Aún los más jóvenes recuerdan cómo tanto en la Iglesia -a cuya cabeza se le adjudicó desproporcionadamente parte del triunfo- como en las sociedades occidentales, la caída del comunismo significó un nuevo impulso de optimismo para las alicaídas doctrinas del progreso que venían imperando desde, al menos, hacía dos siglos. De hecho dichas expectativas optimistas habían vuelto a ser alentadas tan pronto terminada la segunda guerra mundial, y habían alcanzado su mayor auge en la época de Kennedy, cuando parecía que, poco a poco, el final de la guerra fría culminaba en una especie de pacto de coexistencia -por no decir colaboración- entre un comunismo ruso que disimulaba sus aspectos más inhumanos y un occidente -y lamentablemente una parte de la Iglesia - que coqueteaba sin pudor alguno con el marxismo y el tercermundismo. Llevando, en muchos lugares, como Latinoamérica y su Teología de la Liberación , a la guerrilla más sangrienta.
No hay que olvidar esta situación de la era de Kennedy para entender el clima de utopismo progresista que permeó todo el desarrollo del Concilio Vaticano II. Concilio que se cuidó bien de romper este clima de conciliación con ningún tipo de condena o reclamo doctrinal, no haciendo la más mínima mención al drama de los países en manos del marxismo y asimilando, en un lenguaje farragoso y poco preciso, todas las ideas fuerzas del universalismo pacifista, 'nación-unidista' y 'ecológico-socialista' de la época. Desde entonces los clérigos que se formaron en los seminarios fueron obligados a alimentarse de esa literatura conciliar, fruto de compromisos entre contrapuestas tendencias eclesiásticas y que, salvo allí donde repetían, fuera de contexto, afirmaciones del Magisterio anterior, no aportaban nada a la formación de las mentes ni de los corazones. Así hemos llegado a la predicación humanista actual, despojada de fibra y teología, que suele escucharse en nuestros púlpitos y cátedras episcopales.
Pero claro, lo de Kennedy tocó a su fin. Sus proyectos fracasaron lastimosamente, al menos en Latinoamérica, entre otras cosas, no por el menor motivo de que la supuesta 'ayuda americana' era tragada por la avidez de burocracias corruptas que no alcanzaban sus beneficios a la gente y porque lo único que de hecho llegaba era la ideología inmoral, siempre izquierdosa y anticristiana, que dominaba la ONU , la UNESCO, la OMS, la Banca Mundial, la CEPAL y otras 'organizaciones no gubernamentales', pero costeadas por intereses mundialistas.
De todos modos, caído el comunismo, el 'tercermundismo' llamado católico perdió uno de sus caballitos de batalla.
Es bueno recordar que ese fenómeno de mixtura entre cristianismo y marxismo militante había sido la lógica consecuencia de que el catolicismo hubiera echado por la borda -a partir de la aceptación de León XIII, a fines del siglo XIX, de las reglas de juego de la democracia liberal y partitocrática- su proyección necesaria en la política y la economía. La Iglesia oficial, renunciando a la cristiandad en contra de la naturaleza misma del catolicismo, redujo la fe a la vida puramente familiar y personal. La renuncia a aquella cristiandad y la adopción de otras praxis no específicamente católicas tomó su forma definitiva en el Vaticano II. Ya a ningún prelado significativo se le ocurrirá sostener la verdad de siempre de que, si el mundo, aún en sus estructuras temporales, debe servir al auténtico Bien Común, su única posibilidad consiste en someterse desde ya, en este tiempo, a la reyecía de Cristo. Así la fiesta de Cristo Rey que estamos celebrando hoy, trasladada al final del año litúrgico, se transformó en el festejo de una meta puramente escatológica, fuera del tiempo.
En realidad la lápida teórica a la reyecía temporal de Cristo la había suministrado el filósofo cristiano de origen judío Jacques Maritain, quien sostenía, la posibilidad y necesidad de una política puramente humanista sin referencia a lo sobrenatural -sólo basada en una ley natural que, despojada de sustento cristiano, fue suplantada prestamente por los cambiantes así llamados derechos humanos-.
De todos modos, cuando, por exigencias internas de la fe, muchos católicos sintieron la necesidad de proyectarla política y socialmente, perdida la memoria de la cristiandad y la auténtica política católica, no encontraron modelo mejor que, por una parte el liberalismo y, en su ala más comprometida, el socialismo marxista, que les parecía -erróneamente- respondía mejor a las pautas cristianas. Y así, desde el evangelio, hasta se llegó a justificar y alentar el terrorismo y la subversión.
