lunes, 25 de mayo de 2009
San Gregorio VII, papa - 25 de mayo
San Gregorio VII es una figura gigantesca, el Papa genial del siglo XI. Había acabado el túnel oscuro del siglo X, el siglo de hierro del pontificado. Gregorio VII es el más ilustre paladín de la Fe desde la Sede de Pedro.
Hay algo grande en la epopeya de su vida. Vemos al mundo entero luchando «contra el falso monje Hildebrando», y al monje hablando las palabras eternas, haciéndose oír entre el fragor del combate, levantando entre todas las corrupciones el estandarte del ideal, del espíritu, de la libertad y del bien. Pero la Historia es muchas veces injusta: a un hombre que en sus empresas nunca se miró a sí mismo, que siempre defendió los intereses de Dios y de la Humanidad, que hizo triunfar los más altos ideales a costa de su salud, de su libertad y de su vida, se le ha llamado ambicioso, déspota, acaparador del dominio universal. Sin embargo, mientras haya un resto de honradez, en el mundo, se presentará como un símbolo la figura innoble de Enrique IV mendigando el perdón entre la nieve y el barro, y el gesto definitivo del monje dejando arrastrarse ante su puerta al perjurio y al despotismo.
La grandeza de este luchador pertenecía únicamente a su alma: el mundo no le dio nada, ni dinero, ni nobleza, ni potencia, ni hermosura. Era hijo de un pobre cabrero de Sayona. Nadie hubiera adivinado en el pastorcillo de los primeros años al futuro pastor de pueblos. Conforme iba avanzando en edad, se acentuaban las formas nada armoniosas de su cuerpo: moreno, menudo, nervioso, vientre abultado y rostro cetrino. Sus enemigos le llamarán el hombrecillo de las piernas cortas. Sólo en sus ojos se veía el relampaguear de su alma; y sólo al alma se refería el nombre providencial que le impuso Bonigo, el cabrero: Hildebrando, que quiere decir la espalda que relumbra. Nadie lograría mellar aquella espada. Un tío suyo lo sacó de entre las cabras y le vistió la cogulla benedictina en el monasterio de Santa María, de Roma. Su maestro, Juan Graciano, después Gregorio VI, declaraba que nunca había visto una inteligencia igual, y el emperador Enrique III, que le oyó predicar siendo joven, decía que ninguna palabra le había conmovido como aquélla. Hombre de lucha, tuyo que vencer primero su propia carne, y lo hizo con el estudio y la fatiga de los viajes. Entonces es cuando recorrió distintas provincias de Francia y cuando visitó la gran abadía de Cluny.
Hildebrando es el hijo más genuino de Cluny. Su abadía del Aventino era cluniacense, y nadie mejor que él supo encarnar aquel espíritu de reforma que entonces necesitaba la Iglesia. En sus viajes lo examina todo, lo ve todo, y a su espíritu se le representan con toda su hediondez las llagas del cuerpo eclesiástico. San Pedro le guía, y en el momento oportuno se le aparece una noche y le manda volver a Roma. «Roma—dice un historiador de aquella época—era una cueva de ladrones»; y, desgraciadamente, había muchas cuevas de ladrones en toda la cristiandad. La tierra de San Pedro se vendía, mejor dicho, se robaba con la espada en la mano. Las mitras se vendían y-robaban también, y las tiaras y las mitras y las gradas del templo estaban manchadas de cieno y de sangre. Cuando el joven llegó a Roma, su maestro, Juan Graciano, acababa de sentarse en el solio pontificio, y un día el Papa entró en el monasterio de Santa María y se llevó a su antiguo discípulo. Hildebrando tenía entonces veinticinco años. Cuando los romanos le vieron en el palacio de Letrán, comprendieron que había pasado el tiempo de aquellos Papas imberbes, sujetos al capricho de sus pasiones y al de una cuadrilla de bandoleros. La reforma comenzó. El maestro era la cabeza; su discípulo, el brazo. Vióse al monje mandando un ejército para extirpar de malhechores la campiña romana. Pero la lucha era desigual, y los dos intrépidos luchadores no pudieron sostener el empuje de todas las concupiscencias que se declaraban contra ellos. Gregorio VI muere en la arena; y el monje se vuelve a Cluny.
San Gregorio VIIDe allí lo saca poco después el piadoso obispo de Toul, Bruno, que acababa de ser nombrado Papa por Enrique III.
