Santa Teresita de Jesús cultivó una especial devoción a los santos Ángeles. Qué bien armoniza esto con su pequeño camino, teniendo en cuenta que el Señor asoció la pequeñez con la presencia y el cuidado de los santos Ángeles: “Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus Ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18, 10). Cuando miramos lo que la florecilla dice acerca de los santos Ángeles, no nos encontramos con un tratado erudito, sino más bien con una melodía que proviene de su corazón. Desde su más tierna edad, los Ángeles hicieron parte de su experiencia y de su ambiente espiritual.
Siendo una niña de nueve años, y antes de su Primera Comunión, Santa Teresita se consagró a los santos Ángeles, como miembro de la “Congregación de los santos Ángeles”, con las siguientes palabras: “Yo me consagro solemnemente a vuestro servicio. Yo prometo, en presencia de Dios, de la Santísima Virgen y de mis compañeras, ser fiel a vosotros y esforzarme por imitar vuestras virtudes, principalmente vuestro fervor, vuestra humildad, vuestra obediencia y vuestra pureza.” Más tarde, siendo ya una postulante prometió: “honrar con una particular veneración a los santos Ángeles y a María, su augusta Reina. […] Trabajaré con todas mis fuerzas para corregir mis faltas, para alcanzar las virtudes y para cumplir todas mis obligaciones de alumna y cristiana.”
Los miembros de dicha congregación cultivaban también una particular devoción al Ángel de la guarda, a quien dirigían la siguiente oración: “Ángel de Dios, príncipe del cielo, guardián vigilante, guía fiel, pastor amoroso, yo me regocijo de que Dios te haya creado con tanta perfección, de que Él te haya santificado por Su gracia y, finalmente, de que te haya coronado de gloria por haber perseverado en Su servicio. ¡Qué Dios sea siempre alabado por los muchos bienes que te concedió! ¡Bendito seas por todo el bien que nos haces, a mí y a mis compañeros! Yo te entrego mi cuerpo, mi alma, mi memoria, mi inteligencia, mi imaginación y mi voluntad. Gobiérname, ilumíname, purifícame; dispón de mí como quieras” (Manual de la Congregación de los Santos Ángeles, Tournai).
El simple hecho de que la futura Doctora de la Iglesia hiciera esta consagración y pronunciase estas oraciones siendo aún una niña, no significa que ello haga parte de su posterior y madura doctrina espiritual. Sin embargo, siendo ya adulta no sólo evocaba con alegría y aprobación estas consagraciones, sino que también se encomendaba ella misma, y de diferentes maneras, a los Ángeles, tal como se verá más adelante. Esto constituye un testimonio de la importancia que ella le daba a su vínculo con los santos Ángeles. En Historia de un alma ella escribe: “Casi inmediatamente después de mi entrada en la Abadía, ingresé en la Congregación de los Santos Ángeles. Me gustaban mucho los ejercicios de devoción que en ella se prescribían, pues sentía una especial inclinación a invocar a los bienaventurados espíritus celestiales, y en particular al que Dios me dio para que fuera el compañero de mi destierro” (Historia de un alma, IV, 40 vº).
El Ángel de la Guarda
Teresa creció en una familia familiarizada, por así decirlo, con los Ángeles. Sus padres hablaban sobre ellos de manera espontánea y en diversas circunstancias (Historia de un alma V, 5 rº; Carta 120). Paulina, su hermana mayor, le aseguraba diariamente que los Ángeles estaban ahí para vigilar sobre ella y protegerla (Historia de un alma, II, 18 vº). En su poesía La huida a Egipto, describe aspectos importantes de la misión confiada al Ángel de la Guarda. Allí, la Virgen María le cuenta a Susana, la mujer de un salteador de caminos y madre del pequeño Dimas, enfermo de lepra: “Desde su nacimiento, a Dimas lo acompaña siempre un mensajero celestial, que jamás lo abandonará. Como él, tú también tienes un Ángel encargado de protegerte noche y día y de inspirarte los buenos pensamientos y las acciones virtuosas que haces.”
Susana le responde: “Nadie más que tú me ha inspirado alguna vez buenos pensamientos, y el mensajero del cual me hablas, jamás lo he visto.” María le asegura: “Bien sé que nunca lo has visto, pues el Ángel que está a tu lado es invisible, aunque es real como tú y yo. Gracias a sus celestiales inspiraciones sentiste el deseo de conocer a Dios y de saberlo cercano a ti. Todo el tiempo de tu destierro sobre la tierra estas cosas seguirán siendo un misterio para ti, pero cuando llegue el fin del mundo, verás venir al Hijo de Dios en Su gloria y en compañía de todos los ejércitos celestiales sobre las nubes del cielo” (Primer acto, escena quinta). De esta manera Teresa nos da a entender que el Ángel de Dimas le acompaña a través de todas las circunstancias de su vida criminal y finalmente lo ayuda a reconocer la divinidad de Cristo en la Cruz y a despertar su deseo de Dios, contribuyendo así a que se robe el cielo y se convierta en el Buen Ladrón.
