Para comprender un poco más la grandeza del martirio, es necesario que estudiemos sus principales aspectos a la luz del misterio de Cristo y de la Iglesia.
Cristo es el prototipo de todos los mártires; y la síntesis que nos ofrece San Pablo, nos ayuda a comprender su misterio:
“Tengan ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no se aferró a igualdad con Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo, y llegó a ser semejante a los hombres. Y, estando en la condición de hombre, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte en una cruz” (Flp 2, 6-8).
“Cristo es el siervo sufriente de Yavé, anunciado por Isaías (52, 13-15), que tiene que sufrir y morir para justificar a la muchedumbre (53, 11), y que vino a dar su vida en rescate por muchos (Mt 20, 28)” .
La salvación del mundo tiene que realizarse a través del sufrimiento y de la muerte: “No hay perdón sin derramamiento de sangre” (Hb 9.22)
Y el sacrificio de Cristo fue el acto supremo de su amor, de valor infinito: “Cristo, después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1). Podríamos interpretar este texto así: Jesús los amó hasta el de su vida, hasta agotar las posibilidades de todo amor, por que “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13).
Todo tiene referencia a esa muerte; y esa muerte es fuente de toda bendición y gracia que nos llegan a nosotros, sobre todo a través del Evangelio, de la Iglesia, de los sacramentos; y su meta es la salvación y la vida eterna.
Y como Cristo fue el prototipo de los mártires, también es el animador para que sus discípulos sigan su camino. Así El sigue exhortando a los cristianos: “El que quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y no me sigue, no es digno de mí. El que quiere conservar su vida, la perderá; y el que la pierda por mi causa, la encontrará” (Mt 16, 24; y 10, 38-39).
Por cierto estas palabras tienen amplios significados: exhortan a la conversión y a la penitencia y también reclaman una disponibilidad a morir por Cristo.
Por otra parte, a través del bautismo ya estamos insertados en la muerte de Cristo (Rm 6, 3). Y, como Cristo manifestó su amor ofreciendo su vida en sacrificio por el Padre y por los hermanos, también los cristianos deberíamos tener semejante disponibilidad.
Más aún, sabemos que Cristo es la cabeza de la Iglesia, de la que nosotros somos los miembros, y cuando sufre un miembro, sufre también la cabeza. Pues bien, cuando un miembro sufre el martirio, es el mismo Cristo quien sigue viviendo y sufriendo en ese miembro, en ese cristiano.
El martirio es el medio más eminente para asociarse a la pasión y a la muerte de Cristo, ya que con El formamos un solo cuerpo.
Más aún, el cristiano “completa la pasión de Cristo para el bien de la Iglesia” (Col 1, 24). No sólo se inserta en el misterio personal de Cristo, sino también en su obra. Y como la obra de Cristo es la salvación y la santificación de los hombres, el cristiano a través del sufrimiento coopera en la salvación de las almas. Esta grandiosa finalidad es un aliciente no sólo para los mártires, sino también para todos los misioneros y para todos los cooperadores de los misioneros, tanto desde los claustros como desde el seno de las familias.
En el credo proclamamos la comunión de los santos, una verdad lamentablemente tan descuidada y hasta un tanto ignorada. Como todo ladrillo coopera en la construcción de la casa y como toda gota de savia o de sangre aumenta la vitalidad de la planta y del cuerpo, así toda obra buena del cristiano: la oración, el sacrificio, el sufrimiento… redunda en crecimiento de la santidad personal de la gente y en beneficio de salvación y santificación de todos los cristianos.
¡Qué hermosa posibilidad, la de dar! Pero también, ¡qué hermosa reversibilidad! Lo mío se vuelve nuestro a beneficio de todos; y lo nuestro se vuelve mío en reciprocidad de donación y de beneficio.
He aquí cómo se expresa el Papa Pío XII: “Aunque nuestro Salvador, por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció un tesoro infinito de gracias, sin embargo, estas gracias no se nos conceden de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas dependen también no poco de nuestras buenas obras, con las que se atraen sobre las almas los dones celestiales, gratuitamente dados por Dios.
El martirio de San Pantaleón lo colmó de méritos a él, lo asoció al martirio de Cristo, lo hizo amigo de Dios y lo hizo bienhechor e intercesor por todos nosotros. P sea, los méritos del martirio de San Pantaleón se vuelven para nosotros un poder de intersección y una lluvia de gracias.
