En la historia de los mártires, San Pantaleón tiene una distinción peculiar por su cultura clásica y por su profesión médica.
Por esto, su ejemplo y su testimonio tienen un excepcional valor y significado para todos nosotros.
Sin duda, el mártir es un héroe; pero el mártir no es héroe por alguna hazaña deportiva, alguna conquista militar, algún extraordinario servicio a la patria, la asunción de un desafío exigente, la aceptación de una tarea riesgosa…
El mártir es un héroe de la fe, creyó con todo su ser en Dios y quiso servirle con toda fidelidad hasta las últimas consecuencias y hasta la renuncia a la propia vida.
La historia del mártir no es una hazaña de grandeza humana, sino una hazaña de Cristo en su seguidor.
En el mártir no brilla la fortaleza del hombre, sino la gracia de Cristo que da fuerza y resistencia al hombre, para que, por encima de todo y de la vida misma, defienda los derechos de la conciencia y los derechos de Dios, la fidelidad al Evangelio y al seguimiento de Cristo.
Esta fortaleza cabe en los niños, como en Santa María Goretti, capaz de recibir catorce puñaladas en su frágil cuerpo de niña de poco más de once años, con tal de defender su pureza; cabe en los jóvenes, como en San Pantaleón y en San Pancracio, en las Santas Perpetua y Felicidad; cabe en los adultos, como en San Cipriano y San Ignacio de Antioquia; cabe en los ancianos, como en San Policarpo: cabe en miles de muchos otros mártires antiguos y modernos…
A todos ellos Cristo les dice: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20); “A ti te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en tu debilidad” (2 Co 12, 9); “No tengan miedo de los que matan el cuerpo” (Mt 10, 28).
La fortaleza de los mártires no es tanto una resistencia humana, sino una vivencia mística, una entrega a los ideales más altos y más nobles, una generosidad ilimitada a su anhelo de seguir al Señor hasta el Calvario, hasta la cruz, hasta la resurrección.
El mártir se siente en íntima comunión con Alguien que lo llama y lo atrae, lo defiende y lo eleva, lo vivifica y lo conquista; o sea, que lo seduce en alma y cuerpo, por el tiempo y por la eternidad. Ya lo sentía y expresaba con palabras de fuego el profeta Jeremías: “Me has seducido, Señor, y me dejé seducir… Había en mi corazón un fuego ardiente metido en mis huesos… Dios está conmigo como poderoso gigante” (20, 7-11).
La fuerza, el motivo, la exaltación al mártir lo da el amor. El mártir vivía de amor, se exalta en el amor, se siente impulsado a todo sacrificio y hasta a la muerte por el amor.
De la fuerza y del fuego de ese amor así se expresa el Cantar de los Cantares: El amor es fuerte como la muerte (o sea, el amor es eterno), sus flechas son dardos de fuego como llama divina, ni los océanos ni los ríos podrán pagarlo” (8, 6-7).
Por esto, su ejemplo y su testimonio tienen un excepcional valor y significado para todos nosotros.
Sin duda, el mártir es un héroe; pero el mártir no es héroe por alguna hazaña deportiva, alguna conquista militar, algún extraordinario servicio a la patria, la asunción de un desafío exigente, la aceptación de una tarea riesgosa…
El mártir es un héroe de la fe, creyó con todo su ser en Dios y quiso servirle con toda fidelidad hasta las últimas consecuencias y hasta la renuncia a la propia vida.
La historia del mártir no es una hazaña de grandeza humana, sino una hazaña de Cristo en su seguidor.
En el mártir no brilla la fortaleza del hombre, sino la gracia de Cristo que da fuerza y resistencia al hombre, para que, por encima de todo y de la vida misma, defienda los derechos de la conciencia y los derechos de Dios, la fidelidad al Evangelio y al seguimiento de Cristo.
Esta fortaleza cabe en los niños, como en Santa María Goretti, capaz de recibir catorce puñaladas en su frágil cuerpo de niña de poco más de once años, con tal de defender su pureza; cabe en los jóvenes, como en San Pantaleón y en San Pancracio, en las Santas Perpetua y Felicidad; cabe en los adultos, como en San Cipriano y San Ignacio de Antioquia; cabe en los ancianos, como en San Policarpo: cabe en miles de muchos otros mártires antiguos y modernos…
A todos ellos Cristo les dice: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20); “A ti te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en tu debilidad” (2 Co 12, 9); “No tengan miedo de los que matan el cuerpo” (Mt 10, 28).
La fortaleza de los mártires no es tanto una resistencia humana, sino una vivencia mística, una entrega a los ideales más altos y más nobles, una generosidad ilimitada a su anhelo de seguir al Señor hasta el Calvario, hasta la cruz, hasta la resurrección.
El mártir se siente en íntima comunión con Alguien que lo llama y lo atrae, lo defiende y lo eleva, lo vivifica y lo conquista; o sea, que lo seduce en alma y cuerpo, por el tiempo y por la eternidad. Ya lo sentía y expresaba con palabras de fuego el profeta Jeremías: “Me has seducido, Señor, y me dejé seducir… Había en mi corazón un fuego ardiente metido en mis huesos… Dios está conmigo como poderoso gigante” (20, 7-11).
La fuerza, el motivo, la exaltación al mártir lo da el amor. El mártir vivía de amor, se exalta en el amor, se siente impulsado a todo sacrificio y hasta a la muerte por el amor.
De la fuerza y del fuego de ese amor así se expresa el Cantar de los Cantares: El amor es fuerte como la muerte (o sea, el amor es eterno), sus flechas son dardos de fuego como llama divina, ni los océanos ni los ríos podrán pagarlo” (8, 6-7).
Fray Contardo Miglioranza, “San Pantaleón Médico y Mártir”, Misiones Franciscanas Conventuales, 1997.
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