—Vendrás conmigo a Roma—le dice el Pontífice.
—No es posible—contesta el monje.
—¿Por qué?
—Porque subes a la silla de Pedro en virtud del poder real, no por una institución canónica.
Impresionado por esta actitud, el elegido se declaró dispuesto a volverse a su diócesis si el clero y el pueblo de Roma no ratificaban su elección. Era lo que pedía el Derecho eclesiástico; Hildebrando accedió a la voluntad del pontífice, y permaneció a su lado mientras vivió; y el pontificado de León IX fue santo y grande porque le infundió su aliento el alma grande y santa de Hildebrando. Es el aliento que sigue inspirando a los Papas durante un cuarto de siglo. La nave de la Iglesia pesa ya sobre aquellos hombros, débiles en apariencia; aquellos ojos fulgurantes velan sobre toda la cristiandad. Donde hay un peligro para la Iglesia, allí está el monje de Santa María para desviarlo con una prudencia, con un valor, con una sangre fría, que su amigo Pedro Damiano puede llamarle con graciosa ironía «mi querido y santo Satán».
En 1073 moría Alejandro II. En las elecciones anteriores, el brazo derecho de los Pontífices había rehusado la dignidad suprema; esta vez le fue imposible evitarla. Como arcediano que era, se vio obligado a presidir los funerales de su predecesor. En medio de la ceremonia, la multitud, clero y pueblo, hombres y mujeres, prorrumpe en un grito unánime: «¡Hildebrando, Papa!» Lleno de terror, el arcediano se precipitó hacia el ambón para arengar a la concurrencia. Pero el cardenal Hugo Cándido se le había anticipado, y, logrando sofocar las aclamaciones, decía: «Romanos: bien sabéis que desde el pontificado del Papa León, Hildebrando ha exaltado la Iglesia romana y salvado esta ciudad. Nunca podremos hallar un Pontífice semejante a él. Es un hombre que ha recibido las órdenes en nuestra iglesia; lo conocemos perfectamente y lo hemos visto siempre en la brecha.» Los cardenales, obispos, sacerdotes, levitas y demás clérigos clamaron según costumbre: «San Pedro ha escogido a Hildebrando Papa.» El pueblo se apoderó de él y le entronizó casi a la fuerza. Dos días después el electo escribía al abad de Montecasino: «Se han precipitado sobre mí como unos insensatos, sin dejarme hablar; y me han levantado violentamente al gobierno apostólico. Ahora puedo decir con el profeta: El temor y el temblor se han apoderado de mí, y me han invadido las tinieblas. Pero no puedo contarte mis angustias, porque estoy atado al lecho y rendido de cansancio.» El débil Hildebrando se sentía desfallecer, pero el Vicario de Cristo no temía nada. «Vos lo sabéis, bienaventurado San Pedro—exclamaba en una carta años adelante—; vos me habéis hecho sentar en vuestro trono contra mi voluntad, a despecho de mi dolor y de mis lágrimas; vos me habéis llamado; vos sois quien, a pesar de mis gemidos, habéis colocado sobre mí este peso terrible.»
Desde este momento Hildebrando se llamó Gregorio VII. Sólo el nombre era un programa de conducta. Iba a proseguir la campana empezada al lado de su maestro treinta años antes. En la Iglesia había dos llagas que nadie se atrevía a tocar. En primer lugar, los clérigos habían olvidado la ley del celibato. El vicio se presentaba impudente y agresivo, invocando en su favor textos de concilios, palabras evangélicas e imposiciones de la Naturaleza. Se tachaba de hipócritas a los que defendían y practicaban la virtud. Pero la incontinencia tenía su origen en la simonía. No se daban los beneficios eclesiásticos a los que los merecían, sino a los que los compraban. El tráfico de las cosas santas no sólo se consideraba como una costumbre general, sino como un derecho legalmente adquirido. Los altos dignatarios eclesiásticos, que habían pagado cara su dignidad al rey o al señor, procuraban indemnizarse vendiendo a sus subordinados las funciones menores. Era el triunfo de la injusticia, la ofuscación de las conciencias y el oscurecimiento general de los espíritus, Gregorio inauguró aquella lucha gigantesca celebrando un Concilio en Roma y lanzando después sus legados por, toda la cristiandad para hacer cumplir los decretos. La protesta fue general; la sublevación, violenta en todas partes; pero, sobre todo, en Alemania. Los recalcitrantes formaron un partido numeroso, que nombró un antipapa. En vista de las dificultades, una tristeza inmensa se apoderó del reformador. Escribiendo a San Hugo, abad de Cluny, le decía: «Si supieras a cuántas tribulaciones me veo sometido, no cesarías de pedir que el pobre Jesús, tan despreciado, y que, no obstante, lo ha creado todo y todo lo gobierna, se digne tenderme la mano y librar a este su siervo miserable con su infatigable benignidad. Cuando recorro con mi pensamiento los pueblos de Oriente y de Occidente, del Mediodía y del Septentrión, apenas veo algunos obispos que gobiernen al pueblo cristiano por amor de Jesucristo, y no por egoísmo y ambición. En cuanto a los príncipes, no conozco a ninguno que prefiera la gloria de Dios a su propia gloria, y la justicia al lucro. Si, finalmente, miro dentro de mí, me siento tan abrumado por el peso de mi propia vida, que no me queda esperanza de salud sino en la misericordia de Jesucristo.»
