Dios sentía ya hastío por los sacrificios de animales, ofrecidos por un pueblo que le honraba con los labios, pero cuyo corazón estaba lejos de Él (cf. Mt. 15, 8). "¡Si todo es mío! ¿Por qué me ofrecéis inútilmente la sangre de animales, si me pertenecen todos los de las selvas? No ofrezcáis más sacrificios en vano" (Is. 1, 11-13; 40, 16; Ps. 49, 10).
Para reconciliar al mundo con Dios se necesitaba sangre limpia, incontaminada; sangre humana, porque era el hombre el que había ofendido a Dios; pero sangre de un valor tal que pudiera aceptarla Dios como precio de la redención y de la paz; sangre representativa y sustitutiva de la de todos los hombres, porque todos estaban enemistados con Dios. ¡Ninguna sangre bastaba, pues, sino la de Cristo, Hijo de Dios!
Esta sola es incontaminada, como de Cordero inmaculado (1 Petr. 1, 19); de valor infinito, porque es sangre divina; representativa de toda la sangre humana manchada por el pecado, porque Dios cargará a este, su divino Hijo, todas las iniquidades de todos los hombres (Is. 53, 6).
Si los hombres tuvieron facilidad para venderse, observa San Agustín, ahora no la tenían para rescatarse; pero aún más, no tenían siquiera posibilidad de ello. Y el Verbo de Dios, movido por un ímpetu inefablemente generoso de amor, al entrar en el mundo le dijo al Padre: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme aquí presente" (Heb. 10, 5-7). Y ofreciendo su sacrificio, con una sola oblación, la del Calvario, perfeccionó para siempre a los santificados (Heb. 10, 12-14). Y el hombre, deudor de Dios, pagó su deuda con precio infinito; alejado de Él, pudo acercarse con confianza (Heb. 10, 19-22); degradado por la hecatombe de origen, fue rehabilitado y restituido a su primitiva dignidad. Se había acabado todo lo viejo; la reconciliación estaba hecha por medio de Jesucristo; Dios y el hombre habían sido puestos cerca por la Sangre de Cristo Jesús. Todo había sido reconciliado en el cielo y en la tierra por la Sangre de la Cruz (2 Cor. 5, 18-19; Eph. 2, 16; Col. 1, 20).
La sangre real de Cristo (Lc. 1, 32; Apoc. 22, 16), divina y humana, sangre preciosa, precio del mundo, había realizado el milagro. El rescate fabuloso estaba pagado. "Nada es capaz de ponérsele junto para compararla, porque realmente su valor es tan grande que ha podido comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos" (San Agustín).
Pudo Jesucristo redimir al mundo sin derramar su Sangre; pero no quiso, sino que vivió siempre con la voluntad de derramarla por entero. Hubiera bastado una sola gota para salvar a la humanidad; pero Jesús quiso derramarla toda, en un insólito y maravilloso heroísmo de caridad, fundamento de nuestra esperanza.
¡Oh generoso Amigo, que das la vida por tus amigos! ¡Oh Buen Pastor, que te entregaste a la muerte por tus ovejas! (lo. 15, 13: 10, 15). ¡Y nosotros no éramos amigos, sino pecadores! Jesucristo se nos presenta como el Esposo de los Cantares, cándido y rubicundo; por su santidad inmaculada, mas blanco que la nieve; pero con una blancura como la de las cumbres nevadas a la hora del crepúsculo, siempre rosada por el anhelo, por la voluntad, por el hecho inaudito de la total efusión de su Sangre redentora.
"¡Sangre y fuego, inestimable amor!", exclamaba Santa Catalina de Siena. "La flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió del todo y en todo el cuerpo, bañada por rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre" (SAN BUENAVENTURA, La vid mística, 23).
