: sin darnos cuenta, estamos todo el día pendientes del Señor y nos sentimos impulsados a meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él, nos resultan insípidas. Llega un momento, en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios –sin rarezas–: endiosamiento».
Las actividades humanas nobles no constituyen para San Josemaría un obstáculo para la contemplación, por lo que no es necesario alejarse del mundo para alcanzarla. Es más, ya que el trabajo proporciona la materia para la misma, cuando más inmerso está un cristiano en las realidades temporales, más espíritu contemplativo puede y debe poseer.
Lo que San José María propone como contemplación en medio del mundo es verdadera oración contemplativa, y no una contemplación rebajada o de segunda categoría. En este sentido, escribía en Forja: «Nunca compartiré la opinión –aunque la respeto– de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles. Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura». Y este mirar a Dios se realiza precisamente a través de los acontecimientos y circunstancias que entretejen la vida ordinaria, como escribe en el mismo libro: «Contempla al Señor detrás de cada acontecimiento, de cada circunstancia, y así sabrás sacar de todos los sucesos más amor de Dios, y más deseos de correspondencia, porque Él nos espera siempre, y nos ofrece la posibilidad de cumplir continuamente ese propósito que hemos hecho: “serviam!”, te serviré».
En una homilía el Fundador del Opus Dei señalaba: «Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra». En este mismo lugar, San Josemaría hace hincapié en que la vida ordinaria es el lugar donde se ha de encontrar a Dios: «Hijos míos, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres». En un estudio teológico sobre esta homilía, P. Rodríguez propone como una de las enseñanzas centrales de la misma, la tesis siguiente: «Las situaciones que parecen más vulgares, arrancando desde la materia misma, son metafísica y teológicamente valiosas: son el medio y la ocasión de nuestro encuentro continuo con el Señor», y después de realizar un análisis teológico de la expresión «materialismo cristiano» empleada por San Josemaría, escribe: «La unidad entre la vida de relación con Dios y la vida cotidiana –trabajo, profesión, familia– no viene desde fuera sino que se da en el seno mismo de esta última, porque aquí, en la vida común, se da una inefable “epifanía” de Dios, particular y personal para cada cristiano: ese algo santo, que cada uno debe descubrir».
El itinerario de la oración cristiana:
El Catecismo de la Iglesia Católica presenta una visión dinámica de la vida de oración, al hablarnos de «tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón», señalando de este modo que no hay barreras entre los diversos modos de orar.
En efecto, la experiencia de los santos muestra que no hay barreras infranqueables entre los diversos modos de orar, en el sentido de que en cualquier momento dedicado a la oración pueden coexistir las mencionadas tres «expresiones mayores» de ella.
Por ejemplo, según Santa Teresa de Jesús, la oración vocal y la mental no se pueden disociar, porque no es verdadera oración la de quien no está atento: «Porque a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración; no digo más mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración. Porque la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios». La santa enseña que cuando se ora vocalmente es preciso saber lo que decimos: «Lo que yo querría hiciésemos nosotras, hijas, es que no nos contentemos con sólo eso [pronunciar las palabras]; porque cuando digo “Credo”, razón me parece será que entienda y sepa lo que creo; y cuando digo “Padre nuestro”, amor será entender quién es este Padre nuestro y quién es el maestro que nos enseñó esta oración».
Además, la santa de Ávila enseña que la oración vocal y la contemplación pueden combinarse bastante bien. En esa línea escribe: «Si no dijeran que trato de contemplación, venía aquí bien en esta petición [del Padre Nuestro] hablar un poco de principios de pura contemplación, que los que la tienen llaman oración de quietud; mas como he dicho que trato de oración vocal, parece no viene lo uno con lo otro a quien no lo supiere, y yo sé que sí viene. Perdonadme que lo quiero decir aquí, porque sé que muchas personas rezando vocalmente las levanta Dios a subida contemplación, sin procurar ellas nada ni entenderlo. Por esto pongo tanto, hijas, en que recéis bien las oraciones vocales. Conozco una monja que nunca pudo tener sino oración vocal, y asida a ésta lo tenía todo; y si no, íbasele el entendimiento tan perdido que no lo podía sufrir. Mas ¡tal tengan todas la mental! En ciertos Paternóster que rezaba a las veces que el Señor derramó sangre se estaba –y en poco más– dos o tres horas, y vino a mí muy congojada, que no sabía tener oración ni podía contemplar, sino rezar vocalmente. Era ya vieja y había gastado su vida harto bien y religiosamente, Preguntándole yo qué rezaba, en lo que me contó vi que, asida al Paternóster, la levantaba el Señor a tener unión. Ansí, alabé al Señor y hube envidia su oración vocal». Y, también a propósito del Padre Nuestro, afirma la santa de Ávila: «Espántame ver que en tan pocas palabras está toda la contemplación y perfección encerrada, que parece no hemos menester otro libro sino estudiar en éste».
