sábado, 16 de mayo de 2009
El culto a la Virgen María en la Liturgia
1. Al disponernos a tratar del puesto que ocupa la Santísima Virgen en el culto cristiano, debemos dirigir previamente nuestra atención a la sagrada Liturgia; ella, en efecto, además de un rico contenido doctrinal, posee una incomparable eficacia pastoral y un reconocido valor de ejemplo para las otras formas de culto. Hubiéramos querido tomar en consideración las distintas Liturgias de Oriente y Occidente; pero, teniendo en cuenta la finalidad de este documento, nos fijaremos casi exclusivamente en los libros de Rito romano: en efecto, sólo éste ha sido objeto, según las normas prácticas impartidas por el Concilio Vaticano II (9), de una profunda renovación, aún en lo que atañe a las expresiones de la veneración a María y que requiere, por ello, ser considerado y valorado atentamente.
SECCIÓN PRIMERA
LA VIRGEN EN LA LITURGIA ROMANA RESTAURADA
2. La reforma de la Liturgia romana presuponía una atenta revisión de su Calendario General. Éste, ordenado a poner en su debido resalto la celebración de la obra de la salvación en días determinados, distribuyendo a lo largo del ciclo anual todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta la espera de su venida gloriosa (10), ha permitido incluir de manera más orgánica y con más estrecha cohesión la memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo.
3. Así, durante el tiempo de Adviento la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen -aparte la solemnidad del día 8 de diciembre, en que se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de María, la preparación radical (cf. Is 11, 1.10) a la venida del Salvador y el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni arruga (11), sobre todos los días feriales del 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías (12), y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor (13).
4. De este modo, los fieles que viven con la Liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el inefable amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo (14), se sentirán animados a tomarla como modelos y a prepararse, «vigilantes en la oración y... jubilosos en la alabanza» (15), para salir al encuentro del Salvador que viene. Queremos, además, observar cómo en la Liturgia de Adviento, uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz equilibrio cultual, que puede ser tomado como norma para impedir toda tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en algunas formas de piedad popular el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta así que este periodo, como han observado los especialistas en liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor: orientación que confirmamos y deseamos ver acogida y seguida en todas partes.
5. El tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de Aquella «cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador» (16): efectivamente, en la solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia, al adorar al divino Salvador, venera a su Madre gloriosa: en la Epifanía del Señor, al celebrar la llamada universal a la salvación, contempla a la Virgen, verdadera Sede de la Sabiduría y verdadera Madre del Rey, que ofrece a la adoración de los Magos el Redentor de todas las gentes (cf. Mt 2, 11); y en la fiesta de la Sagrada Familia (domingo dentro de la octava de Navidad), escudriña venerante la vida santa que llevan la casa de Nazaret Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, María, su Madre, y José, el hombre justo (cf. Mt 1,19).
En la nueva ordenación del periodo natalicio, Nos parece que la atención común se debe dirigir a la renovada solemnidad de la Maternidad de María; ésta, fijada en el día primero de enero, según la antigua sugerencia de la Liturgia de Roma, está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la cual merecimos recibir al Autor de la vida (17); y es así mismo, ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la paz, el don supremo de la paz. Por eso, en la feliz coincidencia de la octava de Navidad con el principio del nuevo año hemos instituido la «Jornada mundial de la Paz», que goza de creciente adhesión y que está haciendo madurar frutos de paz en el corazón de tantos hombres.
6. A las dos solemnidades ya mencionadas -la Inmaculada Concepción y la Maternidad divina- se deben añadir las antiguas y venerables celebraciones del 25 de marzo y del 15 de agosto.
Para la solemnidad de la Encarnación del Verbo, en el Calendario Romano, con decisión motivada, se ha restablecido la antigua denominación -Anunciación del Señor-, pero la celebración era y es una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se hace «hijo de María» (Mc 6, 3), de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo, el Oriente y el Occidente, en las inagotables riquezas de sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como memoria del «fiat» salvador del Verbo encarnado, que entrando en el mundo dijo: «He aquí que vengo (...) para cumplir, oh Dios, tu voluntad» (cf. Hb 10, 7; Sal 39, 8-9); como conmemoración del principio de la redención y de la indisoluble y esponsal unión de la naturaleza divina con la humana en la única persona del Verbo. Por otra parte, con relación a María, como fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su «fiat» generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió también, al acoger en su seno al único Mediador (cf. 1Tim 2, 5), en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios; como memoria de un momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el hombre, y conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso al plan de la redención.
La solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo: fiesta de su destino de plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y ala humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hechos hermanos teniendo «en común con ellos la carne y la sangre» (Hb 2, 14; cf. Gal 4, 4). La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después y en la que se contempla a Aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre (18). Cuatro solemnidades, pues, que puntualizan con el máximo grado litúrgico las principales verdades dogmáticas que se refieren a la humilde Sierva del Señor.
7. Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como las fiestas de la Natividad de María (8 setiembre), «esperanza de todo el mundo y aurora de la salvación» (19); de la Visitación (31 mayo), en la que la Liturgia recuerda a la «Santísima Virgen... que lleva en su seno al Hijo» (20), que se acerca a Isabel para ofrecerle la ayuda de su caridad y proclamar la misericordia de Dios Salvador (21); o también la memoria de la Virgen Dolorosa (15 setiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo «exaltado en la Cruz a la Madre que comparte su dolor» (22).
También la fiesta del 2 de febrero, a la que se ha restituido la denominación de la Presentación del Señor, debe ser considerada para poder asimilar plenamente su amplísimo contenido, como memoria conjunta del Hijo y de la Madre, es decir, celebración de un misterio de la salvación realizado por Cristo, al cual la Virgen estuvo íntimamente unida como Madre del Siervo doliente de Yahvé, como ejecutora de una misión referida al antiguo Israel y como modelo del nuevo Pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y en la esperanza del sufrimiento y por la persecución (cf. Lc 2, 21-35).
8. Por más que el Calendario Romano restaurado pone de relieve sobre todo las celebraciones mencionadas más arriba, incluye no obstante otro tipo de memorias o fiestas vinculadas a motivo de culto local, pero que han adquirido un interés más amplio (11 febrero: la Virgen de Lourdes; 5 agosto: la dedicación de la Basílica de Santa María); a otras celebradas originariamente en determinadas familias religiosas, pero que hoy, por la difusión alcanzada, pueden considerarse verdaderamente eclesiales (16 julio: la Virgen del Carmen; 7 octubre: la Virgen del Rosario); y algunas más que, prescindiendo del aspecto apócrifo, proponen contenidos de alto valor ejemplar, continuando venerables tradiciones, enraizadas sobre todo en Oriente (21 noviembre: la Presentación de la Virgen María); o manifiestan orientaciones que brotan de la piedad contemporánea (sábado del segundo domingo después de Pentecostés: el Inmaculado Corazón de María).
9. Ni debe olvidarse que el Calendario Romano General no registra todas las celebraciones de contenido mariano: pues corresponde a los Calendarios particulares recoger, con fidelidad a las normas litúrgicas pero también con adhesión de corazón, las fiestas marianas propias de las distintas Iglesias locales. Y nos falta mencionar la posibilidad de una frecuente conmemoración litúrgica mariana con el recurso a la Memoria de Santa María «in Sabbato»: memoria antigua y discreta, que la flexibilidad del actual Calendario y la multiplicidad de los formularios del Misal hacen extraordinariamente fácil y variada.
10. En esta Exhortación Apostólica no intentamos considerar todo el contenido del nuevo Misal Romano, sino que, en orden a la obra de valoración que nos hemos prefijado realizar en relación a los libros restaurados del Rito Romano (23), deseamos poner de relieve algunos aspectos y temas. Y queremos, sobre todo, destacar cómo las preces eucarísticas del Misal, en admirable convergencia con las liturgias orientales (24), contienen una significativa memoria de la Santísima Virgen. Así lo hace el antiguo Canon Romano, que conmemora la Madre del Señor en densos términos de doctrina y de inspiración cultual: «En comunión con toda la Iglesia, veneramos la memoria, ante todo, de la glorioso siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor»; así también el reciente Canon III, que expresa con intenso anhelo el deseo de los orantes de compartir con la Madre la herencia de hijos: «Qué Él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos: con María, la Virgen». Dicha memoria cotidiana por su colocación en el centro del Santo Sacrificio debe ser tenida como una forma particularmente expresiva del culto que la Iglesia rinde a la «Bendita del Altísimo» (cf. Lc 1,28).