Pero, como decíamos, fracasado el comunismo, al menos en la Unión Soviética, quedaba, aparentemente solo y triunfante, el modelo liberal. Adalid teórico o al menos propagandista 'best seller' de dicho modelo victorioso fue el mediático Francis Fukuyama, nacido en el año 1952 en Chicago, doctorado en Harvard. La obra que lo lanzó a la fama fue "El fin de la historia", del año 1992. Allí postulaba que -caídas todas las luchas ideológicas junto al muro de Berlín- el progreso había alcanzado finalmente su objetivo. El triunfo arrasador de la democracia liberal era capaz de terminar con toda guerra. Todo el mundo se iría dando cuenta ahora de las ventajas del sistema, el único apto para garantizar el crecimiento y distribución de la riqueza de las naciones y el máximo garante de las libertades individuales y felicidad de las mayorías. La historia se había cerrado.
El libro tuvo una repercusión fulminante y sustentó durante mucho tiempo las tesis sobre la globalización.
Pero el mismo Fukuyama ha debido, en obras posteriores, por cierto de menor repercusión, ir matizando sus afirmaciones. Desde dos desmañadas obras del 95 y el 99 tendientes a la defensa de 'valores', incluso familiares, como necesarios para sustentar la prosperidad y el crecimiento -que fueron la base teórica del llamado renacimiento moral americano (efímero, por cierto), hasta, en el 2002, "Nuestro futuro posthumano. Consecuencias de la revolución de la biotecnología", donde Fukuyama tomaba en cuenta las nuevas posibilidades de la ingeniería genética de intervenir en el cerebro y comportamiento humanos, cosa que crearía, a su juicio, fuentes de desigualdad no previstas en sus obras anteriores. La bioética fue en esos años su preocupación y, de hecho, es en este renglón, actual asesor del presidente Bush.
Sin embargo su último libro, recién traducido al castellano, "La construcción del estado. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI", apenas toca el tema. En realidad habla de que el fracaso, al menos temporal, de su tesis del "Fin de la Historia ", tiene su explicación en la debilidad de los estados, incapaces de imponer el verdadero orden liberal, sobre todo en los países del tercer mundo. Y así Fukuyama defiende la tutela que, mediante ejércitos globalizados, han de ejercer las organizaciones internacionales, y, mientras éstas se muestren ineficaces, la necesidad de que asuman dicha tutela Estados fuertes donde impere la libertad, como los Estados Unidos, interviniendo allí donde los estados nacionales no cumplan el papel de hacer respetar las garantías individuales.
Curioso que, en su libro, a pesar de que sus cambios de posición obedecen en gran parte al 11 N y lo de las torres gemelas, el Islam apenas aparezca mentado como 'fenómeno pasajero', excusa solo de masas pauperizadas -según F- y que desaparecerá tan pronto sus seguidores comprendan el papel benéfico del sistema global impuesto convincentemente por las armas y las inversiones. Curioso también que en sus obras no se haga nunca la más mínima alusión al papel de la Iglesia Católica sino como lejano factor histórico ya superado.
(Fukuyama anda en estos momentos por aquí, en Buenos Aires, invitado por la Universidad di Tella y acaba de dictar, en el auditorio del edificio Malba, una conferencia sobre el tema)
Pero es verdad que a los grupos -de los cuales Fukuyama, a la manera de Kissinger, no es sino un hábil mercenario-, consciente o no; e.d. a la Trilateral , al grupo Bilderberg, al Council on Foreign Relations (CFR), a las grandes empresas noticiosas, a los tejes-manejes anticristianos judeo talmúdicos y masónicos en sus miles de disfraces, lo único que les interesa es, precisamente, hacer desaparecer a la Iglesia como verdadero fin de la historia. Porque -es bueno tenerlo siempre claro-: a pesar de los fatídicos equilibrios maritainianos y conciliares, no existen más metafísicas -como afirma San Pablo en la epístola que acabamos de escuchar (I Cor 15, 20)- ni por lo tanto más políticas que la de (1) o aceptar que el hombre es criatura y, por lo tanto, ha de encaminar su vida y sus sociedades de acuerdo a la ley de su Creador expresada en las leyes naturales y en Cristo Rey, ayudado necesariamente por Su Gracia y encaminado a la Vida verdadera; o (2) el hombre es Dios y por tanto capaz de modificar las normas a su arbitrio, sin el recurso a ninguna fuerza que venga de lo alto y encerrado en los límites adamíticos, a la postre homicidas, de su naturaleza.
En esta segunda metafísica, prometeica y demoníaca, es imperioso suplir la unidad humana sublimada por Cristo y su Iglesia en el respeto de toda persona, raza, nación y cultura sanables, por un universalismo igualitario y humanista de mediano consumo, digitalmentee controlado, satisfecho en sus instancias primarias, recreado por sexo, fútbol y droga. Todas las religiones adorando al hombre y, la católica, admitida sólo como una más, y en la medida en que sirva a la democracia y a la humanidad global. Y, lamentablemente, en eso estamos: ¿Cristo Rey? Una conmemoración simbólica. Lo único verdadero: el Reino mundialista del hombre. El hombre rey, el hombre dios, la ecología entronizada, la humanidad incensada, la democracia reunida alrededor del circo y del pan elevados a liturgia dominical.
