Para no salir perdiendo con relación a las bendiciones que Dios Nuestro Señor tiene para nosotros, debemos querer progresar en el vivir y la actividad cristianos (2 Pedro 3, 18) El que hagamos esto armoniza con este estímulo que da el apóstol Pedro:
“Por esta misma razón, pongan todo el empeño posible en unir a la fe, la virtud, el conocimiento; al conocimiento la templanza; a la templanza, la perseverancia; a la perseverancia, la piedad; a la piedad, el espíritu fraternal; y al espíritu fraternal, el amor.” (2 Pedro 1. 5-7).
Por medio de su Hijo, Dios nos ha capacitado para ejercer fe. Por eso, en respuesta a lo que se ha hecho a favor de nosotros, o como consecuencia de ello, nuestro deseo debería ser el de desarrollar otras excelentes cualidades que den prueba de que tenemos fe genuina. Hacemos esto por medio de dejar que la Palabra y el Espíritu de Dios ejerzan su plena potencia en nuestra vida. (2 Pedro 1, 1-4) El apóstol Pedro nos dio la amonestación de “contribuir todo esfuerzo lícito”, esforzarnos diligentemente con toda la fuerza que tenemos, al cooperar con la obra que nuestro Padre Celestial está haciendo con relación a plasmarnos en católicos completos (Compare con 1 Corintios 3, 6-7. Santiago 1, 2-4).
El que añadamos virtud a la fe significa esforzarnos por ser personas de excelencia moral en imitación de nuestro Dechado, Cristo. Tal virtud o excelencia moral es una cualidad positiva. El que la posee no solo se abstiene de hacer el mal o causar perjuicio a su semejante, sino que también se esfuerza por hacer el bien, y responde positivamente a las necesidades espirituales, físicas y emocionales de otras personas.
La excelencia moral no puede existir sin que haya conocimiento. Necesitamos conocimiento para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto. (Hebreos 5, 14) También es esencial evaluar precisamente cómo se ha de expresar el bien positivo en una situación dada. (Filipenses 1, 9-10) A diferencia de la credulidad, que toma como cosa liviana el conocimiento, o hasta le presenta resistencia, la fe que tiene base sólida está fundada sobre el conocimiento y siempre se beneficia de él. Por lo tanto, el que seamos diligentes en la aplicación de las Santas Escrituras fortalecerá nuestra fe mientras continuamos adquiriendo conocimiento de Dios Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Este conocimiento nos sirve de restricción que evita que cedamos a las pasiones pecaminosas, que nos hagamos inmoderados y desenfrenados en la conducta, y que lleguemos a ser culpables, de otras maneras, de un serio fracaso en cuanto a reflejar la imagen divina en actitud, palabra y acción. El conocimiento contribuye a que tengamos gobierno de nosotros mismos, la capacidad de refrenar uno su persona, sus acciones y habla. Al continuar ejerciendo gobierno de nosotros mismos, tendremos la cualidad esencial de perseverancia. La fortaleza interna que produce la perseverancia también puede suministrarnos mayor resistencia a la tendencia a ceder a las pasiones pecaminosas, a transigir al sufrir persecuciones o a llegar a estar preocupados con los afanes diarios, los placeres o las posesiones materiales. Esta perseverancia o aguante nos viene porque ponemos nuestra confianza en el Altísimo para obtener fortaleza y guía. (Comparece con Filipenses 4, 12-13. santiago 1, 5).
La misericordia, o el comportarse con reverencia, debe añadirse a la perseverancia. Esta actitud distingue el entero derrotero de vida del católico genuino. Se manifiesta en saludable estima y honra al Creador y un profundo respeto e interés con relación a los padres u otras personas a quienes se debe devoción. (1 Timoteo 5, 4) Sin embargo, cuando no hay cariño fraternal la piedad no puede existir. El apóstol Juan declaró:
“El que dice: “Amo a Dios”, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? Este es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano”. (1 Juan 2, 20-21).