11. Recorriendo después los textos del Misal restaurado, vemos cómo los grandes temas marianos de la eucología romana -el tema de la Inmaculada Concepción y de la plenitud de gracia, de la Maternidad divina, de la integérrima y fecunda virginidad, del «templo del Espíritu Santo», de la cooperación a la obra del Hijo, de la santidad ejemplar, de la intercesión misericordiosa, de la Asunción al cielo, de la realeza maternal y algunos más- han sido recogidos en perfecta continuidad con el pasado, y cómo otros temas, nuevos en un cierto sentido, han sido introducidos en perfecta adherencia con el desarrollo teológico de nuestro tiempo. Así, por ejemplo, el tema María-Iglesia ha sido introducido en los textos del Misal con variedad de aspectos como variadas y múltiples son las relaciones que median entre la Madre de Cristo y la Iglesia. En efecto, dichos textos, en la Concepción sin mancha de la Virgen, reconocen el exordio de la Iglesia, Esposa sin mancilla de Cristo (25); en la Asunción reconocen el principio ya cumplida y la imagen de aquello que para toda la Iglesia, debe todavía cumplirse (26); en el misterio de la Maternidad la proclaman Madre de la Cabeza y de los miembros: Santa Madre de Dios, pues, y próvida Madre de la Iglesia (27).
Finalmente, cuando la Liturgia dirige su mirada a la Iglesia primitiva y a la contemporánea, encuentra puntualmente a María: allí, como presencia orante junto a los Apóstoles (28); aquí como presencia operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el misterio de Cristo: «... haz que tu santa Iglesia, asociada con ella (María) a la pasión de Cristo, partícipe en la gloria de la resurrección» (29); y como voz de alabanza junto a la cual quiere glorificar a Dios: «...para engrandecer con ella (María) tu santo nombre» (30), y, puesto que la Liturgia es culto que requiere una conducta coherente de vida, ella pide traducir el culto a la Virgen en un concreto y sufrido amor por la Iglesia, como propone admirablemente la oración de después de la comunión del 15 de setiembre: «...para que recordando a la Santísima Virgen Dolorosa, completemos en nosotros, por el bien de la santa Iglesia, lo que falta a la pasión de Cristo».
12. El Leccionario de la Misa es uno de los libros del Rito Romano que se ha beneficiado más que los textos incluidos, sea por su valor intrínseco: se trata, en efecto, de textos que contienen la palabra de Dios, siempre viva y eficaz (cf. Heb 4,12). Esta abundantísima selección de textos bíblicos ha permitido exponer en un ordenado ciclo trienal toda la historia de la salvación y proponer con mayor plenitud el misterio de Cristo. Como lógica consecuencia ha resultado que el Leccionario contiene un número mayor de lecturas vetero y neotestamentarias relativas a la bienaventurada Virgen, aumento numérico no carente, sin embargo, de una crítica serena, porque han sido recogidas únicamente aquellas lecturas que, o por la evidencia de su contenido o por las indicaciones de una atenta exégesis, avalada por las enseñanzas del Magisterio o por una sólida tradición, puedan considerarse, aunque de manera y en grado diversos, de carácter mariano. Además conviene observar que estas lecturas no están exclusivamente limitadas a las fiestas de la Virgen, sino que son proclamadas en otras muchas ocasiones: en algunos domingos del año litúrgico (31), en la celebración de ritos que tocan profundamente la vida sacramental del cristiano y sus elecciones (32), así como en circunstancias alegres o tristes de su existencia (33).
13. También el restaurado libro de La Liturgia de las Horas, contiene preclaros testimonios de piedad hacia la Madre del Señor: en las composiciones hímnicas, entre las que no faltan algunas obras de arte de la literatura universal, como la sublime oración de Dante a la Virgen (34); en las antífonas que cierran el Oficio divino de cada día, imploraciones líricas, a las que se ha añadido el célebre tropario «Sub tuum praesidium», venerable por su antigüedad y admirable por su contenido; en las intercesiones de Laudes y Vísperas, en las que no es infrecuente el confiado recurso a la Madre de Misericordia; en la vastísima selección de páginas marianas debidas a autores de los primeros siglos del cristianismo, de la edad media y de la edad moderna.