En la vida real, Teresa animó a su hermana Celina a vivir el santo abandono invocando la presencia de su Ángel de la guarda. “Jesús ha puesto ahí a tu lado a un Ángel del cielo que te guarda siempre y que te lleva de la mano para que tu pie no tropiece en ninguna piedra. Tú no lo ves y, sin embargo, es él quien desde hace veinticinco años ha preservado tu alma y quien le ha conservado su blancura virginal, es él quien aleja de ti las ocasiones de pecado... Fue él quien se te mostró en aquel sueño maravilloso que te envió cuando eras niña: veías a un Ángel que llevaba una antorcha y que caminaba delante de nuestro padre querido. Sin duda, quería darte a conocer la misión que más tarde ibas a cumplir... Tu Ángel de la guarda te cubre con sus alas, y en tu corazón reposa Jesús, pureza de las vírgenes. Tú no ves tus tesoros. Jesús duerme y el Ángel permanece en su misterioso silencio. Sin embargo, están ahí, con María, que te esconde, también ella, bajo su manto... (Carta 161, abril 26 de 1894).
En un plano personal, Teresa buscó la guía de su Ángel de la guarda y su protección para no caer en pecado: ”!Santo Ángel de la guarda, cúbreme con tus alas, / que iluminen tus fuegos mi peregrinación! / Ven y guía mis pasos..., te suplico me ayudes (Poema 5, v. 12), “Santo Ángel de mi guarda, cúbreme siempre con tus alas, para que nunca tenga la desgracia de ofender a Jesús” (Oración 5,7 vº). Confiada en su íntima amistad con su Ángel, Teresa no dudó en solicitarle favores particulares. Así, por ejemplo, en una carta a su tío, entristecido por la muerte de un amigo, escribe: “Lo pongo en manos de mi Ángel de la Guarda, creo que un mensajero celestial cumplirá bien mi encargo; le envío al lado de mi tío querido, para que vierta en su corazón tanto consuelo cuanto nuestra alma puede contener en este valle de lágrimas... (Carta 59, agosto 22 de 1888). De igual manera podía enviar a su Ángel a participar en la Misa que su hermano espiritual, el padre Roulland, misionero en China, ofrecería por ella: “El 25 de diciembre no dejaré de enviarle a mi Ángel de la Guarda para que deposite mis intenciones junto a la hostia que usted consagrará” (Carta 201, noviembre 1 de 1896).
Esta consideración está expresada de manera más formal en su poema, La misión de Juana de Arco. Las santas Catalina y Margarita le aseguran a Juana: “Tú, buena niña, nuestra amada compañera, tu voz tan pura ha penetrado hasta el cielo. El Ángel de la guarda, que te acompaña siempre, ha llevado tus deseos ante el Dios eterno” (escena quinta). ¿No le aseguró San Rafael a Tobías que “cuando clamabas a Dios... llevaba yo tus oraciones ante el Dios Santo”? (Tob 12,12).
El Ángel trae, de parte de Dios, luz y gracia; en una palabra: bendiciones. Santa Margarita promete a Juana: “Con Miguel, el gran Arcángel, volveremos para bendecirte” (La misión de Juana de Arco, escena octava). Esta bendición será una fuente de fuerza y perseverancia. San Miguel le explica a Juana: “Hay que luchar, antes de vencer” (escena décima). ¡Y cómo luchó Juana! Ella sacó ánimos con toda humildad de su fe en Dios.
Sin embargo, cuando llegó la hora de su muerte, inicialmente se resistió a caer víctima de una traición. Llega, entonces, San Gabriel, y le explica que se asemejará a Cristo, si ha de padecer la muerte a causa de una traición, pues Cristo también había sido traicionado. Juana responde: “¡Oh, bello Ángel! ¡Cuán hermosa es tu voz!” Siento renacer en mi corazón la esperanza, cuando me hablas de la Pasión del Señor...” (La misión de Juana de Arco, escena 5). Pensamientos semejantes hubo de tener Teresa durante sus amargas pruebas al final de su vida.
Unida a los Ángeles
Teresa no buscó visiones ni consolaciones: “Acordaos de que en mi ‘caminito' no hay que desear ver nada. Sabéis bien lo que tantas veces he dicho a Dios, a los Ángeles y a los santos: que no es mi deseo / aquí en la tierra verte...” (Del “Cuaderno amarillo” de la madre Inés, junio 4 de 1897). “...nunca he deseado tener visiones. En la tierra no se puede ver el cielo ni a los Ángeles tal como son. Yo prefiero esperar a después de la muerte” (ibíd. 5 de agosto de 1897)(. Más bien ella buscaba la ayuda efectiva en su deseo de santidad. En su Parábola del pajarillo clama a Cristo: “¡Qué feliz, Jesús, es tu pajarito de ser débil y pequeño! ...No se desconsuela, su corazoncito sigue en paz. Y vuelve a comenzar su oficio de amor. Invoca a los Ángeles y a los santos, que se elevan como águilas hacia el foco devorador, objeto de sus anhelos, y las águilas, compadeciéndose de su hermanito, le protegen y defienden y ponen en fuga a los buitres que quisieran devorarlo” (Historia de un alma, IX, 4rº-5vº).
Respecto a la Sagrada Comunión le parecía común no sentir con frecuencia consolación alguna. “No puedo decir que haya recibido frecuentes consuelos durante las acciones de gracias; tal vez sean los momentos en que menos los he tenido... Y me parece muy natural, pues me he ofrecido a Jesús, no como quien desea recibir su visita para propio consuelo, sino, al contrario, para complacer al que se entrega a mí”.
¿Cómo se preparaba para recibir al Señor? Continúa diciendo: “Me imagino a mi alma como un terreno libre, y pido a la Santísima Virgen que quite los escombros que pudieran impedirle esa libertad. Luego le suplico que monte ella una gran tienda digna del cielo y que la adorne con sus propias galas. Después invito a todos los Ángeles y santos a que vengan a dar un magnífico concierto. Y cuando Jesús baja a mi corazón, me parece que está contento de verse tan bien recibido, y yo estoy contenta también” (Historia de un alma, VIII, 79 vº-80rº).
