«La mañana del 10 de noviembre [de 1608], vigilia del glorioso san Martín, despertó el Padre Don Andrés mucho más temprano que de costumbre. Llamó al compañero y, ya vestido, le preguntó si tenía algo que hacer en servicio de la casa. El hermano dijo que sí, a lo que el Padre repuso:
«Id, pues, y volved cada media hora por si necesito algo».
Así lo hizo el hermano. Fue varias veces al Padre, y éste cada vez le despidió, con el encargo de volver pasada media hora.
Más temprano que de costumbre, quiso bajar a la sacristía a celebrar, mostrando gran prisa por hacerlo.
«Es temprano todavía» le repetía el hermano.
Pero él se apresuró a bajar y, revestido de los ornamentos sagrados, tomó el cáliz y se dirigió al altar donde solía decir la misa. Advirtió el compañero que caminaba con gran dificultad y que apenas se sostenía. Se le acercó y le dijo:
«Padre, no puede celebrar. Mire que nos exponemos a dar un espectáculo esta mañana.»
A lo que él respondió:
«Dios nos ayudará.»
Llegado al altar, después de extender los corporales, colocar sobre ellos el cáliz, abrir y preparar el misal, empezó:
«Introibo ad altare Dei».
El hermano, viendo que no se tenía en pié, no contestó. Él pronunció de nuevo:
«Introibo ad altare Dei»
En cuanto hubo pronunciado por segunda vez etas palabras, comenzó a caerse, pero el hermano, que estaba sobre aviso, le tomó en brazos y le impidió dar en el suelo. Dio voces pidiendo ayuda e inmediatamente acudí yo, que estaba junto a la capilla con otros, y lo trasladamos al interior, sin que volviese a decir más palabras. Así que, las que recitó al principio de la misa, fueron las últimas que profirió en este mundo.
Los Padres lo subieron a su celda, lo desnudaron y lo colocaron sobre su jergón de paja. El oponía resistencia y, como si intentase ir a determinado lugar, sacaba constantemente las piernas fuera del lecho. Se le preguntó si quería bajar a la iglesia y él, que no podía hablar, pero oía bien, hizo señal con la cabeza de que sí. Se le preguntó, por segunda vez, si quería ir a comulgar y, de nuevo, y con más repetidas inclinaciones de cabeza, dio a entender que precisamente por eso no se avenía a estar en cama. Llegó a la celda el Padre Prepósito y le dijo que se le traería el viático a la celda, pero él no se conformaba y repetía los ademanes de querer ir a la iglesia. El Padre Prepósito le dijo:
«Padre, acordaos de que siempre habéis obedecido a vuestro Superior. Obedeced también en la muerte. Queremos que comulguéis aquí»
En cuanto oyó estas palabras, se tranquilizó y comulgó por viático con grandes señales de devoción. Se le preguntó si quería recibir la Extremaunción. Hizo ademán de que sí y, acto continúo, le fue administrada. Aun que no podía hablar, oía perfectamente cuanto se le decía y se daba cuenta de todo, dando externas señales de mucha devoción. Al tratar de ungirle la mano izquierda, advertimos la inmovilidad del brazo y la pierna izquierdas, en términos que la apoplejía le había privado del habla y le había paralizado el lado izquierdo del cuerpo.
Quedóse muy consolado con la recepción de los Sacramentos, pero muy aquejado del mal, que soportó a lo largo de aquel día con mucha paciencia. A las veintidós horas [= 4 p.m.] o un poco más, el sonido de la campana nos congregó a todos en su celda. Lo hallamos en agonía, con una angustia tremenda y una inmensa dificultad de respirar.
Pero lo que nos tenía atónitos era que se había vuelto negro como un moro. Mientras tanto se le hacía la acostumbrada recomendación del alma y todos nosotros entonábamos salmos. No fue menor nuestro asombro cuando, al cabo de media hora, se volvió blanco como la nieve y extraordinariamente hermoso. Momentos más tarde con mucha placidez expiró.»
