domingo, 31 de mayo de 2009
Pentecostés
Exposición dogmática
Pascua y Pentecostés, con los 50 días intermedios, se consideraban como una sola fiesta continuada a que llamaban Cincuentenario1. Primero se celebraba el triunfo de Cristo; luego su entrada en la gloria, y por fin, en el día 50, el aniversario del nacimiento de la Iglesia. La Resurrección, la Ascensión y Pentecostés pertenecen al misterio pascual. «Pascua ha sido el comienzo de la gracia. Pentecostés su coronación» dice S. Agustín, pues en ella consuma el Espíritu Santo la obra por Cristo realizada. La Ascensión, puesta en el centro del tríptico pascual, sirve de lazo de unión a esas otras dos fiestas. Cristo, por virtud de su Resurrección, nos ha devuelto el derecho a la vida divina, y en Pentecostés nos lo aplica, comunicándonos el «Espíritu vivificador». Mas para eso debe tomar primero posesión del reino que se ha conquistado: «El Espíritu Santo no había sido dado porque Jesús aún no había sido glorificado».
Y en efecto, la Ascensión del Salvador es el reconocimiento oficial de sus títulos de victoria, y constituye para su humanidad como la coronación de toda su obra redentora, y para la Iglesia el principio de su existencia y de su santidad. «La Ascensión, escribe Dom Guéranger, es el intermedio entre Pascua y Pentecostés. Por una parte consuma la Pascua, colocando al hombre-Dios vencedor de la muerte y jefe de sus fieles a la diestra del Padre; y por otra, determina la misión del Espíritu Santo a la tierra». «Nuestro hermoso misterio de la Ascensión es como el deslinde de los dos reinos divinos acá abajo; del reino visible del Hijo de Dios y del reino visible del Espíritu Santo».
Jesús dijo a sus Apóstoles: «Si Yo no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; mas si me voy, Yo os le enviaré». El Verbo encarnado ha concluido ya su misión entre los hombres, y ahora va a inaugurar la suya el Espíritu Santo; porque Dios Padre no nos ha enviado solamente a su Hijo encarnado para reducirnos a su amistad, sino que también ha enviado al Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, y que apareció en este mundo bajo los signos visibles de lenguas de fuego y de un impetuoso viento. Vino al mundo para obrar nuestra santificación. «El Padre, dice S. Atanasio, lo hace todo por el Verbo en el Espíritu Santo»; y por eso, cuando el poder de Dios Padre se nos manifestó en la creación del mundo, leemos en el Génesis que el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas, para prestarlas fecundidad (Bendición de la Pila).
Toda la obra de la salvación, y la santificación de las almas, se opera por la virtud del Espíritu Santo. Él fue asimismo quien habló por boca de los Profetas, y su virtud cubrió con su sombra a la Virgen María, para hacerla Madre de Jesús. Él es, por fin, el que en figura de paloma bajó sobre Cristo al ser bautizado; Él quien le condujo al desierto y le guió en toda su vida de apostolado.
Pero sobre todo ese Espíritu de santidad inaugura el imperio que en las almas va a ejercer el día de Pentecostés, al llenar a los Apóstoles de fortaleza y de luces sobrenaturales. En este Espíritu es bautizada la Iglesia en el Cenáculo, y su soplo vivificador viene a dar vida al cuerpo místico de Cristo, organizado por Jesús después de su Resurrección. Por eso había dicho el Salvador a sus discípulos al soplar sobre ellos: «Recibid el Espíritu Santo.».
Y esto mismo siguen haciendo los sacerdotes cuando administran el Bautismo2.
Este aniversario de la promulgación de la Ley mosaica sobre Sinaí venía a ser también para los cristianos el aniversario de la institución de la Ley nueva, en que se nos da «no ya el Espíritu de siervos, sino el de hijos adoptivos, el cual nos permite llamar a Dios Padre nuestro».
