Aunque nació en Montpellier por el 1290, puede decirse que era aragonés porque esta ciudad pertenecía a los dominios del rey de Aragón, Jaime II. Su padre Juan, era el gobernador de la ciudad y su madre Libera, era una dama de la más alta alcurnia y adornada de las más envidiables cualidades. Pero una pena les afligía: No tenían hijos. Mientras oraba un día Libera se le manifestó el Señor y le dijo: "Confía, hija, tendrás un hijo que será la alegría de toda la familia y llevará mi nombre y mi amor a todas partes... Todos acudirán a él"...
El escudo de armas de esta familia decía: ¡La cruz ante todo!. Este lema lo heredará también este niño robusto y fuerte que por ello le impusieron al bautizarlo Roque, porque estaba llamado a ser como una roca, fuerte, en el servicio del Señor.
Cuando tenía doce años tuvo la pena de perder a su padre y cuando tenía veinte a su buena madre. Quedó huérfano de todos menos de Dios. Para que su corazón quedase todavía más desligado de todas aquellas ataduras del mundo, recordando el pasaje del Evangelio -él también era rico y bien apuesto como aquel joven- entregó todos sus riquezas a los pobres y se puso en camino para seguir a Jesucristo. Estaba entonces de moda el visitar los Sagrados Lugares: Palestina, Santiago de Compostela, Roma... Y a esta última se propuso nuestro joven dirigirse para, allí, entregarse a la oración, al sacrificio y a la caridad. El quería visitar los sagrados sepulcros de los Apóstoles San Pedro y San Pablo y postrarse ante ellos para pedirles luz en el camino de la vida que debía recorrer. Pero antes de llegar a Roma le esperaba una sorpresa.
Al pasar por lo ciudad de Aquapendente encontró algo inesperado: La peste diezmaba la ciudad. Eran muchos los miles de hermanos apestados que morían cada día por aquellos contornos. Apenas se podía transitar por las calles, por los apestados que las llenaban. Para paliar un poco tanto mal se había instalado un hospital en la ciudad y a él se dirigió Roque suplicando al director del mismo que le aceptase para curar a los apestados. "- No, no, en tu porte se ve que eres un joven rico y delicado. No podrás resistir tanta miseria como hay aquí. Si te admitimos pronto caerás presa del mismo mal". "- Por caridad, admítame. Soy fuerte y podré resistir a la enfermedad y cargaré con los enfermos y los cuidaré con amor de hermano".
Pronto los enfermos encontraron "un ángel que ha bajado del cielo" como decían unos a otros. Nunca habían visto a un joven tan entregado y caritativo. Iba en busca de los más apestados, de los que todos huían. Les cuidaba, los mimaba, les daba de comer, limpiaba sus llagas asquerosas.
Terminada su misión en Aquapendente se dirigió hacia Roma y durante el trayecto encontró otras ciudades también apestadas: Rimini, Cesena... y en todas ellas repitió las escenas de Aquapendente... A todos ayudaba y alentaba.
Por fin llegó a Roma donde pasó tres años entregado a la caridad y a la oración y pronto empezó el pueblo a conocerle a pesar de que eran tantos los peregrinos que había en Roma. El Papa estaba en el destierro de Aviñón, en Francia, y pronto los cardenales y otras personalidades acudían a él para pedirle consejo. Por fin le vino la prueba más grande: Estando curando a los apestados de Plasencia le vino a él también la peste y se vio obligado a retirarse a una cueva abandonada y lejana de la ciudad. Pero un perro cada día entraba a ella trayéndole alimentos y ropa... La gente pronto descubrió al Santo y acudieron a visitarle. Lo llevaron al hospital donde él había sido enfermero y al verle los enfermos quedaban curados. Dios bendijo a su siervo hasta su gloriosa muerte acaecida por el 1327, llenas sus manos de obras de caridad.
El escudo de armas de esta familia decía: ¡La cruz ante todo!. Este lema lo heredará también este niño robusto y fuerte que por ello le impusieron al bautizarlo Roque, porque estaba llamado a ser como una roca, fuerte, en el servicio del Señor.
Cuando tenía doce años tuvo la pena de perder a su padre y cuando tenía veinte a su buena madre. Quedó huérfano de todos menos de Dios. Para que su corazón quedase todavía más desligado de todas aquellas ataduras del mundo, recordando el pasaje del Evangelio -él también era rico y bien apuesto como aquel joven- entregó todos sus riquezas a los pobres y se puso en camino para seguir a Jesucristo. Estaba entonces de moda el visitar los Sagrados Lugares: Palestina, Santiago de Compostela, Roma... Y a esta última se propuso nuestro joven dirigirse para, allí, entregarse a la oración, al sacrificio y a la caridad. El quería visitar los sagrados sepulcros de los Apóstoles San Pedro y San Pablo y postrarse ante ellos para pedirles luz en el camino de la vida que debía recorrer. Pero antes de llegar a Roma le esperaba una sorpresa.
Al pasar por lo ciudad de Aquapendente encontró algo inesperado: La peste diezmaba la ciudad. Eran muchos los miles de hermanos apestados que morían cada día por aquellos contornos. Apenas se podía transitar por las calles, por los apestados que las llenaban. Para paliar un poco tanto mal se había instalado un hospital en la ciudad y a él se dirigió Roque suplicando al director del mismo que le aceptase para curar a los apestados. "- No, no, en tu porte se ve que eres un joven rico y delicado. No podrás resistir tanta miseria como hay aquí. Si te admitimos pronto caerás presa del mismo mal". "- Por caridad, admítame. Soy fuerte y podré resistir a la enfermedad y cargaré con los enfermos y los cuidaré con amor de hermano".
Pronto los enfermos encontraron "un ángel que ha bajado del cielo" como decían unos a otros. Nunca habían visto a un joven tan entregado y caritativo. Iba en busca de los más apestados, de los que todos huían. Les cuidaba, los mimaba, les daba de comer, limpiaba sus llagas asquerosas.
Terminada su misión en Aquapendente se dirigió hacia Roma y durante el trayecto encontró otras ciudades también apestadas: Rimini, Cesena... y en todas ellas repitió las escenas de Aquapendente... A todos ayudaba y alentaba.
Por fin llegó a Roma donde pasó tres años entregado a la caridad y a la oración y pronto empezó el pueblo a conocerle a pesar de que eran tantos los peregrinos que había en Roma. El Papa estaba en el destierro de Aviñón, en Francia, y pronto los cardenales y otras personalidades acudían a él para pedirle consejo. Por fin le vino la prueba más grande: Estando curando a los apestados de Plasencia le vino a él también la peste y se vio obligado a retirarse a una cueva abandonada y lejana de la ciudad. Pero un perro cada día entraba a ella trayéndole alimentos y ropa... La gente pronto descubrió al Santo y acudieron a visitarle. Lo llevaron al hospital donde él había sido enfermero y al verle los enfermos quedaban curados. Dios bendijo a su siervo hasta su gloriosa muerte acaecida por el 1327, llenas sus manos de obras de caridad.
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