También los Ángeles se alegran por esta Cena, que nos convierte en “sus hermanos”. Santa Teresita, en uno de sus poemas, hace que Santa Cecilia diga a Valeriano, su esposo, quien se ha convertido: “Debes ir y sentarte al Festín de la vida,/ a fin de recibir a Jesús, el Pan del Cielo./ El Serafín, entonces, te llamará su hermano,/ viendo en tu corazón de su Dios el altar; hará que tú abandones las playas de la tierra/ y veas la morada del fuego espiritual” (Poesía 3, Santa Cecilia, v. 67-72). En su Ofrenda de mí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios, ora así: “Te ofrezco también todos los méritos de los santos (de los que están en el cielo y de los que están en la tierra), sus actos de amor y los de los santos Ángeles. Y por último, te ofrezco, ¡oh santa Trinidad!, el amor y los méritos de la Santísima Virgen, mi Madre querida; a ella le confío mi ofrenda, pidiéndole que te la presente”. También clamaba a su Ángel de la Guarda: “Ángel bello, / dame tus santos ardores. / Fuera de mis sacrificios/ y de mi austera pobreza, / nada tengo; ofrécelos / a la Trinidad excelsa” (Poesía 46, A mi Ángel de la guarda, v. 4).
Al efectuar la profesión religiosa, Santa Teresita se sentía unida profundamente a los santos Ángeles. “La Castidad me hermana con los Ángeles, los espíritus puros y victoriosos” (Poesía 48, Mis armas, v. 3). Ella daba ánimos a su novicia, la hermana María de la Santísima Trinidad, con los versos: “Señor, si tanto aprecias la pureza del Ángel,/ espíritu brillante que en el azul se cierne, / ¿no estimarás también la blancura del lirio, / que, salvado del fango, tu amor puro mantiene? Si es dichoso, mi Dios, el Ángel de alas ígneas / que, radiante pureza, frente a ti comparece..., / ¡mi alegría! Aquí abajo pareja es a la suya, / pues mi virginidad sobre tu altar la tienes...!” (Poesía 53, A sor María de la Trinidad, v. 4).
La valoración de los Ángeles para los consagrados a Dios se concentra más en la relación esponsal que tienen con Cristo (y en la que puede participar cualquier alma). Con motivo de la profesión religiosa de la hermana Marie-Madeleine del Santísimo Sacramento le escribe: “Ahora hasta los Ángeles te envidian / y quisieran gustar la bienandanza/ que, al estar desposada con Jesús,/ tú disfrutas, María afortunada” (Poesía 10, Historia de una pastora convertida en reina, v. 9).
El sufrimiento y los Ángeles
Teresa era muy consciente de la enorme diferencia que había entre los Ángeles y los hombres. Podría pensarse que envidiaba a los Ángeles, pero ocurría al contrario, pues comprendía muy bien la grandeza de la Encarnación: “Cuando veo al Eterno envuelto entre pañales, / y de la Palabra eterna entre pajas escucho el tierno grito, / oh, mi Madre querida, ya no envidio a los Ángeles, / ¡es su Dios poderoso el hermano de mi alma...!” (Poesía 54, Por qué te amo, María, v. 10). También los Ángeles entienden en profundidad la Encarnación y por ello, si fuera posible, nos envidiarían a nosotros, creaturas de carne y sangre. En un poema navideño, en el que nombra a los Ángeles por sus tareas en relación con Cristo (p. ej. el Ángel del Niño Jesús, el Ángel de la Santa Faz, el Ángel de la Eucaristía), hace cantar a los Ángeles del Juicio final: ”Delante de Ti, dulce Niño, se inclina el Querubín./ Él admira, embelesado, tu inefable amor. / ¡Él quisiera, como Tú en una oscura colina,/ poder morir un día!” Y los Ángeles cantan entonces el estribillo: “¡Qué dicha la de los hombres! / ¡Qué dicha la de ellos solos! / ¡Hoy quisiéramos ser niños, / hoy quisiéramos nosotros!” (Poesía Los Ángeles junto a la cuna, estribillo final).
Nos encontramos aquí con el tema preferido de Teresa en relación con los Ángeles, a saber: la “santa envidia” de ellos para con los hombres, por quienes el Hijo de Dios se hizo hombre y murió. En parte, ella agradecía este pensamiento a su querido y sufriente padre, a quien dedicó las palabras que el Arcángel Rafael dirigió a Tobías: “Puesto que agradabas al Señor, tuviste que ser probado con el sufrimiento” (Tob 12,13). Respecto a este tema cita ella una de sus cartas: “Mi aleluya está impregnado de lágrimas... ¿Habrá que compadecerte aquí abajo, cuando allá arriba los Ángeles te feliciten y los santos te envidian? Tu corona de espinas los vuelve celosos. Ama, pues, esos pinchazos como prendas de amor de tu divino esposo” (Carta 120, septiembre 23 de 1890).
En el poema a Santa Cecilia un serafín explica este misterio a Valeriano: “Yo me abismo en mi Dios, contemplo Sus encantos, / mas no puedo por Él ni sufrir ni inmolarme; / pese a mi gran amor, por Él morir no puedo, ni siquiera llorar o dar por Él mi sangre…/ La pureza es del Ángel brillante patrimonio,/ jamás sufrirá eclipse su gloria inabarcable. / Sobre los serafines tenéis la gran ventaja / de sufrir y ser puros, vosotros, los mortales” (Poema 3). Otro serafín, que contempla al Niño Jesús en el pesebre y Su amor en la Cruz, clama al Emanuel: “¡Ay, por qué soy un Ángel,/ incapaz de sufrir?…/ Jesús, por un intercambio santo quiero morir por Ti!” (Los Ángeles en la cuna, escena segunda).