14. Si en el Misal, en el Leccionario y en la Liturgia de las Horas, quicios de la oración litúrgica romana, retorna con ritmo frecuente la memoria de la Virgen, tampoco en los otros libros litúrgicos restaurados faltan expresiones de amor y de suplicante veneración hacia la «Theotocos»: así la Iglesia la invoca como Madre de la gracia antes de la inmersión de los candidatos en las aguas regeneradoras del bautismo (35); implora su intercesión sobre las madres que, agradecidas por el don de la maternidad, se presentan gozosas en el templo (36); la ofrece como ejemplo a sus miembros que abrazan el surgimiento de Cristo en la vida religiosa (37) o reciben la consagración virginal (38), y pide para ellos su maternal ayuda (39); a Ella dirige súplica insistentes en favor de los hijos que han llegado a la hora del tránsito (40); pide su intercesión para aquello que, cerrados sus ojos a la luz temporal se han presentado delante de Cristo, Luz eterna (41); e invoca, por su intercesión, el consuelo para aquellos que, inmersos en el dolor, lloran con fe separación de sus seres queridos (42).
15. El examen realizado sobre los libros litúrgicos restaurados lleva, pues, a una confortadora constatación: la instauración postconciliar, como estaba ya en el espíritu del Movimiento Litúrgico, ha considerado como adecuada perspectiva a la Virgen en el misterio de Cristo y, en armonía con la tradición, le ha reconocido el puesto singular que le corresponde dentro del culto cristiano, como Madre Santa de Dios, íntimamente asociada al Redentor.
No podía ser otra manera. En efecto, recorriendo la historia del culto cristiano se nota que en Oriente como en Occidente las más altas y las más límpidas expresiones de la piedad hacia la bienaventurada Virgen ha florecido en el ámbito de la Liturgia o han sido incorporadas a ella.
Deseamos subrayarlo: el culto que la Iglesia universal rinde hoy a la Santísima Virgen es una derivación, una prolongación y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los tiempos le han tributado con escrupuloso estudio de la verdad y como siempre prudente nobleza de formas. De la tradición perenne, viva por la presencia ininterrumpida del Espíritu y por la escucha continuada de la Palabra, la Iglesia de nuestro tiempo saca motivaciones, argumentos y estímulo para el culto que rinde a la bienaventurada Virgen. Y de esta viva tradición es expresión altísima y prueba fehaciente la liturgia, que recibe del Magisterio garantía y fuerza.
SECCIÓN SEGUNDA
LA VIRGEN MODELO DE LA IGLESIA EN EL EJERCICIO DEL CULTO
16. Queremos ahora, siguiendo algunas indicaciones de la doctrina conciliar sobre María y la Iglesia, profundizar un aspecto particular de las relaciones entre María y la Liturgia, es decir: María como ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios. La ejemplaridad de la Santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (43) esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre Eterno (44).
17. María es la «Virgen oyente», que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina, porque, como intuyó S. Agustín: «la bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo» (45); en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) «Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno», dijo: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) (46); fe, que fue para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la palabra del Señor» (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida (47) y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la historia.
18. María es, asimismo, la «Virgen orante». Así aparece Ella en la visita a la Madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el «Magnificat»(cf. Lc 1, 46-55), la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque -como parece sugerir S. Ireneo - en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al Mesías (cf. Jn 8, 56) (48) y resonó, anticipada proféticamente, la voz de la Iglesia: «Saltando de gozo, María proclama proféticamente el nombre de la Iglesia: «Mi alma engrandece al Señor...» » (49). En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos.
«Virgen orante» aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de sus «signos», confirme a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2, 1-12).
También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles «perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con sus hermanos»(Act 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación (50). «Virgen orante» es también la Iglesia, que cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos, «alaba incesantemente al Señor e intercede por la salvación del mundo» (51).
19. María es también la «Virgen-Madre», es decir, aquella que «por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo» (52): prodigiosa maternidad constituida por Dios como «tipo» y «ejemplar» de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual «se convierte ella misma en Madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo, y nacidos de Dios» (53). Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre sus testimonios nos complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León Magno, quien en una homilía natalicia afirma: «El origen que (Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto en la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo que María diese a luz al Salvador, hace también que el agua regenere al creyente» (54). Queriendo beber (cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación relativo en las fuentes litúrgicas, podríamos citar la Illatio de la liturgia hispánica: «Ella (María) llevó la Vida en su seno, ésta (la Iglesia) en el bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó Cristo, en las aguas bautismales el regenerado se reviste de Cristo» (55).