San Andrés Avelino: las últimas 24 horas de su vida, escribe Valerio Pagano, traduce al español el Padre Antonio Veny Ballester
«Id, pues, y volved cada media hora por si necesito algo».
Así lo hizo el hermano. Fue varias veces al Padre, y éste cada vez le despidió, con el encargo de volver pasada media hora.
Más temprano que de costumbre, quiso bajar a la sacristía a celebrar, mostrando gran prisa por hacerlo.
«Es temprano todavía» le repetía el hermano.
Pero él se apresuró a bajar y, revestido de los ornamentos sagrados, tomó el cáliz y se dirigió al altar donde solía decir la misa. Advirtió el compañero que caminaba con gran dificultad y que apenas se sostenía. Se le acercó y le dijo:
«Padre, no puede celebrar. Mire que nos exponemos a dar un espectáculo esta mañana.»
A lo que él respondió:
«Dios nos ayudará.»
Llegado al altar, después de extender los corporales, colocar sobre ellos el cáliz, abrir y preparar el misal, empezó:
«Introibo ad altare Dei».
El hermano, viendo que no se tenía en pié, no contestó. Él pronunció de nuevo:
«Introibo ad altare Dei»
En cuanto hubo pronunciado por segunda vez etas palabras, comenzó a caerse, pero el hermano, que estaba sobre aviso, le tomó en brazos y le impidió dar en el suelo. Dio voces pidiendo ayuda e inmediatamente acudí yo, que estaba junto a la capilla con otros, y lo trasladamos al interior, sin que volviese a decir más palabras. Así que, las que recitó al principio de la misa, fueron las últimas que profirió en este mundo.
Los Padres lo subieron a su celda, lo desnudaron y lo colocaron sobre su jergón de paja. El oponía resistencia y, como si intentase ir a determinado lugar, sacaba constantemente las piernas fuera del lecho. Se le preguntó si quería bajar a la iglesia y él, que no podía hablar, pero oía bien, hizo señal con la cabeza de que sí. Se le preguntó, por segunda vez, si quería ir a comulgar y, de nuevo, y con más repetidas inclinaciones de cabeza, dio a entender que precisamente por eso no se avenía a estar en cama. Llegó a la celda el Padre Prepósito y le dijo que se le traería el viático a la celda, pero él no se conformaba y repetía los ademanes de querer ir a la iglesia. El Padre Prepósito le dijo:
«Padre, acordaos de que siempre habéis obedecido a vuestro Superior. Obedeced también en la muerte. Queremos que comulguéis aquí»
En cuanto oyó estas palabras, se tranquilizó y comulgó por viático con grandes señales de devoción. Se le preguntó si quería recibir la Extremaunción. Hizo ademán de que sí y, acto continúo, le fue administrada. Aun que no podía hablar, oía perfectamente cuanto se le decía y se daba cuenta de todo, dando externas señales de mucha devoción. Al tratar de ungirle la mano izquierda, advertimos la inmovilidad del brazo y la pierna izquierdas, en términos que la apoplejía le había privado del habla y le había paralizado el lado izquierdo del cuerpo.
Quedóse muy consolado con la recepción de los Sacramentos, pero muy aquejado del mal, que soportó a lo largo de aquel día con mucha paciencia. A las veintidós horas [= 4 p.m.] o un poco más, el sonido de la campana nos congregó a todos en su celda. Lo hallamos en agonía, con una angustia tremenda y una inmensa dificultad de respirar.
Pero lo que nos tenía atónitos era que se había vuelto negro como un moro. Mientras tanto se le hacía la acostumbrada recomendación del alma y todos nosotros entonábamos salmos. No fue menor nuestro asombro cuando, al cabo de media hora, se volvió blanco como la nieve y extraordinariamente hermoso. Momentos más tarde con mucha placidez expiró.»
San Andrés Avelino: las últimas 24 horas de su vida, escribe Valerio Pagano, traduce al español el Padre Antonio Veny Ballester
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