Más tarde, Jesús le dice al Ángel de la divina Faz, que su oración pidiendo misericordia fue escuchada: por una parte, su oración por los consagrados a Dios, para que no se volvieran tibios: “Pero estos Ángeles de la tierra morarán en un cuerpo mortal y algunas veces su elevada aspiración por Ti se paralizará” (ibíd., escena 5), y por otra, su oración por los pecadores, para que se santifiquen: “En Tu bondad, oh Jesús, ¡haz, que con una sola de Tus miradas se vuelvan más radiantes que las estrellas del cielo!” Jesús responde: “Yo escucharé tu oración. / Toda alma alcanzará el perdón. / Las llenaré de luz, / tan pronto invoquen Mi nombre!…” (ibíd., escena 5,9). Y luego Jesús añade estas palabras consoladoras y luminosas: “Oh, tú, que en la tierra/ querías compartir mi pena y mi Cruz,/ Ángel bello, escucha este misterio: / es tu hermana cada alma que sufre./ En el cielo, el brillo de su sufrimiento/ sobre tu frente brillará. / Y el brillo de tu ser puro/ iluminará a los mártires!…” (ibíd., escena 5,9-10). Así pues, en el cielo los Ángeles y los hombres, en la comunión de la gloria, habrán de compartir y alegrarse por la gloria de cada uno. De esta manera, hay una hermosa simbiosis entre los Ángeles y los santos en la economía de la salvación.
Teresa comparte este pensamiento con su hermana Celina y le explica por qué Dios no la creó Ángel: “Si Jesús no te ha creado Ángel del cielo, es que quiere que seas un Ángel en la tierra. ¡Sí, Jesús quiere tener su corte celestial aquí en la tierra, como la tiene allá en el cielo!
Quiere tener Ángeles-mártires, quiere tener Ángeles-apóstoles, y con esa misma intención ha creado también una florecita que se llama Celina. Quiere que su florecita le salve almas, y para eso no quiere más que una cosa: que su flor le mire mientras sufre su martirio… Y ese misterioso intercambio de miradas entre Jesús y su florecita hará maravillas y dará a Jesús una multitud de otras flores…” (Carta 127, abril 26 de 1891). Más tarde, le asegura que los Ángeles “cual abejas vigilantes, saben recoger la miel contenida en los misteriosos y múltiples cálices que simbolizan a las almas, o, mejor, a los hijos de la florecilla virginal…” (Carta 132, octubre 20 de 1891).
Su misión en el cielo y en la tierra
Cuando Teresa se acercaba a su muerte, confesaba: “Presiento que voy a entrar en el descanso… Pero presiento, sobre todo, que mi misión va a comenzar: mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo y de dar mi caminito a las almas. Si Dios escucha mis deseos, pasaré mi cielo en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, yo quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra. Y eso no es algo imposible, pues, desde el mismo seno de la visión beatífica, los Ángeles velan por nosotros” (del “Cuaderno amarillo”, julio 17 de 1897). Vemos, así, como comprendía ella su misión celestial a la luz de los ministros angélicos.
Al padre Roulland le escribe: “Lo sé hermano mío: le voy a ser mucho más útil en el cielo que en la tierra; por eso vengo, feliz, a anunciarle mi ya próxima entrada en esa bienaventurada ciudad, segura de que usted compartirá mi alegría y dará gracias al Señor por darme los medios de ayudarlo a usted más eficazmente en sus tareas apostólicas. Tengo la confianza de que no voy a estar inactiva en el cielo. Mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y por las almas. Así se lo pido a Dios, y estoy segura de que me va a escuchar. ¿No están los Ángeles continuamente ocupados de nosotros, sin dejar nunca de contemplar el rostro de Dios y de abismarse en el océano sin orillas del amor? ¿Por qué no me va a permitir Jesús a mí imitarlos?” (Carta 254, julio 14 de 1897).
Al padre Belliére, su primer ‘hermano' espiritual, le escribe: “le prometo hacerle saborear, después de mi partida para la vida eterna, la dicha que puede experimentarse al sentir cerca de sí a un alma amiga. Ya no será esta correspondencia, más o menos espaciada, siempre demasiado incompleta y que usted parece echar en falta, sino una conversación fraterna que maravillará a los Ángeles, una conversación que las creaturas no podrán censurar porque estará escondida para ellas” (Carta 261, julio 26 de 1897).
Cuando la hermana María de la Eucaristía expresó sus temores ante semejantes visitas una vez muriese, Teresa le respondió: “¿Te da miedo el Ángel de la guarda…? Sin embargo, te sigue de continuo. Bueno, pues yo te seguiré lo mismo, ¡y mucho más de cerca todavía!, no te dejaré pasar ni una…” (Otras conversaciones de Teresa, 18 de julio).
Conclusiones
Contemplemos el pequeño camino de Santa Teresita a la luz de los Ángeles. Los Ángeles constituyeron una parte integral de su vida interior. Fueron sus compañeros y hermanos, su luz, su fuerza y su protección a través de su camino espiritual. Pudo contar con ellos, los fieles servidores de nuestro Señor Jesucristo, a quienes se había consagrado de niña y a quienes se había confiado, ya adulta, como hija espiritual. Ella es como una estrella guía para los miembros de la Obra de los Santos Ángeles, pues si no nos volvemos como niños (que es la esencia del pequeño camino) jamás tendremos una real intimidad con los Ángeles. Sólo por este camino podremos cumplir, en unión con los santos Ángeles, nuestra misión al servicio de Cristo y de Su Iglesia.