También el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la oración vocal puede constituir un inicio de oración contemplativa:
«La oración vocal es la oración por excelencia de las multitudes por ser exterior y tan plenamente humana. Pero incluso la más interior de las oraciones no podría prescindir de la oración vocal. La oración se hace interior en la medida en que tomamos conciencia de Aquel “a quien hablamos” (Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 26). Por ello, la oración vocal se convierte en una primera forma de oración contemplativa».
Encontramos la misma enseñanza en los escritos de San Josemaría Escrivá de Balaguer: «Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra.
Por su parte, Juan Pablo II enseña que la oración vocal del Santo Rosario puede ser un camino hacia la contemplación: «El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: “Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma, y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas (…). Por su naturaleza, el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza” (Exhortación apostólica Marialis cultus, 2-II-1974, n. 47)».
Sobre esta oración vocal, escribe San Josemaría Escrivá de Balaguer: «¿Quieres amar a la Virgen? Pues, ¡trátala! ¿Cómo? Rezando bien el Rosario de nuestra Señora. Pero, en el Rosario… ¡decimos siempre lo mismo! -¿Siempre lo mismo? ¿Y no se dicen siempre lo mismo los que se aman?… ¿Acaso no habrá monotonía en tu Rosario, porque en lugar de pronunciar palabras como hombre, emites sonidos como animal, estando tu pensamiento muy lejos de Dios? Además, mira: antes de cada decena, se indica el misterio que se va a contemplar. Tú… ¿has contemplado alguna vez estos misterios?».
La dimensión contemplativa de la vida de oración está ya presente desde el inicio de ésta, pero de manera aún muy débil, por lo que el cristiano que comienza a orar vocalmente y a meditar no es aún consciente de la contemplación incipiente, pero en la medida en que progresa en su vida de oración, comienza a prevalecer la oración contemplativa sobre las otras formas de oración, y acaba por imponerse, sin que por ello sea abandonada la oración vocal y la meditación. Cuando la dimensión contemplativa prevalece en la vida de oración, tanto la oración vocal como la discursiva o meditativa, asumen tonalidades de mayor sencillez, interioridad y recogimiento, de manera que la oración contemplativa no descarta las otras formas de oración, sino las modela y tonifica. De este modo, el estado de oración contemplativa, no es más que el predominio de la dimensión contemplativa de la vida de oración sobre otras expresiones de ésta.
En definitiva, más que de grados de vida de oración se debe hablar de tres formas o expresiones mayores de ella, teniendo en cuenta que en cada momento o situación de la vida espiritual prevalece una forma concreta de oración sobre las demás, hasta llegar a la cumbre de la vida de oración en que ésta se manifiesta principalmente como oración contemplativa.
Para alcanzar la santidad resulta imprescindible mantener un trato habitual con Dios; o dicho de otro modo: rezar. Pero este medio no consiste sólo en desgranar plegarias vocales; es hablar con Dios, poniendo en ejercicio todas las capacidades humanas: el alma y el cuerpo, la cabeza y el corazón, la doctrina y los afectos. Ser santos significa parecerse a Jesucristo: cuanto más le imitemos, cuanto más nos asemejemos a Él, desarrollando con la gracia y nuestro esfuerzo la identificación sacramental recibida en el Bautismo, mayor santidad, mayor identificación con el Maestro alcanzaremos. De ahí la importancia de esa “conversación habitual” con Él. «¿Santo, sin oración?», se pregunta San Josemaría en uno de sus libros más difundidos. Y responde concisamente: «No creo en esa santidad» (Camino, 107).