A pesar de todo, el atleta de Cristo no se rendía. Seguía luchando con la misma tenacidad que al principio, enviando sus epístolas a todos los príncipes, y reuniendo concilios en todas las naciones, siempre inflexible en su deber, y siempre fácil para conmoverse; siempre inclinado a fiarse de los hombres, a creer en las promesas y a perdonar. «Los clérigos depuestos—escribíale algo malhumorado uno de sus nuncios—corren a Roma, obtienen vuestra absolución y vuelven peores que antes.» Y Gregorio contestaba: «Es costumbre de la Iglesia romana tolerar ciertas cosas y disimular otras, y he aquí por qué hemos creído poder templar el rigor de los cánones con la dulzura de la discreción.» Aquí se ve el corazón del padre; la voz del jefe se descubre en estas cláusulas de la encíclica dirigida al episcopado francés: «A consecuencia de la debilidad del poder real, las leyes y el Gobierno se ven impotentes para estorbar y castigar las injusticias. Vuestro rey, que debiera ser el defensor de la equidad, es el primero en violarla. En cuanto a vosotros, habéis de saber, queridos hermanos, que incurrís en falta no resistiendo las acciones detestables de ese hombre. No hablemos de temor; reunidos y armados con la justicia, seríais bastante fuertes para apartarle del camino malo y para asegurar vuestras almas. Y aunque hubiese temor o peligro de muerte, no deberías renunciar a la independencia de vuestro sacerdocio.»
Gregorio no olvidaba un solo instante que se debía a todas las Iglesias del mundo. En Francia combate los desórdenes de Felipe Augusto; lucha en Inglaterra por medio del arzobispo Lanfranco; en España introduce la liturgia romana y alienta las campañas de Alfonso de Castilla contra los sarracenos, y su acción llega a las más apartadas regiones del Norte y del Oriente.
Al recorrer su correspondencia, le vemos en relación con los reyes y duques de Suecia, Noruega, Polonia, Hungría, Bohemia, Rusia y Armenia. En todas partes vigila, corrige, sostiene, anima, negocia con energía indomable, y, a la larga, con resonantes triunfos; en todas partes persigue el mismo fin: devolver a la Iglesia la pureza de su fe y de su vida, libertándola del mundo señorial, que la tenía envuelta en sus redes, esclavizada, degradada, y vinculándola de nuevo a Roma, a la fuente de la unidad y de la fuerza; porque, en realidad, Gregorio VII, más que un batallador, un filósofo y un político, es un apóstol. El celo apostólico, el amor de la paz y la justicia le guían siempre, lo mismo cuando dirige y alienta a sus amigos que cuando lanza el anatema contra sus adversarios. Entre las órdenes secas del hombre de gobierno, es fácil encontrar frecuentemente el hálito del santo. Escribiendo a la condesa Matilde, la amazona de combatir al príncipe de este mundo, te he señalado ya las dos más importantes en la recepción frecuente del Cuerpo de Cristo y en una confianza ciega en su Madre. Hace mucho tiempo que vengo encomendándote a la Madre del Señor y no cesaré de hacerlo hasta que tengamos la dicha de ver allá arriba a esa Reina, que ni los Cielos ni la tierra pueden alabar dignamente.»