Siendo una niña de nueve años, y antes de su Primera Comunión, Santa Teresita se consagró a los santos Ángeles, como miembro de la “Congregación de los santos Ángeles”, con las siguientes palabras: “Yo me consagro solemnemente a vuestro servicio. Yo prometo, en presencia de Dios, de la Santísima Virgen y de mis compañeras, ser fiel a vosotros y esforzarme por imitar vuestras virtudes, principalmente vuestro fervor, vuestra humildad, vuestra obediencia y vuestra pureza.” Más tarde, siendo ya una postulante prometió: “honrar con una particular veneración a los santos Ángeles y a María, su augusta Reina. […] Trabajaré con todas mis fuerzas para corregir mis faltas, para alcanzar las virtudes y para cumplir todas mis obligaciones de alumna y cristiana.”
Los miembros de dicha congregación cultivaban también una particular devoción al Ángel de la guarda, a quien dirigían la siguiente oración: “Ángel de Dios, príncipe del cielo, guardián vigilante, guía fiel, pastor amoroso, yo me regocijo de que Dios te haya creado con tanta perfección, de que Él te haya santificado por Su gracia y, finalmente, de que te haya coronado de gloria por haber perseverado en Su servicio. ¡Qué Dios sea siempre alabado por los muchos bienes que te concedió! ¡Bendito seas por todo el bien que nos haces, a mí y a mis compañeros! Yo te entrego mi cuerpo, mi alma, mi memoria, mi inteligencia, mi imaginación y mi voluntad. Gobiérname, ilumíname, purifícame; dispón de mí como quieras” (Manual de la Congregación de los Santos Ángeles, Tournai).
El simple hecho de que la futura Doctora de la Iglesia hiciera esta consagración y pronunciase estas oraciones siendo aún una niña, no significa que ello haga parte de su posterior y madura doctrina espiritual. Sin embargo, siendo ya adulta no sólo evocaba con alegría y aprobación estas consagraciones, sino que también se encomendaba ella misma, y de diferentes maneras, a los Ángeles, tal como se verá más adelante. Esto constituye un testimonio de la importancia que ella le daba a su vínculo con los santos Ángeles. En Historia de un alma ella escribe: “Casi inmediatamente después de mi entrada en la Abadía, ingresé en la Congregación de los Santos Ángeles. Me gustaban mucho los ejercicios de devoción que en ella se prescribían, pues sentía una especial inclinación a invocar a los bienaventurados espíritus celestiales, y en particular al que Dios me dio para que fuera el compañero de mi destierro” (Historia de un alma, IV, 40 vº).
El Ángel de la Guarda
Teresa creció en una familia familiarizada, por así decirlo, con los Ángeles. Sus padres hablaban sobre ellos de manera espontánea y en diversas circunstancias (Historia de un alma V, 5 rº; Carta 120). Paulina, su hermana mayor, le aseguraba diariamente que los Ángeles estaban ahí para vigilar sobre ella y protegerla (Historia de un alma, II, 18 vº). En su poesía La huida a Egipto, describe aspectos importantes de la misión confiada al Ángel de la Guarda. Allí, la Virgen María le cuenta a Susana, la mujer de un salteador de caminos y madre del pequeño Dimas, enfermo de lepra: “Desde su nacimiento, a Dimas lo acompaña siempre un mensajero celestial, que jamás lo abandonará. Como él, tú también tienes un Ángel encargado de protegerte noche y día y de inspirarte los buenos pensamientos y las acciones virtuosas que haces.”
Susana le responde: “Nadie más que tú me ha inspirado alguna vez buenos pensamientos, y el mensajero del cual me hablas, jamás lo he visto.” María le asegura: “Bien sé que nunca lo has visto, pues el Ángel que está a tu lado es invisible, aunque es real como tú y yo. Gracias a sus celestiales inspiraciones sentiste el deseo de conocer a Dios y de saberlo cercano a ti. Todo el tiempo de tu destierro sobre la tierra estas cosas seguirán siendo un misterio para ti, pero cuando llegue el fin del mundo, verás venir al Hijo de Dios en Su gloria y en compañía de todos los ejércitos celestiales sobre las nubes del cielo” (Primer acto, escena quinta). De esta manera Teresa nos da a entender que el Ángel de Dimas le acompaña a través de todas las circunstancias de su vida criminal y finalmente lo ayuda a reconocer la divinidad de Cristo en la Cruz y a despertar su deseo de Dios, contribuyendo así a que se robe el cielo y se convierta en el Buen Ladrón.
En la vida real, Teresa animó a su hermana Celina a vivir el santo abandono invocando la presencia de su Ángel de la guarda. “Jesús ha puesto ahí a tu lado a un Ángel del cielo que te guarda siempre y que te lleva de la mano para que tu pie no tropiece en ninguna piedra. Tú no lo ves y, sin embargo, es él quien desde hace veinticinco años ha preservado tu alma y quien le ha conservado su blancura virginal, es él quien aleja de ti las ocasiones de pecado... Fue él quien se te mostró en aquel sueño maravilloso que te envió cuando eras niña: veías a un Ángel que llevaba una antorcha y que caminaba delante de nuestro padre querido. Sin duda, quería darte a conocer la misión que más tarde ibas a cumplir... Tu Ángel de la guarda te cubre con sus alas, y en tu corazón reposa Jesús, pureza de las vírgenes. Tú no ves tus tesoros. Jesús duerme y el Ángel permanece en su misterioso silencio. Sin embargo, están ahí, con María, que te esconde, también ella, bajo su manto... (Carta 161, abril 26 de 1894).
