martes, 16 de noviembre de 2010

Omnia in ipso constant – Venerable Fray Mamerto Esquiú


La vida, ese hecho múltiple y variadísimo que nos rodea por todas partes y que se siente en cada uno de nosotros como si cada uno fuera el centro a que converge todo lo que vive sobre la tierra, ese hecho se ve, se toca, se siente y, sin embargo, es inaccesible a la inteligencia y a las fuerzas humanas. La vida es un misterio que nos lleva como por la mano al reconocimiento y adoración del gran misterio, del Ser por excelencia, de Aquel que dijo en sus inefables comunicaciones con el hombre: Yo soy quien soy (Ex. III, 14); de Aquel que es la misma eternidad y toda perfección infinita, y causa y razón de todo cuanto existe fuera de El; según el apóstol, la tierra ha sido dada en habitación a los hombres para que busquen a Dios y puedan llegar como a tocarlo, quærere Deum si forte attrectent eum (Act. XVII, 27); y en efecto, Lineo, aplicándose a la consideración de una hoja de hierba, exclama atónito: “He quedado mudo, herido de espanto: he visto a Dios, como otro Moisés, por las espaldas”.

Sí; el misterio de la vida desafía a todo el orgullo humano. En nuestro siglo se ha dicho que “por la ciencia llegará el hombre a la omnipotencia, y que así vendrá a ser Dios”; exactamente como en el principio de la historia humana había dicho el padre de la mentira: eritis sicut dii, sientes bonum et malum (Gen. III, 5).

Yo no conozco, señores, los dominios de ese imperio de sabiduría que se dice haber conquistado nuestro siglo; no sabré deciros lo que hay de positivamente ganado en el terreno de verdades filosóficas y sociales; pero, si, quiero tributar el homenaje de mi asombro a la poderosísima actividad que despliega su ingenio: suscribo a la valiente frase de que “el hombre del siglo XIX ha arrebatado de las manos de Júpiter sus temibles rayos”; reconozco, lleno de admiración, que ante él desaparecen las distancias; que su palabra recorre la tierra con la prontitud que se recibe una orden del amo de la casa; que él dispone y se sirve de mares, de fluidos impalpables e invisibles con la precisión que yo muevo mi mano; que ha hallado ser el globo de la tierra un libro de inefables caracteres, que vaya deletreando; que, en fin, se ha aproximado a los planetas, los ha medido y pesado, y descubre que solo el planeta que habitamos tiene condiciones para la vida, y aún más que todo eso, ha llegado a sorprender la información de estrellas todavía en embrión. ¡Ah, el hombre sabe y puede mucho!, y con todo que nos olvidábamos de esos pinceles de pura luz que manejan diestras manos, y de tantas obras maravillosas cuya fama llena la tierra. Esta gloria no puede ser materia de envidia para nosotros, sencillos hombres de la fe antigua, sino de viva y sincera felicitación al hallar el hombre del siglo XIX el perpetuo cumplimiento de aquella palabra del Señor en el principio de los tiempos: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza: y tenga dominio sobre los peces de la mar, y sobre las aves del cielo, y sobre las bestias, y sobre toda la tierra (Gen, I, 26) ¡Oh, hombre!, aunque te hayas declarado enemigo de aquel Dios que adora mi fe, aún te saludo imagen de la eterna sabiduría, rey del mundo, y el más noble y digno adelantado de toda la creación en presencia de su autor.