Pentecostés celebra no sólo el advenimiento del Espíritu Santo, sino también la entrada de la Iglesia en el mundo divino3, porque, como dice San Pablo, «por Cristo tenemos entrada en el Espíritu para el Padre».
Esta festividad nos recuerda nuestra divinización en el Espíritu Santo. Así como la vida corporal proviene de la unión del cuerpo con el alma, así la vida del alma resulta de la unión del alma con el Espíritu de Dios por la gracia santificante (S. Ireneo y Clemente Alejandrino). «El hombre recibe la gracia por el Espíritu Santo», escribe Santo Tomás4.
La gracia es la sobrenaturalización de todo nuestro ser y «cierta participación de la divinidad en la criatura racional» (id.). «Cristo se difunde en el alma por el Espíritu Santo»5, el cual tiene por misión consumar la formación de los Apóstoles y de la Iglesia. «Él os enseñará todas las cosas y os recordará todo cuanto Yo os llevo dicho».
De Él dimanará esa maravillosa fuerza doctrinal y mística, que en todos los siglos se echa de ver, y que estaba personificada en el Cenáculo por Pedro y por María.
El Espíritu Santo que inspiró a los Sagrados Escritores (Pet. 1, 21) garantiza también al Papa y a los Obispos agrupados en torno suyo el carisma de la infalibilidad doctrinal, mediante el cual podrá la Iglesia docente continuar la misión de Jesús, y Él es quien presta eficacia a los Sacramentos por Cristo instituidos. El Espíritu Santo suscita también fuera de la jerarquía almas fieles, que, como la Virgen María, se prestan con docilidad a su acción santificadora. Y esa santidad, triunfo del amor divino en los corazones, se atribuye precisamente a la tercera persona de la Santísima Trinidad, que es el amor personal del Padre y del Hijo. La voluntad, en efecto, es santa cuando sólo quiere el bien; de ahí que el Espíritu, que procede eternamente de la divina voluntad identificada con el bien, sea llamado Santo. Fundiendo nuestro querer con el de Dios, nos va poco a poco haciendo Santos.
Por eso el Credo, después de hablar del Espíritu Santo, menciona a la Iglesia santa, la Comunión de los Santos y la Resurrección de la carne que es fruto de la Santidad y su manifestación en nuestros cuerpos y, por fin, la vida eterna, o sea, la plenitud de la santidad en nuestras almas.
El torrente de vida divina invade como nunca nuestros corazones en estas fiestas de Pentecostés, que nos recuerdan la toma de posesión de la Iglesia por el Espíritu Santo, y que cada año van estableciendo de un modo más cumplido el reino de Dios en nuestras almas.
Exposición histórica
Jesús, antes de subir a los cielos, había encargado a sus Apóstoles no se alejasen de Jerusalén, sino que esperasen allí la promesa del Padre, o sea, la efusión del Espíritu Santo.
De ahí que al volver los 120 discípulos del monte de los Olivos, «recluidos en el Cenáculo, perseveraron todos juntos en oración con las mujeres y María la Madre de Jesús».
Después de esta novena, la más solemne de todas, tuyo lugar el suceso milagroso que coincidió por especial providencia el día mismo de la Pentecostés Judía, para la cual hallábanse reunidos en Jerusalén millares de Judíos nacionales y extranjeros que afluían a celebrar «ese día muy grande y santísimo» (Lev. 23, 21), aniversario de la promulgación de la Ley sobre el Sinaí; por donde muchos de ellos fueron testigos de la bajada del Espíritu Santo.
Eran como las nueve de la mañana, cuando «de repente sobrevino un estruendo del cielo como de un recio vendaval. Y se les aparecieron lenguas repartidas como de fuego que reposaron sobre cada uno de ellos. Y viéronse todos llenos del Espíritu Santo, comenzando a hablar en otras lenguas, a impulsos del Espíritu Santo».
«Revestida así la Iglesia por la virtud de lo alto», comienza ya en Jerusalén la empresa de evangelización que Jesús le encomendara. Pedro, cabeza del Apostolado, empieza por hablar a la multitud y, convertido ya en «pescador de hombres», la primera vez que echa las redes da casi tres mil neófitos a la Iglesia naciente.