La mirada de Gregorio alcanzaba hasta el Oriente asiático, donde, una a una, iban cayendo en manos de los musulmanes las grandes metrópolis ilustradas por los recuerdos de la edad apostólica y por los doctores inmortales de la Iglesia. Por vez primera, Gregorio VII piensa en la cruzada que dos lustros más tarde terminará con la conquista de Jerusalén. En medio de la división que desgarra a la sociedad feudal del siglo XI, él es el único que tiene conciencia de la unidad cristiana y de los intereses comunes a todos los fieles, él es quien lanza la primera idea; quien traza el primer plan de guerra santa en Occidente. Sin embargo, tal vez ningún Pontífice romano se ha dirigido a un príncipe musulmán con el afecto que revelan estas palabras de Gregorio a Au-Nazir, rey de Mauritania: «Sé que has dado la libertad a cristianos que estaban cautivos en tu reino. Es un acto de bondad que seguramente te ha sido sugerido por Dios, pues por nuestra parte no podemos hacer ni pensar nada bueno. Rogamos a Dios del fondo del corazón, que te reciba, después de una larga vida, en el reino de los bienaventurados, en el seno del muy santo patriarca Abraham.»
Aquel sueño de los reinos cristianos lanzándose contra el Islam, cada día más amenazador, no se realizaría en los días de Gregorio, demasiado absorbido por sus planes de reforma religiosa. La lucha, en todas partes violenta, había tomado en Alemania gigantescas proporciones. Enrique IV tener sus pretendidos derechos a intervenir en las elecciones abaciales y episcopales. Y surgió la larga y encarnizada contienda de las investiduras. Hubo batallas sangrientas, concilios y anticoncilios, guerras de espadas y excomuniones, traiciones execrables y atentados. Los obispos cortesanos del emperador anatematizaban al «falso monje», y el mismo emperador clamaba con tono patético: «Desciende, hombrecillo miserable, desciende de la sede aposlólica que usurpaste, tú, que has sido condenado para siempre.» Pero la excomunión de Gregorio surte más efectos que el melodrama imperial. Un bandido, enviado de Alemania, quiso atarle las manos y le encerró en un castillo; pero, libertado por el pueblo de Roma, que le adoraba, Gregorio lanzó el anatema, desligando a todos los señores del Imperio del juramento de fidelidad. La pena, sin embargo, no era irrevocable. Al mismo tiempo, el Pontífice dirige esta súplica a todos los que en Alemania acatan su autoridad: «Os rogamos como a hermanos muy amados os consagréis a despertar en el alma del rey Enrique los sentimientos de una verdadera penitencia y a arrancarle del poder del demonio, a fin de que podamos reintegrarle en el regazo de nuestra Madre común.»
Enrique desafió todos los anatemas, y todas las furias del Averno se reunieron en torno suyo. Gregorio tenía de su parte la justicia; y, además, a su lado estaba la figura celestial y abnegada de la condesa Matilde y la espada heroica y legendaria de Roberto Guiscardo. En Germania, el rayo de Roma había sido el principio de la defección. Aquel mundo feudal, que descansaba, ante todo, sobre la religión del juramento, se negaba a obedecer a un emperador excomulgado. Enrique vio su causa perdida, y comprendiendo que el más blando de sus adversarios era el Papa, resolvió poner la causa en sus manos. Gregorio estaba en Canosa, el castillo inexpugnable de Matilde. Una mañana, era el 25 de enero de 1077, un viajero llamaba a las puertas de la fortaleza. Parecía un peregrino. Nevaba, hacía mucho frío; pero él tenía los pies descalzos, la larga melena al aire, y una túnica de lana, ceñida de un cordón, le cubría el cuerpo. Este hombre suplicante, este peregrino vestido con la hopa de los penitentes, era el mismo Enrique IV. Esperó hasta mediodía, hasta la tarde, hasta que huyó la luz, sin probar bocado, con los pies sobre el hielo. Al día siguiente, igual. Al tercer día, lo mismo; gimiendo, llorando, solicitando su perdón. AI anochecer, iba ya a retirarse, perdida toda esperanza, cuando se le ocurrió entrar en una ermita cercana. Allí estaban orando la condesa y Hugo, abad de Cluny. «Por favor, interceded por mí», les dijo el penitente. Ellos se conmovieron, hablaron al Papa, y Gregorio VII se doblegó. Fue una debilidad de su corazón. Harto le decía su sagacidad que todo aquello no era más que un fingimiento hipócrita; que Enrique lo único que buscaba era salvar su trono, amenazado por la excomunión; que todas sus promesas, según la expresión de un cronista, se desharían como telarañas, en cuanto traspusiese los Alpes. Y así fue. Se renovaron las excomuniones, los conciliábulos y las hipocresías, y durante mucho tiempo el hijo del cabrero resistió impávido a los ejércitos imperiales.