Las tres formas legítimas de religión con las que Dios ha querido ser honrado a lo largo de los siglos (patriarcal, mosaica y cristiana) están basadas en un pacto que regula las relaciones entre Dios y el hombre; pacto sellado con sangre (Gen. 17, 9-10,13; Ex. 24, 3-7,8; Mt. 26, 8; Mc. 14, 24: Lc, 22, 20; 1 Cor. 11, 25). La Sangre purísima de Jesucristo es la Sangre del Pacto nuevo, del Nuevo Testamento, que debe regular las relaciones de la humanidad con Dios hasta el fin del mundo.
Cada uno de estos pactos es un mojón de la misericordia de Dios, que orienta la ruta de la humanidad en su camino de aproximación a la divinidad: caída del hombre, vocación de Abraham, constitución de Israel, fundación de la Iglesia.
Todo pacto tiene su texto. El texto del Nuevo Testamento es el Evangelio en su expresión más comprensiva, que significa el cúmulo de cosas que trajo el Hijo de Dios al mundo y que se encierran bajo el nombre de la "Buena Nueva". Buena Nueva que comprende al mismo Jesucristo, alfa y omega de todo el sistema maravilloso de nuestra religión; la Iglesia, su Cuerpo Místico, con su ley, su culto y su jerarquía; los sacramentos, que canalizan la gracia, participación de la vida de Dios, y el texto precioso de los sagrados Evangelios y de los escritos apostólicos, llamados por antonomasia el Nuevo Testamento, luz del mundo y monumento de sabiduría del cielo y de la tierra.
Además, el Pacto lleva consigo compromisos y obligaciones que Cristo ha cumplido y sigue cumpliendo, y debe cumplir también el cristiano. Antes de ingresar en el cristianismo y de ser revestidos con la vestidura de la gracia hicimos la formalización del Pacto de sangre, con sus renuncias y con la aceptación de sus creencias. "¿Renuncias?... ¿Crees?..., nos preguntó el ministro de Cristo. "¡Renuncio! ¡Creo!" "¿Quieres ser bautizado?" "¡Quiero!" Y fuimos bautizados en el nombre de la Trinidad Santísima y en la muerte de Cristo, para que entendiéramos que entrábamos en la Iglesia marcados con la Sangre del Hijo de Dios. Quedó cerrado el pacto, por cuyo cumplimiento hemos de ser salvados. “La Sangre del Señor, si quieres, ha sido dada para ti; si no quieres, no ha sido dada para ti. La Sangre de Cristo es salvación para el que quiere, suplicio para el que la rehusa" (Serm. 31, lec.9, Brev. in fest. Pret. Sanguinis).
El pacto de paz y reconciliación tendrá su confirmación total en la vida eterna. "Entró Cristo en el cielo —dice Santo Tomás— y preparó el camino para que también nosotros entráramos por la virtud de su Sangre, que derramó en la tierra" (3 q.22 a.5).
"No os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a alto precio. Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo", advierte San Pablo (1 Cor. 6, 19.20). Glorificar a Dios en el propio cuerpo significa mantener limpia y radiante —por una vida intachable y una conducta auténticamente cristiana— a imagen soberana de Dios, impresa en nosotros por la creación, y la amable fisonomía de Cristo, grabada en nuestra alma por medio de los sacramentos. Si nos sentimos débiles, vayamos a la misa, sacrificio del Nuevo Testamento, y acerquémonos a la comunión para beber la Sangre que nos dará la vida (lo. 6, 54).
En esta hora de sangre para la humanidad sólo los rubíes de la Sangre de Cristo pueden salvarnos. Con Catalina de Siena. "os suplico, por el amor de Cristo crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os ha encomendado por la Esposa de Cristo", pues es sangre dulcísima y pacificadora, en la que "se apagan todos los odios y la guerra, y toda la soberbia del hombre se relaja".
Si para el mundo es ésta una hora de sangre, para el cristiano ha sonado la hora de la santidad. Lo exige la Sangre de Cristo. "Sed. Santos —amonestaba San Pedro a la primera generación cristiana—, sed santos en toda vuestra conducta, a semejanza del Santo que os ha llamado a la santidad... Conducíos con temor durante el tiempo de nuestra peregrinación en la tierra, sabiendo que no habéis sido rescatados con el valor de cosas perecederas, el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo, que es como de Cordero incontaminado e inmaculado" (1 Petr. 1, 15-18).