La senda de la oración no es algo que se adquiere de una vez por todas: siempre hay que estar comenzando, recomenzando, con la ilusión humana y sobrenatural de mejorar en el trato con Dios; se requiere considerarse siempre discípulo, y nunca maestro. Esta actitud, además de revelarse como un fuerte contrapeso a la posible tentación de soberbia espiritual, ayuda a no desanimarse, a no abandonar la práctica de la meditación porque nos parece que no avanzamos.
En el curso de la oración mental o meditación, lo más importante consiste en llegar al trato personal con Jesús. Todo lo demás —como leer algún párrafo del Evangelio o de un libro piadoso, reflexionar sobre lo que se ha leído, confrontarlo con la propia vida, etc., sabiendo que resulta muy conveniente e incluso necesario, se encamina a mover la voluntad, que debe prorrumpir en afectos: actos de amor o de dolor, acciones de gracias, peticiones, propósitos…, que constituyen el fruto en sazón de la oración verdadera. Se trata de decisiones de amar más a Dios y al prójimo, concretadas quizá en puntos muy pequeños, pero que dejan en el alma un regusto —no necesariamente de naturaleza sensible— que se manifiesta en paz interior y en serenidad para afrontar con nueva energía, y con el gozo de los hijos de Dios, los deberes y las ocupaciones inherentes a la propia situación.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que la práctica de la oración supone un verdadero “combate” espiritual (n. 2725). Lo enseñó con las mismas palabras el Fundador del Opus Dei; y añadía que esa lucha, aunque esforzada, no es triste ni antipática, sino que posee la alegría y la juventud del deporte. Un “combate” en el que siempre estamos a la expectativa del “premio” —el mismo Dios— que se entrega íntimamente a quien persevera en buscarle, tratarle y amarle.
«Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?” —¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias…, ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!”» (Camino, 91).
Unos consejos para hacer oración:
«¿Que no sabes orar? —Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: “Señor, ¡que no sé hacer oración!…”, está seguro de que has empezado a hacerla» (Camino, 90).
Entre los consejos prácticos que sugería San Josemaría, unos versaban sobre el lugar y el tiempo de la meditación: buscar un sitio que facilite el recogimiento interior (delante del Sagrario, siempre que sea posible), y sujetarse a un horario, sabiendo que es mejor adelantarla que retrasarla, cuando se prevé algún inconveniente; pedir ayuda a nuestros aliados, los Ángeles Custodios; tratar de convertir incluso las distracciones en materia del diálogo con Dios. Esto tiene máxima importancia, porque rezar es mantener una conversación con el Señor, no con nosotros mismos.
En esta línea se inscribe la recomendación de “meterse” en las escenas del Evangelio. «Te aconsejo —decía— que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá El querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones» (Amigos de Dios, 253).
Se demuestra también muy eficaz el recurso a la Virgen, Maestra de oración, y a San José, al empezar y acabar los ratos de oración. «Ellos presentarán nuestra debilidad a Jesús, para que Él la convierta en fortaleza» (Amigos de Dios, 255).
Si el alma cristiana es fiel y perseverante en el trato con Dios, su oración no quedará confinada sólo a los momentos especialmente dedicados a hablar con Él. Se prolongará durante la jornada entera, día y noche, haciendo posible que el trabajo y el descanso, la alegría y el dolor, la tranquilidad y las preocupaciones, la vida entera se convierta en oración. Así, casi sin darse cuenta, el cristiano coherente con su vocación de hijo de Dios se va convirtiendo en un contemplativo itinerante, en alma de oración.
Vida de oración:
El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso. (Amigos de Dios, 295).
»Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra…, hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres…: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto» (Amigos de Dios, 296).
Distintivo del discípulo de Cristo es el encuentro con la Cruz. No hay que rehuirla, ni tampoco buscarla temerariamente en cosas grandes. El Espíritu Santo nos la presenta sirviéndose habitualmente del acontecer cotidiano, concediendo al mismo tiempo la gracia para amarla. La Cruz entonces no pesa: Jesús mismo, buen cirineo, la lleva sobre sus espaldas. El alma comienza a caminar por la senda de la contemplación y descubre al Señor en cada paso. Momentos de prueba se alternan con otros de calma, pero la alegría interior —compatible con el sufrimiento— no falta nunca: aquí descubriremos la señal más clara de que marchamos junto al Maestro.
Así, no se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas.
