jueves, 7 de mayo de 2009
Cristo Rey del Universo
El el siglo III, en el llamado bajo imperio, Roma comienza a sufrir el asedio implacable de los bárbaros que ya irrumpían en el territorio sacro de la mismísima península itálica. El último gran emperador capaz de hacerles frente fue Aureliano que en Pavía, en el año 272, exterminó con sus legiones un enorme ejército compuesto de iutungos, cuados, marcomanos y alamanes. Pero ya Italia había dejado de ser un lugar seguro. El emperador decide rodear a Roma de imponentes murallas, las llamadas murallas aurelianas, que hoy son las más visibles y notables de la Ciudad y que si bien reflejan la todavía enorme riqueza del imperio son, al mismo tiempo, signo de su creciente debilidad.
Pero el peligro no es solo de los bárbaros, sino también de las disensiones internas. Aureliano es asesinado por sus soldados en el 275. En nueve años se suceden, como emperadores, Claudio Tácito, Aurelio Probo, Marco Aurelio Caro, Carino, Numeriano, todos sucesivamente asesinados por sus propios guardias pretorianos.
De allí que el Palatino, lugar de residencia habitual de los emperadores y su familia, se fuera transformando poco a poco en un lugar peligroso. Cuando Constantino cruentamente llega al poder en el 313 ya no vive más allí, sino que utiliza un cuartel construido por Heliogábalo cerca de la via Casilina junto a los muros, y refacciona y ocupa una vieja villa romana, el Palacio Sessoriano donde rodeado de tropas fidelísimas permanecerá hasta que traslade su sede imperial a Constantinopla. Elena su madre se negará a dejar esa su casa y morirá allí. Es ella una gran coleccionista de arte romano y griego. Entre sus esculturas preferidas conserva una estatua de Juno, expuesta hoy en los museos vaticanos.
Pero no será esta afición lo que llevará a la celebridad a Elena -además de las virtudes que la condujeron a los altares como santa- sino su excepcional hallazgo, en Jerusalén. Allí, intentando recuperar los lugares santos, excavando la ermita a Venus que Adriano, en el 135, había mandado edificar sobre el calvario, encontró el madero de la cruz y otras insignes reliquias. Inmediatamente las trasladó a Roma y las ubicó en el Palacio Sessoriano, en una capilla que había construído Constantino sobre la base de un gran salón palaciego. Al mismo tiempo hizo cargar toneladas de tierra del calvario en dos naves llenas de bote en bote y, desembarcándola en Italia, con ella reconstruyó el piso de su capilla. Era un pedazo de Jerusalén ubicado en Roma.
Sobre esa capilla el Papa Lucio II hizo construir, en el siglo XIII, una basílica románica al cuidado de una comunidad cisterciense; basílica rehecha casi por completo en el siglo XVIII por el arquitecto Doménico Gregorini bajo el papa Benedicto XIV. Pero ya desde el medioevo la iglesia, de Basílica Sessoriana había sido rebautizada con el nombre de basílica de Santa Croce in Gerusalemme, Santa Cruz en Jerusalén, precisamente por la tierra jerosolimitana que Santa Elena había mandado traer allí.
Hoy en día es una de las siete basílicas mayores de Roma, a mitad de camino entre San Giovanni Laterano y San Lorenzo fuori le mura, enmarcada su fachada barroquísima por las viejas pero enteras aún murallas Aurelianas.
Entrando, a la derecha, al fondo, se conserva la capilla de Santa Elena, debajo de cuyo pavimento está la tierra del calvario. Curiosamente en el altar, una copia romana mutilada de la Juno vaticana que Elena tanto apreciaba, repuesta su cabeza y sus manos y con el agregado de una cruz, representa hoy a la mismísima santa.
Pero el lugar de la basílica que los peregrinos visitan con más devoción es, detrás del ábside, a la izquierda, la capilla de las reliquias, donde se custodian los preciosos recuerdos desenterrados en el calvario por la madre de Constantino.
En una vitrina empotrada en la pared del fondo se encuentra lo que ha quedado del madero de la cruz tras su fragmentación en forma de pequeñas astillas reliquia a través de los siglos y que los obispos solían colocar en sus anillos pastorales; también uno de los gruesos clavos que atravesaron las manos del Señor y dos afiladas espinas de su corona.
Al ingreso de esa capilla, en un cofre de vidrio engrapado a la pared, un travesaño de madera dice ser parte de la cruz del buen ladrón, Dimas llamado, según la tradición.
Pero quizá más impresionante todavía, sea al costado, una tablilla casi entera en donde de derecha a izquierda, según la costumbre judía, en hebreo griego y latín, se lee la inscripción "Este es Jesús rey de los judíos".
Si nos ponemos a pensar, es el escrito más antiguo que se conserva sobre Jesús, el único testimonio gráfico contemporáneo a él, el solo título -no poca cosa- que le reconoció, aunque más no fuera 'in artículo mortis' y sin saber muy bien lo que decía, la autoridad romana.
Estas tablillas eran colocadas por los jueces colgando del cuello de los que iban a ser ajusticiados y, después de la ejecución, fijadas sobre sus cabezas. Contenían en una frase lo más breve posible el motivo de la condena. De allí que -como el resumen de un libro en su portada, o los breves adjetivos antepuestos a un nombre- esas tablillas recibieran el nombre de titulus, título.