Para reconciliar al mundo con Dios se necesitaba sangre limpia, incontaminada; sangre humana, porque era el hombre el que había ofendido a Dios; pero sangre de un valor tal que pudiera aceptarla Dios como precio de la redención y de la paz; sangre representativa y sustitutiva de la de todos los hombres, porque todos estaban enemistados con Dios. ¡Ninguna sangre bastaba, pues, sino la de Cristo, Hijo de Dios!
Esta sola es incontaminada, como de Cordero inmaculado (1 Petr. 1, 19); de valor infinito, porque es sangre divina; representativa de toda la sangre humana manchada por el pecado, porque Dios cargará a este, su divino Hijo, todas las iniquidades de todos los hombres (Is. 53, 6).
Si los hombres tuvieron facilidad para venderse, observa San Agustín, ahora no la tenían para rescatarse; pero aún más, no tenían siquiera posibilidad de ello. Y el Verbo de Dios, movido por un ímpetu inefablemente generoso de amor, al entrar en el mundo le dijo al Padre: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme aquí presente" (Heb. 10, 5-7). Y ofreciendo su sacrificio, con una sola oblación, la del Calvario, perfeccionó para siempre a los santificados (Heb. 10, 12-14). Y el hombre, deudor de Dios, pagó su deuda con precio infinito; alejado de Él, pudo acercarse con confianza (Heb. 10, 19-22); degradado por la hecatombe de origen, fue rehabilitado y restituido a su primitiva dignidad. Se había acabado todo lo viejo; la reconciliación estaba hecha por medio de Jesucristo; Dios y el hombre habían sido puestos cerca por la Sangre de Cristo Jesús. Todo había sido reconciliado en el cielo y en la tierra por la Sangre de la Cruz (2 Cor. 5, 18-19; Eph. 2, 16; Col. 1, 20).
La sangre real de Cristo (Lc. 1, 32; Apoc. 22, 16), divina y humana, sangre preciosa, precio del mundo, había realizado el milagro. El rescate fabuloso estaba pagado. "Nada es capaz de ponérsele junto para compararla, porque realmente su valor es tan grande que ha podido comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos" (San Agustín).
Pudo Jesucristo redimir al mundo sin derramar su Sangre; pero no quiso, sino que vivió siempre con la voluntad de derramarla por entero. Hubiera bastado una sola gota para salvar a la humanidad; pero Jesús quiso derramarla toda, en un insólito y maravilloso heroísmo de caridad, fundamento de nuestra esperanza.
¡Oh generoso Amigo, que das la vida por tus amigos! ¡Oh Buen Pastor, que te entregaste a la muerte por tus ovejas! (lo. 15, 13: 10, 15). ¡Y nosotros no éramos amigos, sino pecadores! Jesucristo se nos presenta como el Esposo de los Cantares, cándido y rubicundo; por su santidad inmaculada, mas blanco que la nieve; pero con una blancura como la de las cumbres nevadas a la hora del crepúsculo, siempre rosada por el anhelo, por la voluntad, por el hecho inaudito de la total efusión de su Sangre redentora.
"¡Sangre y fuego, inestimable amor!", exclamaba Santa Catalina de Siena. "La flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió del todo y en todo el cuerpo, bañada por rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre" (SAN BUENAVENTURA, La vid mística, 23).
Las tres formas legítimas de religión con las que Dios ha querido ser honrado a lo largo de los siglos (patriarcal, mosaica y cristiana) están basadas en un pacto que regula las relaciones entre Dios y el hombre; pacto sellado con sangre (Gen. 17, 9-10,13; Ex. 24, 3-7,8; Mt. 26, 8; Mc. 14, 24: Lc, 22, 20; 1 Cor. 11, 25). La Sangre purísima de Jesucristo es la Sangre del Pacto nuevo, del Nuevo Testamento, que debe regular las relaciones de la humanidad con Dios hasta el fin del mundo.