Uno de los rasgos esenciales del mensaje que Dios confió a San Josemaría Escrivá de Balaguer es precisamente la plena y abierta proclamación de la contemplación en medio del mundo: «La contemplación no es cosa de privilegiados. Algunas personas con conocimiento elementales de religión piensan que los contemplativos están todo el día como en éxtasis. Y es una ingenuidad muy grande. Los monjes, en sus conventos, están todo el día con mil trabajos: limpian la casa y se dedican a tareas, con las que se ganan la vida.
Vamos a tratar de delinear ahora los rasgos característicos de la contemplación en medio del mundo según las enseñanzas de San Josemaría. En primer lugar señalaremos cómo en ellas aparece claramente indicado que la oración contemplativa no se ha de limitar a unos momentos concretos durante el día: ratos dedicados expresamente a la oración personal y litúrgica, participación en la Santa Misa, etc., sino que ha de abarcar toda la jornada, hasta llegar a ser una oración continua. En 1940 escribía: «Donde quiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes humanos –en la fábrica, en la universidad, en el campo, en la oficina o en el hogar –, nos encontraremos en sencilla contemplación filial, en un constante diálogo con Dios. Porque todo –personas, cosas, tareas– nos ofrece la ocasión y el tema para una continua conversación con el Señor».
Contemplación en medio del mundo y santificación del trabajo:
En las enseñanzas de San Josemaría, la posibilidad de alcanzar esta oración contemplativa continua depende estrechamente de una realidad, que constituye el núcleo más profundo del espíritu del Opus Dei: la santificación en medio del mundo a través del trabajo profesional. En efecto, cuando describía el espíritu que Dios le había confiado, señalaba que éste «se apoya como en su quicio, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo. La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestro iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios».
El Fundador del Opus Dei solía sintetizar sus enseñanzas sobre la santificación del trabajo con una fórmula ternaria, muy frecuente en sus escritos: santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo, o bien, con la frase equivalente: santificar la profesión, santificarse en la profesión y santificar a los demás con la profesión. Al formular esta trilogía, seguía habitualmente el orden citado, lo cual expresa su profunda convicción de que la santidad personal (santificarse en el trabajo) y el apostolado (santificar con el trabajo) no son realidades que se alcanzan sólo con ocasión del trabajo, como si éste fuera algo marginal a la santidad, sino precisamente a través del trabajo, que ha de ser santificado en sí mismo (santificar el trabajo). Con la frase central del tríptico: santificarse en el trabajo, quería dejar claro que el cristiano que por voluntad divina se halla plenamente inmerso en las realidades temporales, debe santificarse no sólo mientras trabaja, sino también precisamente por medio de su trabajo, que de este modo se convierte en medio de santificación: «Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como una realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora».
Cuando San Josemaría propone el trabajo profesional como medio de santificación para el cristiano corriente no está enseñando que el trabajo, considerado como mera actividad humana, santifique por sí mismo, por decirlo de algún modo, ex opere operato, como santifican los sacramentos, porque en sus enseñanzas, la expresión santificarse en el trabajo es inseparable de santificar el trabajo, es decir, el trabajo «que santifica» es al mismo tiempo un trabajo «santificado», o sea, el que reúne las siguientes características: estar bien hecho humanamente, elevado al plano de la gracia –y por tanto realizado en estado de gracia–, llevado a cabo con rectitud de intención –para dar gloria a Dios–, por amor a Dios y con amor a Dios. En definitiva, el trabajo que constituye un medio de santificación es el que, con la gracia divina, se realiza de tal manera que ha llegado a convertirse en oración. Así lo afirma explícitamente San Josemaría en el texto siguiente: «No entenderían nuestra vocación los que (…) pensaran que nuestra vida sobrenatural se edifica de espaldas al trabajo: porque el trabajo es para nosotros, medio específico de santidad. Lo que quiero deciros es que hemos de convertir el trabajo en oración y tener alma contemplativa». «Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración».
«Lo extraordinario nuestro es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por alto –también con elegancia humana– las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración».