Decía San Pío de Pietrelcina: “No puedo negarme a nadie. ¿Y cómo podría hacerlo si lo quiere el Señor, que no me niega nada de cuanto le pido?”.
“Por esta misma razón, pongan todo el empeño posible en unir a la fe, la virtud, el conocimiento; al conocimiento la templanza; a la templanza, la perseverancia; a la perseverancia, la piedad; a la piedad, el espíritu fraternal; y al espíritu fraternal, el amor.” (2 Pedro 1. 5-7).
Por medio de su Hijo, Dios nos ha capacitado para ejercer fe. Por eso, en respuesta a lo que se ha hecho a favor de nosotros, o como consecuencia de ello, nuestro deseo debería ser el de desarrollar otras excelentes cualidades que den prueba de que tenemos fe genuina. Hacemos esto por medio de dejar que la Palabra y el Espíritu de Dios ejerzan su plena potencia en nuestra vida. (2 Pedro 1, 1-4) El apóstol Pedro nos dio la amonestación de “contribuir todo esfuerzo lícito”, esforzarnos diligentemente con toda la fuerza que tenemos, al cooperar con la obra que nuestro Padre Celestial está haciendo con relación a plasmarnos en católicos completos (Compare con 1 Corintios 3, 6-7. Santiago 1, 2-4).
El que añadamos virtud a la fe significa esforzarnos por ser personas de excelencia moral en imitación de nuestro Dechado, Cristo. Tal virtud o excelencia moral es una cualidad positiva. El que la posee no solo se abstiene de hacer el mal o causar perjuicio a su semejante, sino que también se esfuerza por hacer el bien, y responde positivamente a las necesidades espirituales, físicas y emocionales de otras personas.
La excelencia moral no puede existir sin que haya conocimiento. Necesitamos conocimiento para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto. (Hebreos 5, 14) También es esencial evaluar precisamente cómo se ha de expresar el bien positivo en una situación dada. (Filipenses 1, 9-10) A diferencia de la credulidad, que toma como cosa liviana el conocimiento, o hasta le presenta resistencia, la fe que tiene base sólida está fundada sobre el conocimiento y siempre se beneficia de él. Por lo tanto, el que seamos diligentes en la aplicación de las Santas Escrituras fortalecerá nuestra fe mientras continuamos adquiriendo conocimiento de Dios Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Este conocimiento nos sirve de restricción que evita que cedamos a las pasiones pecaminosas, que nos hagamos inmoderados y desenfrenados en la conducta, y que lleguemos a ser culpables, de otras maneras, de un serio fracaso en cuanto a reflejar la imagen divina en actitud, palabra y acción. El conocimiento contribuye a que tengamos gobierno de nosotros mismos, la capacidad de refrenar uno su persona, sus acciones y habla. Al continuar ejerciendo gobierno de nosotros mismos, tendremos la cualidad esencial de perseverancia. La fortaleza interna que produce la perseverancia también puede suministrarnos mayor resistencia a la tendencia a ceder a las pasiones pecaminosas, a transigir al sufrir persecuciones o a llegar a estar preocupados con los afanes diarios, los placeres o las posesiones materiales. Esta perseverancia o aguante nos viene porque ponemos nuestra confianza en el Altísimo para obtener fortaleza y guía. (Comparece con Filipenses 4, 12-13. santiago 1, 5).
La misericordia, o el comportarse con reverencia, debe añadirse a la perseverancia. Esta actitud distingue el entero derrotero de vida del católico genuino. Se manifiesta en saludable estima y honra al Creador y un profundo respeto e interés con relación a los padres u otras personas a quienes se debe devoción. (1 Timoteo 5, 4) Sin embargo, cuando no hay cariño fraternal la piedad no puede existir. El apóstol Juan declaró:
“El que dice: “Amo a Dios”, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? Este es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano”. (1 Juan 2, 20-21).
Decía San Pío de Pietrelcina: “No puedo negarme a nadie. ¿Y cómo podría hacerlo si lo quiere el Señor, que no me niega nada de cuanto le pido?”.
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