En un plano personal, Teresa buscó la guía de su Ángel de la guarda y su protección para no caer en pecado: ”!Santo Ángel de la guarda, cúbreme con tus alas, / que iluminen tus fuegos mi peregrinación! / Ven y guía mis pasos..., te suplico me ayudes (Poema 5, v. 12), “Santo Ángel de mi guarda, cúbreme siempre con tus alas, para que nunca tenga la desgracia de ofender a Jesús” (Oración 5,7 vº). Confiada en su íntima amistad con su Ángel, Teresa no dudó en solicitarle favores particulares. Así, por ejemplo, en una carta a su tío, entristecido por la muerte de un amigo, escribe: “Lo pongo en manos de mi Ángel de la Guarda, creo que un mensajero celestial cumplirá bien mi encargo; le envío al lado de mi tío querido, para que vierta en su corazón tanto consuelo cuanto nuestra alma puede contener en este valle de lágrimas... (Carta 59, agosto 22 de 1888). De igual manera podía enviar a su Ángel a participar en la Misa que su hermano espiritual, el padre Roulland, misionero en China, ofrecería por ella: “El 25 de diciembre no dejaré de enviarle a mi Ángel de la Guarda para que deposite mis intenciones junto a la hostia que usted consagrará” (Carta 201, noviembre 1 de 1896).
Esta consideración está expresada de manera más formal en su poema, La misión de Juana de Arco. Las santas Catalina y Margarita le aseguran a Juana: “Tú, buena niña, nuestra amada compañera, tu voz tan pura ha penetrado hasta el cielo. El Ángel de la guarda, que te acompaña siempre, ha llevado tus deseos ante el Dios eterno” (escena quinta). ¿No le aseguró San Rafael a Tobías que “cuando clamabas a Dios... llevaba yo tus oraciones ante el Dios Santo”? (Tob 12,12).
El Ángel trae, de parte de Dios, luz y gracia; en una palabra: bendiciones. Santa Margarita promete a Juana: “Con Miguel, el gran Arcángel, volveremos para bendecirte” (La misión de Juana de Arco, escena octava). Esta bendición será una fuente de fuerza y perseverancia. San Miguel le explica a Juana: “Hay que luchar, antes de vencer” (escena décima). ¡Y cómo luchó Juana! Ella sacó ánimos con toda humildad de su fe en Dios.
Sin embargo, cuando llegó la hora de su muerte, inicialmente se resistió a caer víctima de una traición. Llega, entonces, San Gabriel, y le explica que se asemejará a Cristo, si ha de padecer la muerte a causa de una traición, pues Cristo también había sido traicionado. Juana responde: “¡Oh, bello Ángel! ¡Cuán hermosa es tu voz!” Siento renacer en mi corazón la esperanza, cuando me hablas de la Pasión del Señor...” (La misión de Juana de Arco, escena 5). Pensamientos semejantes hubo de tener Teresa durante sus amargas pruebas al final de su vida.
Unida a los Ángeles
Teresa no buscó visiones ni consolaciones: “Acordaos de que en mi ‘caminito' no hay que desear ver nada. Sabéis bien lo que tantas veces he dicho a Dios, a los Ángeles y a los santos: que no es mi deseo / aquí en la tierra verte...” (Del “Cuaderno amarillo” de la madre Inés, junio 4 de 1897). “...nunca he deseado tener visiones. En la tierra no se puede ver el cielo ni a los Ángeles tal como son. Yo prefiero esperar a después de la muerte” (ibíd. 5 de agosto de 1897)(. Más bien ella buscaba la ayuda efectiva en su deseo de santidad. En su Parábola del pajarillo clama a Cristo: “¡Qué feliz, Jesús, es tu pajarito de ser débil y pequeño! ...No se desconsuela, su corazoncito sigue en paz. Y vuelve a comenzar su oficio de amor. Invoca a los Ángeles y a los santos, que se elevan como águilas hacia el foco devorador, objeto de sus anhelos, y las águilas, compadeciéndose de su hermanito, le protegen y defienden y ponen en fuga a los buitres que quisieran devorarlo” (Historia de un alma, IX, 4rº-5vº).
Respecto a la Sagrada Comunión le parecía común no sentir con frecuencia consolación alguna. “No puedo decir que haya recibido frecuentes consuelos durante las acciones de gracias; tal vez sean los momentos en que menos los he tenido... Y me parece muy natural, pues me he ofrecido a Jesús, no como quien desea recibir su visita para propio consuelo, sino, al contrario, para complacer al que se entrega a mí”.
¿Cómo se preparaba para recibir al Señor? Continúa diciendo: “Me imagino a mi alma como un terreno libre, y pido a la Santísima Virgen que quite los escombros que pudieran impedirle esa libertad. Luego le suplico que monte ella una gran tienda digna del cielo y que la adorne con sus propias galas. Después invito a todos los Ángeles y santos a que vengan a dar un magnífico concierto. Y cuando Jesús baja a mi corazón, me parece que está contento de verse tan bien recibido, y yo estoy contenta también” (Historia de un alma, VIII, 79 vº-80rº).