Esas lenguas de fuego simbolizan la ley de amor, que será propagada por el don de lenguas, y que, al encender los corazones, los alumbrará y purificará.
Los días que siguieron, reúnense los Doce Apóstoles en el Templo, en el pórtico de Salomón, y, a imitación del divino Maestro, predican el Evangelio y sanan enfermos, «creciendo pronto el número de varones y de mujeres que creyeron en el Señor»6. Luego, desparramándose los Apóstoles por Judea, anunciaron a Cristo y llevaron el Espíritu Santo a los Samaritanos7 y en seguida a los Gentiles8.
Exposición litúrgica
El día cincuenta después de bajar el Ángel Exterminador y del paso del mar Rojo, acampaba el pueblo Hebreo a la falda del Sinaí, y Dios le daba solemnemente su Ley. Por donde las fiestas de Pascua y de Pentecostés, que recuerdan ese doble acontecimiento, eran las más importantes de todo el año.
Seiscientos años después se señalaba la fiesta Pascual por la Muerte y la Resurrección de Cristo y la de Pentecostés por la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.
Entrambas pasaron a ser cristianas siendo las más antiguas de todo el Ciclo litúrgico, que a ellas debe su origen. Se las llama Pascua blanca y Pascua roja.
Pentecostés es la fiesta más grande del año después de Resurrección. De ahí que tenga vigilia y octava privilegiada. En ella se leen los Actos de los Apóstoles, porque es la época de la fundación de la Iglesia que en ellos vemos historiada.
En la misa del día de Pentecostés y en la de su Octava, la Antigua Ley y la Nueva, las Escrituras y la Tradición, los Profetas, los Apóstoles y los Padres de la Iglesia hacen eco a la palabra del Maestro en el Evangelio. Todas esas partes se vienen a juntar como se juntan las piedrecitas de un vistoso mosaico, presentando ante los ojos del alma un bellísimo cuadro, que sintetiza la acción del Espíritu Santo en el mundo a través de los siglos.
Y para poner todavía más de resalto esa obra primorosa, la liturgia la encuadra en medio del aparato externo de sus sagradas ceremonias y simbólicos ritos.
Al sacerdote se le ve revestido de ornamentos encarnados, que nos recuerdan las lenguas de fuego y simbolizan el testimonio de la sangre que se habrá de dar al Evangelio, por la virtud del Espíritu Santo.
Antiguamente, en ciertas iglesias se hacía caer de lo alto de la bóveda una lluvia de flores, mientras se cantaba el Veni Sancte Spiritus, y hasta se soltaba una paloma, que revoloteaba por encima de los fieles. De ahí el nombre típico de Pascua de las rosas, dado en el siglo XIII a Pentecostés. A veces también, para añadir todavía otro rasgo más de imitación escénica, se tocaba la trompeta durante la Secuencia, recordando la trompeta del Sinaí, o bien el gran ruido en medio del cual bajó el Espíritu Santo sobre los Apóstoles.
El cristiano respira ese ambiente especial que caracteriza al Tiempo de Pentecostés y recibe una nueva efusión del Espíritu divino. Y para que nada le distraiga del pensamiento de este misterio, la liturgia lo sigue celebrando durante 8 días, excluyendo en ellos toda otra fiesta.
La intención bien definida de la Iglesia es que en estos días leamos y meditemos en cosas relacionadas con el misterio de Pentecostés, empleando para nuestra piedad individual las fórmulas litúrgicas.
¿Qué más hermosa preparación a la Comunión, qué mejor acción de gracias podrá darse que la del atento rezo de la Secuencia de Pentecostés? Es también tiempo muy a propósito para leer los Hechos de los Apóstoles.
El Tiempo Pascual que había empezado el Sábado Santo, expira con la Hora de Nona del Sábado después de Pentecostés.
Tomado de: http://www.tradicioncatolica.com/
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