San Juan Gualberto era hijo de una acomodada familia de Florencia, dueña de castillos y ricas posesiones. Eran dos hermanos, Juan y Hugo. Una familia feliz, hasta que en una triste ocasión Hugo había sido asesinado.
Juan llevaba esa herida clavada en el corazón. Un pensamiento le torturaba: "Mancha de sangre, con sangre se ha de borrar. Y yo, su hermano, soy el que ha de borrarla. Y mientras no lo haga, no recuperaré la honra".
La vida de Juan cambió radicalmente el día de Viernes Santo de 1003, cuando tenía 18 años. Fue su "camino de Damasco". Juan era un joven despreocupado que asistía a la iglesia sólo en las grandes solemnidades. Juan no sabía explicarse las profundas emociones que había experimentado en la iglesia aquel día, en los oficios solemnes que conmemoraban la muerte del Señor. Al adorar la cruz, todos notaron en él una devoción especial.
Terminados los oficios religiosos partió hacia Siena, bien armado en su caballo. La primavera sonreía en los campos, pero no tanto en su corazón. Borrada de repente la imagen de Jesús en la cruz, que tanto le impresionara hace unas horas, sólo veía la de su hermano desangrándose en tierra, mientras se imaginaba encontrarse con el asesino y enrojecer con la sangre del traidor la espada que llevaba, que era la de su hermano.
Todavía se entretenía su mente con estos pensamientos, cuando en una curva del camino se presentó ante sus ojos, a pie y desarmado y llevando de la mano un niño, precisamente el asesino de su hermano.
Juan saltó del caballo como un rayo, espada en mano. El asesino no intentó huir. Era inútil. Se arrodilló con los brazos en cruz, y sólo le dijo una palabra: "Perdón". Juan no le escuchaba, y se disponía a asestarle un golpe mortal a su enemigo. 'Viéndose éste perdido sin remisión, aún musitó, entre la vida y la muerte: "Jesús, Hijo de Dios, perdóname tú al menos".
Fue entonces cuando la gracia divina obró en el corazón de Juan. Ya no veía a su enemigo de rodillas ni al niño llorando. sólo veía a Jesús muerto en la cruz por él, que tanto le había emocionado poco antes en la iglesia. Ya no escuchaba el gemido del que le pedía perdón, sino, las palabras de Jesús: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen".
Arrojó la espada, se tiró a tierra, levantó al asesino, le abrazó y le dijo: "Hermano, te concedo el perdón que me pides, por la sangre que hoy derramó Jesús en la cruz". El asesino le besó la mano y se marchó.
Estaba allí cerca, recostado a las orillas del Arno, el monasterio benedictino de San Miniato. Entró Juan en la iglesia y se postró ante Cristo Crucificado. Así pasó varias horas, como fuera de sí. Al marcharse vio que Cristo se inclinaba hacia él y le miraba con dulzura infinita. Por la noche volvió Juan a casa de sus padres. Pero era ya otro hombre.
Pocos días después volvía Juan a San Miniato. Pero esta vez para quedarse. Con todo, al querer hacerle abad, huyó a la Camáldula. Busca aún mayor soledad, y San Romualdo, al decirle adiós, le predice su futura misión de fundador. Poco después, funda en los bosques de Vallumbrosa, bajo la Regla de San Benito, una nueva Orden, con muchos monasterios en Italia.
Los monjes de Vallumbrosa practicaban una vida llena de rigores: estrecha clausura, silencio perpetuo, pobreza extremada, severas penitencias. Los monjes, y el mismo fundador, lucharon tenazmente contra el mal del siglo, la simonía, y contra toda clase de cismas y herejías. El 12 de julio de 1073, el siervo bueno y fiel, era llamado al paraíso.
Juan llevaba esa herida clavada en el corazón. Un pensamiento le torturaba: "Mancha de sangre, con sangre se ha de borrar. Y yo, su hermano, soy el que ha de borrarla. Y mientras no lo haga, no recuperaré la honra".
La vida de Juan cambió radicalmente el día de Viernes Santo de 1003, cuando tenía 18 años. Fue su "camino de Damasco". Juan era un joven despreocupado que asistía a la iglesia sólo en las grandes solemnidades. Juan no sabía explicarse las profundas emociones que había experimentado en la iglesia aquel día, en los oficios solemnes que conmemoraban la muerte del Señor. Al adorar la cruz, todos notaron en él una devoción especial.
Terminados los oficios religiosos partió hacia Siena, bien armado en su caballo. La primavera sonreía en los campos, pero no tanto en su corazón. Borrada de repente la imagen de Jesús en la cruz, que tanto le impresionara hace unas horas, sólo veía la de su hermano desangrándose en tierra, mientras se imaginaba encontrarse con el asesino y enrojecer con la sangre del traidor la espada que llevaba, que era la de su hermano.
Todavía se entretenía su mente con estos pensamientos, cuando en una curva del camino se presentó ante sus ojos, a pie y desarmado y llevando de la mano un niño, precisamente el asesino de su hermano.
Juan saltó del caballo como un rayo, espada en mano. El asesino no intentó huir. Era inútil. Se arrodilló con los brazos en cruz, y sólo le dijo una palabra: "Perdón". Juan no le escuchaba, y se disponía a asestarle un golpe mortal a su enemigo. 'Viéndose éste perdido sin remisión, aún musitó, entre la vida y la muerte: "Jesús, Hijo de Dios, perdóname tú al menos".
Fue entonces cuando la gracia divina obró en el corazón de Juan. Ya no veía a su enemigo de rodillas ni al niño llorando. sólo veía a Jesús muerto en la cruz por él, que tanto le había emocionado poco antes en la iglesia. Ya no escuchaba el gemido del que le pedía perdón, sino, las palabras de Jesús: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen".
Arrojó la espada, se tiró a tierra, levantó al asesino, le abrazó y le dijo: "Hermano, te concedo el perdón que me pides, por la sangre que hoy derramó Jesús en la cruz". El asesino le besó la mano y se marchó.
Estaba allí cerca, recostado a las orillas del Arno, el monasterio benedictino de San Miniato. Entró Juan en la iglesia y se postró ante Cristo Crucificado. Así pasó varias horas, como fuera de sí. Al marcharse vio que Cristo se inclinaba hacia él y le miraba con dulzura infinita. Por la noche volvió Juan a casa de sus padres. Pero era ya otro hombre.
Pocos días después volvía Juan a San Miniato. Pero esta vez para quedarse. Con todo, al querer hacerle abad, huyó a la Camáldula. Busca aún mayor soledad, y San Romualdo, al decirle adiós, le predice su futura misión de fundador. Poco después, funda en los bosques de Vallumbrosa, bajo la Regla de San Benito, una nueva Orden, con muchos monasterios en Italia.
Los monjes de Vallumbrosa practicaban una vida llena de rigores: estrecha clausura, silencio perpetuo, pobreza extremada, severas penitencias. Los monjes, y el mismo fundador, lucharon tenazmente contra el mal del siglo, la simonía, y contra toda clase de cismas y herejías. El 12 de julio de 1073, el siervo bueno y fiel, era llamado al paraíso.
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