Muerte de San Gregorio VIIDelante de Roma, el germano abre otra vez negociaciones hipócritas. Ganados por sus larguezas, los romanos le entregan la ciudad. Gregorio, inquebrantable, se refugia en el castillo de Santángelo, y desde allí renueva la sentencia de excomunión. El tirano le contesta haciendo entronizar al antipapa en la basílica de San Pedro. De súbito; corre el rumor de que Roberto Guiscardo avanza sobre la ciudad al frente de un ejército formidable de normandos. La fidelidad de los romanos empieza a vacilar. Enrique se retira vergonzosamente, y mientras se alejan los teutones, el duque recoge a su amigo y se lo lleva a Salerno, desde donde Gregorio dirige a la Iglesia universal un llamamiento conmovedor: «Por amor de Dios—decía—, todos los que seáis verdaderos cristianos, venid en socorro de vuestro Padre celestial y de vuestra Madre, la Santa Iglesia, si queréis obtener la gracia en este mundo y la gloria en el otro.» Al borde del sepulcro, el ideal sagrado le perseguía; pero la Providencia no le permitió contemplarle en su perfecta realización. Una tristeza profunda le apretaba el corazón, y su cuerpo estaba deshecho por las fatigas del combate. En el momento de exhalar el último suspiro le oyeron pronunciar estas palabras: «He amado la justicia y he odiado la iniquidad; por eso muero en el destierro.»
Moría vencido por la fuerza bruta, pero con el consuelo del sembrador que deja un campo lleno de esperanzas. A pesar de su aparente derrota, el mundo nuevo que había preparado y moldeado llegaría a ser una realidad. Su última hora nos revela la angustia de todos los genios que se adelantan a su siglo; pero la victoria alboreaba gracias a sus esfuerzos. Sembró con lágrimas; otros recogerán con exultación. El drama de su vida es la base del gran edificio cristiano que levantaron los siglos XII y XIII. Gregorio, ha dicho alguien, es en la Historia como un águila solitaria que, posada en la cima de un peñasco, contempla la llanura, impasible y majestuosa. Si los enemigos le han maldecido como un déspota, como un calculador que adula a los pueblos para derrocar los tronos, como un precursor de la Revolución francesa, nadie ha puesto en duda su genio, un genio cuyo carácter es la firmeza indomable en la concepción y realización de un plan de gobierno que todo lo subordina al triunfo de la justicia. La Iglesia le honra como uno de sus más intrépidos campeones, y todo espíritu sincero debe reconocer en él un héroe del deber, a un gran defensor de los más puros ideales de la Humanidad. Justiciero imperioso y a veces implacable, conoció, sin embargo, las dulzuras de la misericordia y los escrúpulos de la caridad. Precisamente fue la caridad, fue la condescendencia, la que le movió a obrar más de una vez, en perjuicio suyo, contra lo que le dictaban su clarividencia política, su habilidad y su conocimiento de los hombres. Y es que no podía olvidar que, además de un jefe, era un asceta, un monje. Era un jefe espiritual. Sus cartas nos revelan también al hombre que conoce todas las tristezas del abandono, todos los terrores de la incertidumbre. Parece un gigante, inaccesible a la turbación y al desfallecimiento, y, sin embargo, gime abrumado por el peso de la tiara. «Fatigado por la afluencia de los visitantes y la solicitud de los negocios—dice a un amigo—, escribo tan poco a quien tanto amo. Te confieso que esta baraúnda de cosas me hace odiar la vida y desear la muerte. Pero cuando el pobre Jesús, consolador piadoso, tiende la mano, una alegría nueva inunda todo mi ser. En mí, cierto, yo muero sin cesar; pero en él vivo con una vida que a mí mismo me llena de admiración.»
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