También los Ángeles se alegran por esta Cena, que nos convierte en “sus hermanos”. Santa Teresita, en uno de sus poemas, hace que Santa Cecilia diga a Valeriano, su esposo, quien se ha convertido: “Debes ir y sentarte al Festín de la vida,/ a fin de recibir a Jesús, el Pan del Cielo./ El Serafín, entonces, te llamará su hermano,/ viendo en tu corazón de su Dios el altar; hará que tú abandones las playas de la tierra/ y veas la morada del fuego espiritual” (Poesía 3, Santa Cecilia, v. 67-72). En su Ofrenda de mí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios, ora así: “Te ofrezco también todos los méritos de los santos (de los que están en el cielo y de los que están en la tierra), sus actos de amor y los de los santos Ángeles. Y por último, te ofrezco, ¡oh santa Trinidad!, el amor y los méritos de la Santísima Virgen, mi Madre querida; a ella le confío mi ofrenda, pidiéndole que te la presente”. También clamaba a su Ángel de la Guarda: “Ángel bello, / dame tus santos ardores. / Fuera de mis sacrificios/ y de mi austera pobreza, / nada tengo; ofrécelos / a la Trinidad excelsa” (Poesía 46, A mi Ángel de la guarda, v. 4).
Al efectuar la profesión religiosa, Santa Teresita se sentía unida profundamente a los santos Ángeles. “La Castidad me hermana con los Ángeles, los espíritus puros y victoriosos” (Poesía 48, Mis armas, v. 3). Ella daba ánimos a su novicia, la hermana María de la Santísima Trinidad, con los versos: “Señor, si tanto aprecias la pureza del Ángel,/ espíritu brillante que en el azul se cierne, / ¿no estimarás también la blancura del lirio, / que, salvado del fango, tu amor puro mantiene? Si es dichoso, mi Dios, el Ángel de alas ígneas / que, radiante pureza, frente a ti comparece..., / ¡mi alegría! Aquí abajo pareja es a la suya, / pues mi virginidad sobre tu altar la tienes...!” (Poesía 53, A sor María de la Trinidad, v. 4).
La valoración de los Ángeles para los consagrados a Dios se concentra más en la relación esponsal que tienen con Cristo (y en la que puede participar cualquier alma). Con motivo de la profesión religiosa de la hermana Marie-Madeleine del Santísimo Sacramento le escribe: “Ahora hasta los Ángeles te envidian / y quisieran gustar la bienandanza/ que, al estar desposada con Jesús,/ tú disfrutas, María afortunada” (Poesía 10, Historia de una pastora convertida en reina, v. 9).
El sufrimiento y los Ángeles
Teresa era muy consciente de la enorme diferencia que había entre los Ángeles y los hombres. Podría pensarse que envidiaba a los Ángeles, pero ocurría al contrario, pues comprendía muy bien la grandeza de la Encarnación: “Cuando veo al Eterno envuelto entre pañales, / y de la Palabra eterna entre pajas escucho el tierno grito, / oh, mi Madre querida, ya no envidio a los Ángeles, / ¡es su Dios poderoso el hermano de mi alma...!” (Poesía 54, Por qué te amo, María, v. 10). También los Ángeles entienden en profundidad la Encarnación y por ello, si fuera posible, nos envidiarían a nosotros, creaturas de carne y sangre. En un poema navideño, en el que nombra a los Ángeles por sus tareas en relación con Cristo (p. ej. el Ángel del Niño Jesús, el Ángel de la Santa Faz, el Ángel de la Eucaristía), hace cantar a los Ángeles del Juicio final: ”Delante de Ti, dulce Niño, se inclina el Querubín./ Él admira, embelesado, tu inefable amor. / ¡Él quisiera, como Tú en una oscura colina,/ poder morir un día!” Y los Ángeles cantan entonces el estribillo: “¡Qué dicha la de los hombres! / ¡Qué dicha la de ellos solos! / ¡Hoy quisiéramos ser niños, / hoy quisiéramos nosotros!” (Poesía Los Ángeles junto a la cuna, estribillo final).
Nos encontramos aquí con el tema preferido de Teresa en relación con los Ángeles, a saber: la “santa envidia” de ellos para con los hombres, por quienes el Hijo de Dios se hizo hombre y murió. En parte, ella agradecía este pensamiento a su querido y sufriente padre, a quien dedicó las palabras que el Arcángel Rafael dirigió a Tobías: “Puesto que agradabas al Señor, tuviste que ser probado con el sufrimiento” (Tob 12,13). Respecto a este tema cita ella una de sus cartas: “Mi aleluya está impregnado de lágrimas... ¿Habrá que compadecerte aquí abajo, cuando allá arriba los Ángeles te feliciten y los santos te envidian? Tu corona de espinas los vuelve celosos. Ama, pues, esos pinchazos como prendas de amor de tu divino esposo” (Carta 120, septiembre 23 de 1890).
En el poema a Santa Cecilia un serafín explica este misterio a Valeriano: “Yo me abismo en mi Dios, contemplo Sus encantos, / mas no puedo por Él ni sufrir ni inmolarme; / pese a mi gran amor, por Él morir no puedo, ni siquiera llorar o dar por Él mi sangre…/ La pureza es del Ángel brillante patrimonio,/ jamás sufrirá eclipse su gloria inabarcable. / Sobre los serafines tenéis la gran ventaja / de sufrir y ser puros, vosotros, los mortales” (Poema 3). Otro serafín, que contempla al Niño Jesús en el pesebre y Su amor en la Cruz, clama al Emanuel: “¡Ay, por qué soy un Ángel,/ incapaz de sufrir?…/ Jesús, por un intercambio santo quiero morir por Ti!” (Los Ángeles en la cuna, escena segunda).