Cada uno de estos pactos es un mojón de la misericordia de Dios, que orienta la ruta de la humanidad en su camino de aproximación a la divinidad: caída del hombre, vocación de Abraham, constitución de Israel, fundación de la Iglesia.
Todo pacto tiene su texto. El texto del Nuevo Testamento es el Evangelio en su expresión más comprensiva, que significa el cúmulo de cosas que trajo el Hijo de Dios al mundo y que se encierran bajo el nombre de la "Buena Nueva". Buena Nueva que comprende al mismo Jesucristo, alfa y omega de todo el sistema maravilloso de nuestra religión; la Iglesia, su Cuerpo Místico, con su ley, su culto y su jerarquía; los sacramentos, que canalizan la gracia, participación de la vida de Dios, y el texto precioso de los sagrados Evangelios y de los escritos apostólicos, llamados por antonomasia el Nuevo Testamento, luz del mundo y monumento de sabiduría del cielo y de la tierra.
Además, el Pacto lleva consigo compromisos y obligaciones que Cristo ha cumplido y sigue cumpliendo, y debe cumplir también el cristiano. Antes de ingresar en el cristianismo y de ser revestidos con la vestidura de la gracia hicimos la formalización del Pacto de sangre, con sus renuncias y con la aceptación de sus creencias. "¿Renuncias?... ¿Crees?..., nos preguntó el ministro de Cristo. "¡Renuncio! ¡Creo!" "¿Quieres ser bautizado?" "¡Quiero!" Y fuimos bautizados en el nombre de la Trinidad Santísima y en la muerte de Cristo, para que entendiéramos que entrábamos en la Iglesia marcados con la Sangre del Hijo de Dios. Quedó cerrado el pacto, por cuyo cumplimiento hemos de ser salvados. “La Sangre del Señor, si quieres, ha sido dada para ti; si no quieres, no ha sido dada para ti. La Sangre de Cristo es salvación para el que quiere, suplicio para el que la rehusa" (Serm. 31, lec.9, Brev. in fest. Pret. Sanguinis).
El pacto de paz y reconciliación tendrá su confirmación total en la vida eterna. "Entró Cristo en el cielo —dice Santo Tomás— y preparó el camino para que también nosotros entráramos por la virtud de su Sangre, que derramó en la tierra" (3 q.22 a.5).
"No os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a alto precio. Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo", advierte San Pablo (1 Cor. 6, 19.20). Glorificar a Dios en el propio cuerpo significa mantener limpia y radiante —por una vida intachable y una conducta auténticamente cristiana— a imagen soberana de Dios, impresa en nosotros por la creación, y la amable fisonomía de Cristo, grabada en nuestra alma por medio de los sacramentos. Si nos sentimos débiles, vayamos a la misa, sacrificio del Nuevo Testamento, y acerquémonos a la comunión para beber la Sangre que nos dará la vida (lo. 6, 54).
En esta hora de sangre para la humanidad sólo los rubíes de la Sangre de Cristo pueden salvarnos. Con Catalina de Siena. "os suplico, por el amor de Cristo crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os ha encomendado por la Esposa de Cristo", pues es sangre dulcísima y pacificadora, en la que "se apagan todos los odios y la guerra, y toda la soberbia del hombre se relaja".
Si para el mundo es ésta una hora de sangre, para el cristiano ha sonado la hora de la santidad. Lo exige la Sangre de Cristo. "Sed. Santos —amonestaba San Pedro a la primera generación cristiana—, sed santos en toda vuestra conducta, a semejanza del Santo que os ha llamado a la santidad... Conducíos con temor durante el tiempo de nuestra peregrinación en la tierra, sabiendo que no habéis sido rescatados con el valor de cosas perecederas, el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo, que es como de Cordero incontaminado e inmaculado" (1 Petr. 1, 15-18).
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