martes, 19 de mayo de 2009
San Crispín de Viterbo - 19 de mayo
Homilía de Juan Pablo II, en la misa de canonización
El 20 de junio de 1982, el Papa canonizó al capuchino italiano, el beato Crispín de Viterbo; era la primera vez que Juan Pablo II realizaba una canonización. Fr. Crispín nació en Viterbo el 13 de noviembre de 1668. Huérfano de padre, la madre se ocupó de su educación religiosa. Hasta los 25 años trabajó en el taller de su tío que era zapatero. En 1693 vistió el hábito capuchino en el convento de Palanzana. Tomó el nombre de Crispín en homenaje a san Crispín, patrono de los zapateros. Estuvo en diversos conventos, hasta que en 1709 fue trasladado a Orvieto, donde comenzó a ejercer el oficio de limosnero, y donde permaneció casi cuarenta años. Murió en Roma el 19 de mayo de 1750.
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Éste es un día solemne para nosotros, pues somos invitados a contemplar la gloria celestial y el gozo indefectible de Crispín de Viterbo, incluido por la Iglesia en el número de los Santos, es decir, entre aquellos que han alcanzado la visión beatífica de Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tras la peregrinación terrena ofreciéndonos confirmación alentadora de la afirmación paulina: «Los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rom 8,18).
Día de alegría sobre todo para los religiosos de la Orden Franciscana de los Frailes Menores Capuchinos, que se gozan del honor tributado a este hermano suyo que tuvo hambre y sed de justicia y fue saciado (cf. Mt 5,6), y elevan su acción de gracias al Omnipotente por la bondad misericordiosa con que ha querido darles un nuevo confesor de la fe que, en este año conmemorativo del VIII centenario del nacimiento de san Francisco, se suma a los otros Santos de la gran familia de los capuchinos.
Al declarar Santo a Crispín de Viterbo, decretando que sea honrado como tal devotamente para honor de la Santísima Trinidad e incremento de la vida cristiana (cf. Fórmula de canonización), la Iglesia nos asegura que este humilde religioso combatió la buena batalla, mantuvo la fe, perseveró en la caridad y alcanzó la corona de justicia que le había preparado el Señor (cf. 2 Tim 4,7-8). Ciertamente fray Crispín perseveró ante el Señor y en su servicio durante la vida terrena, y el Señor ahora es su herencia feliz para siempre (cf. Dt 10,8-9).
Por seguir a Cristo Jesús se negó a sí mismo, es decir, a los ideales puramente humanos, y tomó su cruz, la tribulación diaria, sus límites personales y los ajenos, preocupado sólo de imitar al Maestro divino, y así salvó perfecta y definitivamente su vida (cf. Mt 16,23-25). «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (ib., 26). El interrogante evangélico que acabamos de leer nos interpela e invita a fijar la mirada en la meta feliz que alcanzó ya nuestro Santo y que con certeza absoluta está también reservada a nosotros, en la medida en que nos neguemos a nosotros mismos y sigamos al Señor cargando con el peso de nuestra jornada de trabajadores laboriosos.
En este momento suba nuestra gratitud emocionada hacia Dios autor de la gracia, que llevó a su siervo fiel Crispín a la perfección evangélica más alta, e imploremos por su intercesión al mismo tiempo «practicar incesantemente la verdadera virtud, a la que está prometida la bienaventurada paz del cielo» (Oración del día).
Seguir a Jesús por el camino de las Bienaventuranzas
2. Y ahora reflexionemos de modo particular sobre el mensaje de santidad de fray Crispín de Viterbo.
Eran los tiempos del absolutismo del Estado, de luchas políticas, nuevas ideologías filosóficas, inquietudes religiosas (piénsese en el jansenismo), de alejamiento progresivo de los contenidos esenciales del cristianismo. En su angustioso afán histórico, a la búsqueda incesante de metas más altas de progreso y bienestar, la humanidad está periódicamente tentada de falsa autonomía y rechazo de las categorías evangélicas, y por ello tiene necesidad imprescindible de Santos, es decir, de modelos que expresen concretamente con la vida la realidad de la trascendencia y el valor de la Revelación y de la Redención actuada por Cristo.
En el autosuficiente siglo de las luces, ésta fue cabalmente la misión de san Crispín de Viterbo, humilde hermano capuchino, cocinero, enfermero, hortelano y cuestor en Orvieto durante casi cuarenta años al servicio de su convento. Por misericordia divina, una vez más encontraron realización elocuente en este Santo las palabras proféticas de Jesús: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, porque así te plugo» (Mt 11,25-26). Dios hace maravillas por obra de los humildes, incultos y pobres, para que se reconozca que todo progreso salvífico, incluso terreno, responde a un designio de su amor.