Así hoy utilizamos el término: título de una obra, título de nobleza, título de propiedad, título honorífico, título académico... Esos títulos que vemos colgados de la pared de la antesala del médico, del dentista o del abogado y que siempre nos pronostican dolores y lesiones a nuestro patrimonio. Esos títulos que se placen en hacer sonar las revistas que se ocupan del jet set, sobre todo cuando nos visitan -a nosotros y a las ballenas- princesas en desgracia. Esos títulos que ni siquiera rechazan las democracias, pues una vez abolida la monarquía y la nobleza, se inventaron otros con sus respectivas jerarquías: diputado provincial -apenas barón-, senador nacional -casi marqués-; jefe de bancada; ministro, secretario, subsecretario: condecoraciones, legión de honor, ordenes del libertador, y finalmente, grados académicos, truchos o verdaderos Y todos con su respectiva tablilla, pergamino, título, diploma, convenientemente enmarcados...
Pues bien, de todo eso, tan moderno y tan viejo, la tablilla sangrienta con la triple inscripción de Pilatos, es el único título humano que recibió Jesús.
Y no diremos que de poca monta, al fin y al cabo no era humanamente irrisorio el ser descendiente de David y con derecho de sangre al trono del pueblo elegido.
En realidad se puede decir que, en esa capilla de Santa Croce in Gerusalemme, lo que se custodia son las joyas de la corona. Porque las verdaderas joyas de la Iglesia no son las que se conservan en los llamados tesoros de las catedrales: cálices enjoyados, copones y crucifijos esmaltados, mitras recamadas, báculos preciosos, ornamentos incrustados de oro y gemas, caligas y quirotecas... las verdaderas joyas de nuestro Rey se guardan en la poco visitada basílica de Santa Croce in Gerusalemme.
Y no son, no, las colas que hay que hacer para, en la torre de Londres, visitar las joyas reales de Inglaterra. Poco valen madera y espinas, hierro y sangre, frente a las áureas preseas de los reyes en serio o de opereta de este mundo y de sus émulos plebeyos y cholulos.
Pero, a pesar de su trono de madera y su corona de espinas y su cetro de caña, Jesucristo fué rey, y lo sigue siendo.
Porque si la autoridad, regia o democrática, es función de servicio, no despotismo sino sumisión a la ley de Dios y búsqueda del bien de los gobernados, caminar alerta al lado y al frente del pueblo compartiendo su vivir, eso lo hizo Cristo en la sublime política de su magisterio y liderazgo, y en su última y suprema batalla de la cruz.
Y es quizá este fin humanamente escandaloso, de estrepitoso fracaso, en donde el título de rey parece una burla sobre el espantoso patíbulo de la cruz, el que condena a lo relativo, a lo pasajero, a toda utopía política de este mundo y junto a ellas a toda esperanza puesta de felicidad plena en los bienes de esta tierra. Porque aún los títulos más gloriosos, aún los puestos cumbres de la historia, aún los escalafones capaces de atraer a si todos los tesoros y todos los placeres y todo el poder, son tildados de vanos y pasajeros en el espectáculo atroz del Rey mas rey de todos los reyes supliciado en cruz.
Pero más aún, la imagen de nuestro rey crucificado nos muestra que de todos los oropeles y vanidades que nos puedan traer nuestros títulos en este mundo, solo serán fructuosos y dejarán algo aquellos que, en transformación pascual, sepamos poner al servicio de Dios y de los demás.
Justamente porque es un rey humano crucificado, dado a su pueblo, por eso Cristo, en la Resurrección, es definitivamente coronado Rey en un sentido superior. No desconocido rey de esa porción de tierra palestina, herencia de David, castillo de naipes, solo valiosa porque preanunciadora del verdadero Reino, sino precisamente Rey imperial de ese Reino definitivo, el Paraíso, que Dios gesta lentamente bajo el gobierno de Cristo desde los caducos reinos de este mundo.
Y ese reino ya vive entre nosotros mediante la gracia que, desde el bautismo, nos comunica con la vida eterna, anticipo de cielo, preanuncio del Edén perfecto, y que Cristo Rey Resucitado, señor del Universo, gobierna para nuestro bien.
Solo en dirección a ese reino, solo enfilando nuestra proa hacia el cielo, al soplo del amor a Dios y a los demás, podrá el hombre también en este mundo, encontrar paz y tranquilidad.
Un mundo que no se da cuenta de que es transitorio, pasajero, preparación para el reino verdadero y se cierra en la búsqueda del paraíso aquí donde no se puede hallar ni construir, solo es capaz de engendrar desgracia y extravío, división e injusticia.
Hoy, último domingo del año, solemnidad de Jesucristo Rey del universo, la Iglesia quiere que abramos otra vez nuestra esperanza hacia ese Reino al que solo Jesús nos puede llevar y que es capaz, incluso a último momento, de regalar al buen ladrón.
Pero, como en este mundo hemos de estar, oremos también por sus autoridades. Y seamos realistas: no les vamos a pedir que dejen ni sus títulos, ni sus coronas y casas de Olivos, pero si que imiten en algo al único verdadero rey. Es inútil que los aborrezcamos, critiquemos o envidiemos, en donde están, sea como fuere que hayan llegado, pueden hacer mucho mal, pero también mucho bien: ayudémolos a ser mejores, recemos porque se conviertan, que sean cristianos, discípulos de Aquel que transformó todos sus títulos, toda su vida, en aristocrático y noble servicio a Dios y los demás. Y empecemos nosotros, cada uno, cualquiera sea el título que tengamos, por dar el ejemplo.
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