La posibilidad de transformar el trabajo en oración:
Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor de San Josemaría Escrivá de Balaguer al frente del Opus Dei, reflexionando sobre las enseñanzas de éste, explica el fundamento teológico de la posibilidad de transformar el trabajo en oración: «Pero, ¿es verdaderamente posible transformar la entera existencia, con sus conflictos y turbulencias, en una auténtica oración? Debemos responder decididamente que sí. De lo contrario, sería como admitir de hecho que la solemne proclamación de la llamada universal a la santidad realizada por el Concilio Vaticano II, no es más que una declaración de principios, un ideal teórico, una aspiración incapaz de traducirse en realidad vivida para la inmensa mayoría de los cristianos. El fundamento teológico de la posibilidad de transformar en oración cualquier actividad humana y, por tanto, también el trabajo, es ilustrado por el Santo Padre Juan Pablo II en la Encíclica Laborem exercens (n. 24), donde, al describir algunos elementos para una espiritualidad del trabajo, afirma: “Puesto que el trabajo en su dimensión subjetiva es siempre una acción personal, actus personæ, se sigue que en él participa el hombre entero, el cuerpo y el espíritu. Al hombre entero ha sido dirigida la Palabra del Dios vivo, el mensaje evangélico de la Salvación”. Y el hombre debe responder a Dios que lo interpela con todo su ser, con su cuerpo y con su espíritu, con su actividad. Esta respuesta es precisamente la oración. Puede parecer difícil poner en práctica un programa tan elevado. Sin la ayuda divina es ciertamente imposible. Pero la gracia nos eleva muy por encima de nuestras limitaciones. El Apóstol dicta una condición precisa: hacer todo para la gloria a Dios, con absoluta pureza de intención, con el anhelo de agradar a Dios en todo (cfr. 1 Co 10, 13)». Como se puede observar en este texto, Mons. Álvaro del Portillo, tomando pie de la antropología teológica de Juan Pablo II aplicada concretamente a la realidad del trabajo, sostiene una concepción globalizante de la oración, podríamos decir «personalista», donde el sujeto de la misma es la persona entera, con su cuerpo y con su alma. Por ello, cuando un cristiano realiza su trabajo profesional con perfección humana, con rectitud de intención, con y por amor de Dios, está ya haciendo oración: todo su actuar –no sólo su pensar, sino también su obrar corporal– expresa externamente la comunión de amor con Dios que existe en su corazón, y esto constituye una verdadera oración, que se podría llamar «oración de las obras», ya que en ella se ora con y a través de las obras. A fin de cuentas, es la virtud de la caridad la que dignifica el trabajo, que sin dejar de ser trabajo en un plano humano, resulta elevado por el amor de Dios a una dimensión teologal, donde es al mismo tiempo verdadera oración. Así lo afirmaba explícitamente San Josemaría: «El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1 Co 10, 31)».
Volviendo a la trilogía antes mencionada, entendemos mejor ahora que el contenido de la expresión santificarse en el trabajo no es una mera compaginación, más o menos conseguida, entre ocupaciones temporales y vida teologal, entre el trabajo y la oración. A decir verdad, lo que allí se propone no es una yuxtaposición entre las dos realidades, sino más bien la plena unión de ambas, de tal forma que los dos conceptos llegan a identificarse. Así lo enseñaba San Josemaría: «Nuestra vida es trabajar y rezar, y al revés, rezar y trabajar. Porque llega un momento en que no se saben distinguir estos dos conceptos, esas dos palabras, contemplación y acción, que terminan por significar lo mismo en la mente y en la conciencia».
El trabajo santificado y santificante se convierte en verdadera oración contemplativa:
«Cuando respondemos generosamente a este espíritu, adquirimos una segunda naturaleza: sin darnos cuenta, estamos todo el día pendientes del Señor y nos sentimos impulsados a meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él, nos resultan insípidas. Llega un momento, en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios –sin rarezas–: endiosamiento».
Las actividades humanas nobles no constituyen para San Josemaría un obstáculo para la contemplación, por lo que no es necesario alejarse del mundo para alcanzarla. Es más, ya que el trabajo proporciona la materia para la misma, cuando más inmerso está un cristiano en las realidades temporales, más espíritu contemplativo puede y debe poseer.
Lo que San José María propone como contemplación en medio del mundo es verdadera oración contemplativa, y no una contemplación rebajada o de segunda categoría. En este sentido, escribía en Forja: «Nunca compartiré la opinión –aunque la respeto– de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles. Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura». Y este mirar a Dios se realiza precisamente a través de los acontecimientos y circunstancias que entretejen la vida ordinaria, como escribe en el mismo libro: «Contempla al Señor detrás de cada acontecimiento, de cada circunstancia, y así sabrás sacar de todos los sucesos más amor de Dios, y más deseos de correspondencia, porque Él nos espera siempre, y nos ofrece la posibilidad de cumplir continuamente ese propósito que hemos hecho: “serviam!”, te serviré».