Fray Contardo Miglioranza, “San Pantaleón Médico y Mártir”, Misiones Franciscanas Conventuales, 1997.
Cristo es el prototipo de todos los mártires; y la síntesis que nos ofrece San Pablo, nos ayuda a comprender su misterio:
“Tengan ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no se aferró a igualdad con Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo, y llegó a ser semejante a los hombres. Y, estando en la condición de hombre, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte en una cruz” (Flp 2, 6-8).
“Cristo es el siervo sufriente de Yavé, anunciado por Isaías (52, 13-15), que tiene que sufrir y morir para justificar a la muchedumbre (53, 11), y que vino a dar su vida en rescate por muchos (Mt 20, 28)” .
La salvación del mundo tiene que realizarse a través del sufrimiento y de la muerte: “No hay perdón sin derramamiento de sangre” (Hb 9.22)
Y el sacrificio de Cristo fue el acto supremo de su amor, de valor infinito: “Cristo, después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1). Podríamos interpretar este texto así: Jesús los amó hasta el de su vida, hasta agotar las posibilidades de todo amor, por que “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13).
Todo tiene referencia a esa muerte; y esa muerte es fuente de toda bendición y gracia que nos llegan a nosotros, sobre todo a través del Evangelio, de la Iglesia, de los sacramentos; y su meta es la salvación y la vida eterna.
Y como Cristo fue el prototipo de los mártires, también es el animador para que sus discípulos sigan su camino. Así El sigue exhortando a los cristianos: “El que quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y no me sigue, no es digno de mí. El que quiere conservar su vida, la perderá; y el que la pierda por mi causa, la encontrará” (Mt 16, 24; y 10, 38-39).
Por cierto estas palabras tienen amplios significados: exhortan a la conversión y a la penitencia y también reclaman una disponibilidad a morir por Cristo.
Por otra parte, a través del bautismo ya estamos insertados en la muerte de Cristo (Rm 6, 3). Y, como Cristo manifestó su amor ofreciendo su vida en sacrificio por el Padre y por los hermanos, también los cristianos deberíamos tener semejante disponibilidad.
Más aún, sabemos que Cristo es la cabeza de la Iglesia, de la que nosotros somos los miembros, y cuando sufre un miembro, sufre también la cabeza. Pues bien, cuando un miembro sufre el martirio, es el mismo Cristo quien sigue viviendo y sufriendo en ese miembro, en ese cristiano.
El martirio es el medio más eminente para asociarse a la pasión y a la muerte de Cristo, ya que con El formamos un solo cuerpo.
Más aún, el cristiano “completa la pasión de Cristo para el bien de la Iglesia” (Col 1, 24). No sólo se inserta en el misterio personal de Cristo, sino también en su obra. Y como la obra de Cristo es la salvación y la santificación de los hombres, el cristiano a través del sufrimiento coopera en la salvación de las almas. Esta grandiosa finalidad es un aliciente no sólo para los mártires, sino también para todos los misioneros y para todos los cooperadores de los misioneros, tanto desde los claustros como desde el seno de las familias.
En el credo proclamamos la comunión de los santos, una verdad lamentablemente tan descuidada y hasta un tanto ignorada. Como todo ladrillo coopera en la construcción de la casa y como toda gota de savia o de sangre aumenta la vitalidad de la planta y del cuerpo, así toda obra buena del cristiano: la oración, el sacrificio, el sufrimiento… redunda en crecimiento de la santidad personal de la gente y en beneficio de salvación y santificación de todos los cristianos.
¡Qué hermosa posibilidad, la de dar! Pero también, ¡qué hermosa reversibilidad! Lo mío se vuelve nuestro a beneficio de todos; y lo nuestro se vuelve mío en reciprocidad de donación y de beneficio.
He aquí cómo se expresa el Papa Pío XII: “Aunque nuestro Salvador, por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció un tesoro infinito de gracias, sin embargo, estas gracias no se nos conceden de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas dependen también no poco de nuestras buenas obras, con las que se atraen sobre las almas los dones celestiales, gratuitamente dados por Dios.
El martirio de San Pantaleón lo colmó de méritos a él, lo asoció al martirio de Cristo, lo hizo amigo de Dios y lo hizo bienhechor e intercesor por todos nosotros. P sea, los méritos del martirio de San Pantaleón se vuelven para nosotros un poder de intersección y una lluvia de gracias.
Fray Contardo Miglioranza, “San Pantaleón Médico y Mártir”, Misiones Franciscanas Conventuales, 1997.
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