Más tarde, Jesús le dice al Ángel de la divina Faz, que su oración pidiendo misericordia fue escuchada: por una parte, su oración por los consagrados a Dios, para que no se volvieran tibios: “Pero estos Ángeles de la tierra morarán en un cuerpo mortal y algunas veces su elevada aspiración por Ti se paralizará” (ibíd., escena 5), y por otra, su oración por los pecadores, para que se santifiquen: “En Tu bondad, oh Jesús, ¡haz, que con una sola de Tus miradas se vuelvan más radiantes que las estrellas del cielo!” Jesús responde: “Yo escucharé tu oración. / Toda alma alcanzará el perdón. / Las llenaré de luz, / tan pronto invoquen Mi nombre!…” (ibíd., escena 5,9). Y luego Jesús añade estas palabras consoladoras y luminosas: “Oh, tú, que en la tierra/ querías compartir mi pena y mi Cruz,/ Ángel bello, escucha este misterio: / es tu hermana cada alma que sufre./ En el cielo, el brillo de su sufrimiento/ sobre tu frente brillará. / Y el brillo de tu ser puro/ iluminará a los mártires!…” (ibíd., escena 5,9-10). Así pues, en el cielo los Ángeles y los hombres, en la comunión de la gloria, habrán de compartir y alegrarse por la gloria de cada uno. De esta manera, hay una hermosa simbiosis entre los Ángeles y los santos en la economía de la salvación.
Teresa comparte este pensamiento con su hermana Celina y le explica por qué Dios no la creó Ángel: “Si Jesús no te ha creado Ángel del cielo, es que quiere que seas un Ángel en la tierra. ¡Sí, Jesús quiere tener su corte celestial aquí en la tierra, como la tiene allá en el cielo!
Quiere tener Ángeles-mártires, quiere tener Ángeles-apóstoles, y con esa misma intención ha creado también una florecita que se llama Celina. Quiere que su florecita le salve almas, y para eso no quiere más que una cosa: que su flor le mire mientras sufre su martirio… Y ese misterioso intercambio de miradas entre Jesús y su florecita hará maravillas y dará a Jesús una multitud de otras flores…” (Carta 127, abril 26 de 1891). Más tarde, le asegura que los Ángeles “cual abejas vigilantes, saben recoger la miel contenida en los misteriosos y múltiples cálices que simbolizan a las almas, o, mejor, a los hijos de la florecilla virginal…” (Carta 132, octubre 20 de 1891).
Su misión en el cielo y en la tierra
Cuando Teresa se acercaba a su muerte, confesaba: “Presiento que voy a entrar en el descanso… Pero presiento, sobre todo, que mi misión va a comenzar: mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo y de dar mi caminito a las almas. Si Dios escucha mis deseos, pasaré mi cielo en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, yo quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra. Y eso no es algo imposible, pues, desde el mismo seno de la visión beatífica, los Ángeles velan por nosotros” (del “Cuaderno amarillo”, julio 17 de 1897). Vemos, así, como comprendía ella su misión celestial a la luz de los ministros angélicos.
Al padre Roulland le escribe: “Lo sé hermano mío: le voy a ser mucho más útil en el cielo que en la tierra; por eso vengo, feliz, a anunciarle mi ya próxima entrada en esa bienaventurada ciudad, segura de que usted compartirá mi alegría y dará gracias al Señor por darme los medios de ayudarlo a usted más eficazmente en sus tareas apostólicas. Tengo la confianza de que no voy a estar inactiva en el cielo. Mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y por las almas. Así se lo pido a Dios, y estoy segura de que me va a escuchar. ¿No están los Ángeles continuamente ocupados de nosotros, sin dejar nunca de contemplar el rostro de Dios y de abismarse en el océano sin orillas del amor? ¿Por qué no me va a permitir Jesús a mí imitarlos?” (Carta 254, julio 14 de 1897).
Al padre Belliére, su primer ‘hermano' espiritual, le escribe: “le prometo hacerle saborear, después de mi partida para la vida eterna, la dicha que puede experimentarse al sentir cerca de sí a un alma amiga. Ya no será esta correspondencia, más o menos espaciada, siempre demasiado incompleta y que usted parece echar en falta, sino una conversación fraterna que maravillará a los Ángeles, una conversación que las creaturas no podrán censurar porque estará escondida para ellas” (Carta 261, julio 26 de 1897).
Cuando la hermana María de la Eucaristía expresó sus temores ante semejantes visitas una vez muriese, Teresa le respondió: “¿Te da miedo el Ángel de la guarda…? Sin embargo, te sigue de continuo. Bueno, pues yo te seguiré lo mismo, ¡y mucho más de cerca todavía!, no te dejaré pasar ni una…” (Otras conversaciones de Teresa, 18 de julio).
Conclusiones
Contemplemos el pequeño camino de Santa Teresita a la luz de los Ángeles. Los Ángeles constituyeron una parte integral de su vida interior. Fueron sus compañeros y hermanos, su luz, su fuerza y su protección a través de su camino espiritual. Pudo contar con ellos, los fieles servidores de nuestro Señor Jesucristo, a quienes se había consagrado de niña y a quienes se había confiado, ya adulta, como hija espiritual. Ella es como una estrella guía para los miembros de la Obra de los Santos Ángeles, pues si no nos volvemos como niños (que es la esencia del pequeño camino) jamás tendremos una real intimidad con los Ángeles. Sólo por este camino podremos cumplir, en unión con los santos Ángeles, nuestra misión al servicio de Cristo y de Su Iglesia.
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