En una homilía el Fundador del Opus Dei señalaba: «Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra». En este mismo lugar, San Josemaría hace hincapié en que la vida ordinaria es el lugar donde se ha de encontrar a Dios: «Hijos míos, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres». En un estudio teológico sobre esta homilía, P. Rodríguez propone como una de las enseñanzas centrales de la misma, la tesis siguiente: «Las situaciones que parecen más vulgares, arrancando desde la materia misma, son metafísica y teológicamente valiosas: son el medio y la ocasión de nuestro encuentro continuo con el Señor», y después de realizar un análisis teológico de la expresión «materialismo cristiano» empleada por San Josemaría, escribe: «La unidad entre la vida de relación con Dios y la vida cotidiana –trabajo, profesión, familia– no viene desde fuera sino que se da en el seno mismo de esta última, porque aquí, en la vida común, se da una inefable “epifanía” de Dios, particular y personal para cada cristiano: ese algo santo, que cada uno debe descubrir».
El itinerario de la oración cristiana:
El Catecismo de la Iglesia Católica presenta una visión dinámica de la vida de oración, al hablarnos de «tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón», señalando de este modo que no hay barreras entre los diversos modos de orar.
En efecto, la experiencia de los santos muestra que no hay barreras infranqueables entre los diversos modos de orar, en el sentido de que en cualquier momento dedicado a la oración pueden coexistir las mencionadas tres «expresiones mayores» de ella.
Por ejemplo, según Santa Teresa de Jesús, la oración vocal y la mental no se pueden disociar, porque no es verdadera oración la de quien no está atento: «Porque a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración; no digo más mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración. Porque la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios». La santa enseña que cuando se ora vocalmente es preciso saber lo que decimos: «Lo que yo querría hiciésemos nosotras, hijas, es que no nos contentemos con sólo eso [pronunciar las palabras]; porque cuando digo “Credo”, razón me parece será que entienda y sepa lo que creo; y cuando digo “Padre nuestro”, amor será entender quién es este Padre nuestro y quién es el maestro que nos enseñó esta oración».
Además, la santa de Ávila enseña que la oración vocal y la contemplación pueden combinarse bastante bien. En esa línea escribe: «Si no dijeran que trato de contemplación, venía aquí bien en esta petición [del Padre Nuestro] hablar un poco de principios de pura contemplación, que los que la tienen llaman oración de quietud; mas como he dicho que trato de oración vocal, parece no viene lo uno con lo otro a quien no lo supiere, y yo sé que sí viene. Perdonadme que lo quiero decir aquí, porque sé que muchas personas rezando vocalmente las levanta Dios a subida contemplación, sin procurar ellas nada ni entenderlo. Por esto pongo tanto, hijas, en que recéis bien las oraciones vocales. Conozco una monja que nunca pudo tener sino oración vocal, y asida a ésta lo tenía todo; y si no, íbasele el entendimiento tan perdido que no lo podía sufrir. Mas ¡tal tengan todas la mental! En ciertos Paternóster que rezaba a las veces que el Señor derramó sangre se estaba –y en poco más– dos o tres horas, y vino a mí muy congojada, que no sabía tener oración ni podía contemplar, sino rezar vocalmente. Era ya vieja y había gastado su vida harto bien y religiosamente, Preguntándole yo qué rezaba, en lo que me contó vi que, asida al Paternóster, la levantaba el Señor a tener unión. Ansí, alabé al Señor y hube envidia su oración vocal». Y, también a propósito del Padre Nuestro, afirma la santa de Ávila: «Espántame ver que en tan pocas palabras está toda la contemplación y perfección encerrada, que parece no hemos menester otro libro sino estudiar en éste».
También el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la oración vocal puede constituir un inicio de oración contemplativa:
«La oración vocal es la oración por excelencia de las multitudes por ser exterior y tan plenamente humana. Pero incluso la más interior de las oraciones no podría prescindir de la oración vocal. La oración se hace interior en la medida en que tomamos conciencia de Aquel “a quien hablamos” (Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 26). Por ello, la oración vocal se convierte en una primera forma de oración contemplativa».