Pues ello es tan triste como cierto que en el siglo XIX se ha cumplido lo que dijo Moisés en su cántico de muerte: incrassatus est dilectus et recalcitravit: engordó el ganado y dio de coces (deum. XXXII, 15); se ha visto grande y abandonó a Dios su criador y se apartó del Señor su salvador (íb); y todavía más hinchado que sabio, más estúpido que grande, ha llegado a decir como frenético: in coelum conscendam super astra Dei exaltabo solium deum… similis ero Altissimo: escalaré el cielo, pondré mi trono sobre los astros más elevados, seré igual al Altísimo (Isai. XIV, 13-14). Pero ante ese monstruo de poder y de fatuidad, de orgullo y de ciencia, está en pie el misterio de la vida pronto a derribar todo su poder y aniquilar su presuntuosa sabiduría. Poned a la vista del nuevo titán una semilla de hierba, el insecto que pisáis y preguntadle: ¿Qué es aquello que vive en el átomo? Tú te paseas por las alturas del cielo y registras las profundidades de la tierra; ¿podrías decirme lo que hay en un grano de trigo, y por que brota, y cómo se multiplica en cien granos, y cada uno de éstos en otras cien más, tantas veces cuantas primaveras han pasado desde que se le cultiva sobre la tierra? ¡Oh, dime lo que es la vida, prodúceme una sola semilla, un solo insecto, y yo caigo de rodillas delante de ti, y te adoro por mi Dios!

Pero si nada puede decirnos acerca del misterio de la vida que hay en una semilla, en un insecto; ¿qué podrá acerca de ese microcosmos, de ese gran mundo pequeño, del hombre, digo, considerado en sí y en sus misteriosas relaciones con los demás hombres? El hombre habla, entiende, goza de libertad, es un ser racional porque nace y vive en sociedad, ¿Cuál es el fin de esas sociedad después de dar la racionalidad de hecho a cada individuo? ¿Cuál es su origen; cuántas y cuáles las leyes de su progreso a ese fin desconocido? ¿Qué cosas son efecto y qué son causa de su progreso en el triple aspecto humano de ser moral, inteligente y físico? ¿Puede el hombre disolver la sociedad humana? ¿Puede, acaso, rehacerla si se disolviera? Y una vez establecida como está con la firmeza de un diamante por el autor del hombre, ¿qué es lo que corresponde a nuestra cooperación para su mayor perfeccionamiento? He aquí no uno, sino muchos misterios que descuellan sobre la cúspide altísima del misterio de la vida. Y de abordar esa cima inaccesible se trata cuando se trata de la Constitución de un pueblo, es decir, del fundamento de las relaciones que dan vida y orden a la sociedad.

Habéis, pues, hecho bien, honorables Señores Convencionales, en venir a este templo a implorar la protección del Dios de las naciones, cuyos cooperadores sois en esta grande obra. Hacéis bien en pedir a esta cátedra de la verdad cristiana las inspiraciones de la fe en auxilio de vuestra razón. Por mi parte, señores, proponiéndome ser fiel a Jesucristo, en cuyo nombre hablo; y corresponder del modo posible al alto honor de llamarme hoy a esta cátedra, debo decir y repetir siempre esta sola palabra del Apóstol de las naciones: Omnia in ipso constant: todo lo que es estable, todo bien, toda verdad, la justicia, el derecho, el deber, el orden, la vida, todo subsiste en Jesucristo. Omnia in ipso constant. ¿Tratáis de la Constitución de este pueblo? Pues su fundamento es Jesucristo.

Desde su misma cuna el pueblo de Catamarca ha estado bajo la guarda de la Inmaculada Concepción, sensibilizada en esa imagen sagrada que lleva el dulce y hermoso nombre de la Virgen del Valle. Esta fue para Catamarca el objeto de su fe y de su amor: repetidas veces fue jurada patrona de la capital y provincia; y a través de tantos trastornos como se han sucedido de medio siglo a esta parte, ese amor aún subsiste, nuestra devoción y confianza en la Inmaculada Madre de Dios no han desmayado, y mucho menos su bondad y misericordia con nosotros. Hoy, pues, que se trata de un acto tan importante de la vida de este pueblo, os invito, señores, a que renovemos nuestro antiguo juramento de fe y amor a la Virgen del Valle, a que invoquemos su protección y la confesemos llena de gracia como es:

AVE MARÍA.


Sermón pronunciado en la Iglesia Matriz de Catamarca, el día 24 de octubre de 1875, con motivo de la reforma de la constitución provincial.
Omnia in ipso constan (Todas las cosas subsisten en Él – Colosenses I, 17)


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