3. El primer aspecto de santidad que deseo resaltar en san Crispín es la alegría. Su afabilidad era conocida de todos los orvietanos y de cuantos se le acercaban, y la paz de Dios que sobrepasa toda inteligencia custodiaba su corazón y sus pensamientos (cf. Flp 4,5-7). Alegría franciscana la suya, sostenida por un carácter muy comunicativo y abierto a la poesía, pero nacida sobre todo de un amor grande al Señor y de confianza invencible en su Providencia. «Quien ama a Dios con pureza de corazón –solía decir –, vive feliz y muere contento.»
4. La segunda actitud ejemplar es ciertamente su heroica disponibilidad para con los hermanos y también para con los pobres y necesitados de todas las categorías. En efecto, a este propósito se debe decir que mientras fray Crispín pedía humildemente medios de subsistencia para su familia conventual, su tarea principal consistía en prestar ayuda espiritual y material hasta transformarse en expresión viviente de caridad. Resulta increíble de verdad su obra en el campo religioso y caritativo por la paz, la justicia y la prosperidad verdadera. Nadie pasa desapercibido a su atención, interés y buen corazón; va al encuentro de todos utilizando remedios perspicaces e incluso con intervenciones que parecen entrar en el ámbito de lo extraordinario.
5. Otro empeño particular de su santa vida fue desplegar una catequesis itinerante. Era un «lego docto», que cultivaba el conocimiento de la doctrina cristiana con los medios a su disposición, sin descuidar instruir a los otros en la misma verdad. El tiempo de pedir limosna era tiempo de evangelización a la vez.
Estimulaba a la fe y a la práctica religiosa con lenguaje sencillo, agradable al pueblo, lleno de máximas y aforismos. Su sabia catequesis se hizo notar pronto y atrajo a personajes del ambiente eclesiástico y civil, ansiosos de aprovecharse de su consejo. Por ejemplo, la siguiente es una síntesis profunda y luminosa de vida cristiana: «El poder de Dios nos crea, su sabiduría nos gobierna, su misericordia nos salva.» Las máximas le brotaban del corazón, solícito de ofrecer el alimento que no perece junto con el pan que sustenta el cuerpo: la luz de la fe, la valentía de la esperanza, el fuego del amor.
6. Y, en fin, deseo destacar su devoción a María Santísima, tierna y vigorosa a un mismo tiempo; la llamaba «Señora Madre mía», y bajo su protección desplegó su vida de cristiano y religioso. A la intercesión de la Madre de Dios confió fray Crispín súplicas y afanes humanos que encontraba a lo largo del camino mientras pedía limosna; y cuando se le rogaba que orara por casos y situaciones graves, solía decir: «Déjame hablar un poco con mi Señora Madre y después vuelve.» Respuesta sencilla pero plenamente imbuida en sabiduría cristiana que revelaba confianza total en la solicitud maternal de María.
7. La vida escondida, humilde y obediente de san Crispín, rica en obras de caridad y sabiduría estimulante, encierra un mensaje para la humanidad de hoy que espera el paso alentador de los Santos, como lo esperaba en la primera mitad del siglo XVIII. Hijo auténtico de san Francisco de Asís, a nuestra generación ebria muchas veces por sus logros, ofrece una lección de entrega humilde y confiada a Dios y a sus designios de salvación, de amor a la pobreza y a los pobres, de obediencia a la Iglesia y de confianza en María, signo grandioso de misericordia divina también en el oscuro cielo de nuestro tiempo, según el mensaje alentador para la generación presente, brotado de su Corazón Inmaculado.
Elevemos oraciones a nuestro Santo que ha alcanzado el gozo definitivo del cielo, donde no hay «muerte ni duelo ni trabajo, porque todo esto es ya pasado» (Ap 21,4).
¡San Crispín! Aleja de nosotros la tentación de las cosas superfluas e insuficientes, enséñanos a comprender el valor verdadero de nuestra peregrinación terrena, infúndenos la fuerza que necesitamos para cumplir la voluntad del Altísimo entre gozos y dolores, fatigas y esperanzas.
Intercede por la Iglesia y por la humanidad entera, necesitada de amor, justicia y paz.
Amén. Aleluya.
[L 'Osservatore Romano, ed. esp., del 27 de junio de 1982]
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982) 217-220]
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