20. Finalmente, María es la «Virgen oferente». En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha notado la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (cf. Heb 10, 5-7); ha visto proclamado la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño la luz que ilumina las gentes y la gloria de Israel (cf. Lc 2, 32), reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, «signo de contradicción», (Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (cf. Lc 2, 35), se cumplieron sobre el calvario. Misterio de salvación, pues, que el episodio de la Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la cruz. Pero la misma Iglesia, sobre todo a partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del rito. De dicha intuición encontramos un testimonio en el afectuoso apóstrofe de S. Bernardo: «Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre. Ofrece por la reconciliación de todos nosotros la víctima santa, agradable a Dios» (56).
Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la redención (57) alcanza su culminación en el calvario, donde Cristo «a si mismo se ofreció inmaculado a Dios» (Heb 9, 14) y donde María estuvo junto a la cruz (cf. Jn 19, 15) «sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose amorosamente a la inmolación de la Víctima por Ella engendrada» (58) y ofreciéndola Ella misma al Padre Eterno (59). Para perpetuar en los siglos el Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el Sacrificio Eucarístico, memorial de su muerte y resurrección, y lo confió a la Iglesia su Esposa (60), la cual, sobre todo el domingo, convoca a los fieles para celebrar la Pascua del Señor hasta que El venga (61): lo que cumple la Iglesia en comunión con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada Virgen (62), de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable.
21. Ejemplo para toda la Iglesia en el ejercicio del culto divino, María es también, evidentemente, maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida. Ya en el siglo IV, S. Ambrosio, hablando a los fieles, hacía votos para que en cada uno de ellos estuviese el alma de María para glorificar a Dios: «Que el alma de María está en cada uno para alabar al Señor; que su espíritu está en cada uno para que se alegre en Dios» (63). Pero María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios: doctrina antigua, perenne, que cada uno puede volver a escuchar poniendo atención en la enseñanza de la Iglesia, pero también con el oído atento a la voz de la Virgen cuando Ella, anticipando en sí misma la estupenda petición de la oración dominical «Hágase tu voluntad» (Mt 6, 10), respondió al mensajero de Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Y el «sí» de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre, en camino y en medio de santificación propia.
22. Por otra parte, es importante observar cómo traduce la Iglesia las múltiples relaciones que la unen a María en distintas y eficaces actitudes cultuales: en veneración profunda, cuando reflexiona sobre la singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra del Espíritu Santo, en Madre del Verbo Encarnado; en amor ardiente, cuando considera la Maternidad espiritual de María para con todos los miembros del Cuerpo místico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión de su Abogada y Auxiliadora (64); en servicio de amor, cuando descubre en la humilde sierva del Señor a la Reina de misericordia y a la Madre de la gracia; en operosa imitación, cuando contempla la santidad y las virtudes de la «llena de gracia» (Lc 1, 28); en conmovido estupor, cuando contempla en Ella, «como en una imagen purísima, todo lo que ella desea y espera ser» (65); en atento estudio, cuando reconoce en la Cooperadora del Redentor, ya plenamente partícipe de los frutos del Misterio Pascual, el cumplimiento profético de su mismo futuro, hasta el día en que, purificada de toda arruga y toda mancha (cf. Ef 5, 27), se convertirá en una esposa ataviada para el Esposo Jesucristo (cf. Ap 21, 2).
23. Considerando, pues, venerable hermanos, la veneración que la tradición litúrgica de la Iglesia universal y el renovado Rito romano manifiestan hacia la santa Madre de Dios; recordando que la Liturgia, por su preeminente valor cultual, constituye una norma de oro para la piedad cristiana; observando, finalmente, cómo la Iglesia, cuando celebra los sagrados misterios, adopta una actitud de fe y de amor semejantes a los de la Virgen, comprendemos cuán justa es la exhortación del Concilio Vaticano II a todos los hijos de la Iglesia «para que promuevan generosamente el culto, especialmente litúrgico, a la bienaventurada Virgen» (66); exhortación que desearíamos ver acogida sin reservas en todas partes y puesta en práctica celosamente.
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