Encontramos la misma enseñanza en los escritos de San Josemaría Escrivá de Balaguer: «Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra.
Por su parte, Juan Pablo II enseña que la oración vocal del Santo Rosario puede ser un camino hacia la contemplación: «El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: “Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma, y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas (…). Por su naturaleza, el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza” (Exhortación apostólica Marialis cultus, 2-II-1974, n. 47)».
Sobre esta oración vocal, escribe San Josemaría Escrivá de Balaguer: «¿Quieres amar a la Virgen? Pues, ¡trátala! ¿Cómo? Rezando bien el Rosario de nuestra Señora. Pero, en el Rosario… ¡decimos siempre lo mismo! -¿Siempre lo mismo? ¿Y no se dicen siempre lo mismo los que se aman?… ¿Acaso no habrá monotonía en tu Rosario, porque en lugar de pronunciar palabras como hombre, emites sonidos como animal, estando tu pensamiento muy lejos de Dios? Además, mira: antes de cada decena, se indica el misterio que se va a contemplar. Tú… ¿has contemplado alguna vez estos misterios?».
La dimensión contemplativa de la vida de oración está ya presente desde el inicio de ésta, pero de manera aún muy débil, por lo que el cristiano que comienza a orar vocalmente y a meditar no es aún consciente de la contemplación incipiente, pero en la medida en que progresa en su vida de oración, comienza a prevalecer la oración contemplativa sobre las otras formas de oración, y acaba por imponerse, sin que por ello sea abandonada la oración vocal y la meditación. Cuando la dimensión contemplativa prevalece en la vida de oración, tanto la oración vocal como la discursiva o meditativa, asumen tonalidades de mayor sencillez, interioridad y recogimiento, de manera que la oración contemplativa no descarta las otras formas de oración, sino las modela y tonifica. De este modo, el estado de oración contemplativa, no es más que el predominio de la dimensión contemplativa de la vida de oración sobre otras expresiones de ésta.
En definitiva, más que de grados de vida de oración se debe hablar de tres formas o expresiones mayores de ella, teniendo en cuenta que en cada momento o situación de la vida espiritual prevalece una forma concreta de oración sobre las demás, hasta llegar a la cumbre de la vida de oración en que ésta se manifiesta principalmente como oración contemplativa.
Para alcanzar la santidad resulta imprescindible mantener un trato habitual con Dios; o dicho de otro modo: rezar. Pero este medio no consiste sólo en desgranar plegarias vocales; es hablar con Dios, poniendo en ejercicio todas las capacidades humanas: el alma y el cuerpo, la cabeza y el corazón, la doctrina y los afectos. Ser santos significa parecerse a Jesucristo: cuanto más le imitemos, cuanto más nos asemejemos a Él, desarrollando con la gracia y nuestro esfuerzo la identificación sacramental recibida en el Bautismo, mayor santidad, mayor identificación con el Maestro alcanzaremos. De ahí la importancia de esa “conversación habitual” con Él. «¿Santo, sin oración?», se pregunta San Josemaría en uno de sus libros más difundidos. Y responde concisamente: «No creo en esa santidad» (Camino, 107).
La senda de la oración no es algo que se adquiere de una vez por todas: siempre hay que estar comenzando, recomenzando, con la ilusión humana y sobrenatural de mejorar en el trato con Dios; se requiere considerarse siempre discípulo, y nunca maestro. Esta actitud, además de revelarse como un fuerte contrapeso a la posible tentación de soberbia espiritual, ayuda a no desanimarse, a no abandonar la práctica de la meditación porque nos parece que no avanzamos.
En el curso de la oración mental o meditación, lo más importante consiste en llegar al trato personal con Jesús. Todo lo demás —como leer algún párrafo del Evangelio o de un libro piadoso, reflexionar sobre lo que se ha leído, confrontarlo con la propia vida, etc., sabiendo que resulta muy conveniente e incluso necesario, se encamina a mover la voluntad, que debe prorrumpir en afectos: actos de amor o de dolor, acciones de gracias, peticiones, propósitos…, que constituyen el fruto en sazón de la oración verdadera. Se trata de decisiones de amar más a Dios y al prójimo, concretadas quizá en puntos muy pequeños, pero que dejan en el alma un regusto —no necesariamente de naturaleza sensible— que se manifiesta en paz interior y en serenidad para afrontar con nueva energía, y con el gozo de los hijos de Dios, los deberes y las ocupaciones inherentes a la propia situación.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que la práctica de la oración supone un verdadero “combate” espiritual (n. 2725). Lo enseñó con las mismas palabras el Fundador del Opus Dei; y añadía que esa lucha, aunque esforzada, no es triste ni antipática, sino que posee la alegría y la juventud del deporte. Un “combate” en el que siempre estamos a la expectativa del “premio” —el mismo Dios— que se entrega íntimamente a quien persevera en buscarle, tratarle y amarle.
«Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?” —¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias…, ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!”» (Camino, 91).
Unos consejos para hacer oración:
«¿Que no sabes orar? —Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: “Señor, ¡que no sé hacer oración!…”, está seguro de que has empezado a hacerla» (Camino, 90).
Entre los consejos prácticos que sugería San Josemaría, unos versaban sobre el lugar y el tiempo de la meditación: buscar un sitio que facilite el recogimiento interior (delante del Sagrario, siempre que sea posible), y sujetarse a un horario, sabiendo que es mejor adelantarla que retrasarla, cuando se prevé algún inconveniente; pedir ayuda a nuestros aliados, los Ángeles Custodios; tratar de convertir incluso las distracciones en materia del diálogo con Dios. Esto tiene máxima importancia, porque rezar es mantener una conversación con el Señor, no con nosotros mismos.
En esta línea se inscribe la recomendación de “meterse” en las escenas del Evangelio. «Te aconsejo —decía— que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá El querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones» (Amigos de Dios, 253).
Se demuestra también muy eficaz el recurso a la Virgen, Maestra de oración, y a San José, al empezar y acabar los ratos de oración. «Ellos presentarán nuestra debilidad a Jesús, para que Él la convierta en fortaleza» (Amigos de Dios, 255).
Si el alma cristiana es fiel y perseverante en el trato con Dios, su oración no quedará confinada sólo a los momentos especialmente dedicados a hablar con Él. Se prolongará durante la jornada entera, día y noche, haciendo posible que el trabajo y el descanso, la alegría y el dolor, la tranquilidad y las preocupaciones, la vida entera se convierta en oración. Así, casi sin darse cuenta, el cristiano coherente con su vocación de hijo de Dios se va convirtiendo en un contemplativo itinerante, en alma de oración.
Vida de oración:
El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso. (Amigos de Dios, 295).
»Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra…, hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres…: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto» (Amigos de Dios, 296).
Distintivo del discípulo de Cristo es el encuentro con la Cruz. No hay que rehuirla, ni tampoco buscarla temerariamente en cosas grandes. El Espíritu Santo nos la presenta sirviéndose habitualmente del acontecer cotidiano, concediendo al mismo tiempo la gracia para amarla. La Cruz entonces no pesa: Jesús mismo, buen cirineo, la lleva sobre sus espaldas. El alma comienza a caminar por la senda de la contemplación y descubre al Señor en cada paso. Momentos de prueba se alternan con otros de calma, pero la alegría interior —compatible con el sufrimiento— no falta nunca: aquí descubriremos la señal más clara de que marchamos junto al Maestro.
Así, no se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas.
Gracias por tan valioso aporte a la red.
ResponderEliminarDios los bendiga!
Laura
ESTIMADOS HERMANOS:
ResponderEliminarSolicito confirmarme paranormalmente como el Dios padre celestial Elohim.
Atentamente:
Jorge Vinicio Santos Gonzalez,
Documento de identificacion personal:
1999-01058-0101 Guatemala,
Cédula de Vecindad:
ORDEN: A-1, REGISTRO: 825,466,
Ciudadano de Guatemala de la América Central.
ESTIMADOS HERMANOS:
ResponderEliminarSolicito confirmarme paranormalmente como el arcángel San Miguel adquirido de Jesucristo.
Atentamente:
Jorge Vinicio Santos Gonzalez,
Documento de identificacion personal:
1999-01058-0101 Guatemala,
Cédula de Vecindad:
ORDEN: A-1, REGISTRO: 825,466,
Ciudadano de Guatemala de la América Central.