De tal modo que hoy ni siquiera cuando hombres de Iglesia son atacados o impugnados por la política podemos estar seguros de que lo sean como un factor más de poder en el cual ficticias rivalidades hacen a la estabilidad del sistema global o lo hacen realmente por oposición a lo cristiano. Todo es confuso.
Por ejemplo, cuando nuestro impresentable presidente, dueño de millones mal habidos depositados en el exterior y mentor de cuanta iniciativa corruptora y disolvente pueda proponerse en el país, ataca a hombres de Iglesia, hasta es capaz de decir cosas verdaderas. Como por ejemplo cuando afirma que la Declaración de la nonagésima Asamblea General de la Conferencia Episcopal Argentina más parece el manifiesto de un partido político que una pieza de índole religiosa y pastoral.
Lo mismo cuando insta a los obispos a que, en lugar de criticar para afuera, miren un poco qué es lo que está sucediendo dentro de la Iglesia. Y lo cierto es que, en eso de tomarlos medio en broma, como lo ha hecho algún ministro, no dejan de ser razonables, porque si nuestros dirigentes eclesiásticos tienen la misma idoneidad para dar consejos sobre la marcha de la economía del país como la que demuestran para dirigir a sus iglesias en ruinas y sus inexistentes vocaciones sacerdotales y sus fieles refugiándose en las sectas o en el ateísmo práctico -según estadísticas que alarman a la Santa Sede-, francamente no parece serio hacerles demasiado caso.
Antes, los obispos hablaban en nombre de Cristo Rey, de la Tradición católica, de siglos de gobierno inspirado por las verdades cristianas. Pero ahora que nada de ello se predica, que, para peor, aparentemente se ha pedido perdón por esa maravillosa experiencia y doctrina milenaria, ¿en nombre de qué competencia o autoridad los religiosos reivindican potestad alguna sobre problemas económicos, sociales, o políticos? Si, como sería lógico, de política y leyes se pronunciaran abogados católicos, la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Católica , la Corporación de abogados católicos; si sobre economía lo hiciera la Facultad de Economía de la misma UCA o asociaciones de empresarios católicos o corporaciones profesionales semejantes, al menos tendrían la seriedad de sus conocimientos y experiencia y cierta lejana garantía de su inspiración católica. Pero la reunión de cuatro o cinco días de religiosos que cuanto mucho han estudiado -no todos demasiado bien- algo de teología y un cristianismo adaptado a los tiempos e infiltrado por la gnosis masónica, ¿qué puede sacar de lúcido respecto de cuestiones sociales y políticas? Más, cuando sabemos que cada uno, en esas materias, no sólo no tienen grandes estudios y casi todo lo absorben de la televisión que miran a la noche y los diarios o noticiosos que leen o escuchan a la mañana, sino que, en sus opiniones, tienen entre sí tantas divergencias como la de los diversos partidos por los cuales, como cualquier integrante del padrón, votan religiosamente cuando les toca hacerlo.
Nos gustaría más escucharlos hablar católicamente de cuestiones religiosas -como irónicamente les ha sugerido el presidente 'K'-. Pero también allí, la prudencia y las nuevas doctrinas de la libertad religiosa -piedra libre para contaminar con cualquier superchería la mente ya bastante estragada de nuestros pueblos- y la de la igualdad de todas las religiones, 'dogmas' impuestos por los poderes mundiales, obliga a nuestros pastores a ser sinuosos, jamás claros, amigos de componendas, de no enfrentamientos.
Eso es lo peor, hoy: el 'enfrentamiento'. Por eso, a callar cuando algún obispo digno se atreve a hacer afirmaciones religiosas sobre una verdad moral y suscita las iras del gobierno. Por eso, a asombrarse y desmentir rápidamente -mediante 'voceros'- cuando algún pasaje acertado que por casualidad se les escapó en medio de un documento tan inocuo y sin trascendencia como el emitido por la Conferencia , toma vuelo y suscita ira y reacción. Pero, sobre todo, jamás referirse a que en la Iglesia misma hay problemas, que las cosas no van como deberían ir o que se dude de que ellos manejan infaliblemente bien a sus diócesis, más aún que las han 'renovado' venciendo la herencia vetusta que les dejaron sus predecesores.
Pero esto ya es un hecho: estamos casi peor que en épocas preconstantinianas, que en las catacumbas. Una a una han sido destruidas las esencias nacionales otrora católicas reconocedoras de Cristo Rey. Las ideas gnósticas judeo talmúdicas y masónicas han carcomido el caracú de la antigua cristiandad; dos guerras mundiales han abatido lo poco que de ella restaba; los medios y las grandes finanzas están en manos del enemigo; el ariete talmúdico del Islam avanza -como lo ha hecho desde su nacimiento salvo retrocesos temporarios- en todos los frentes.
Pocos eclesiásticos se atreven a predicar la 'entera verdad', como ha acusado el Papa Benedicto hace una semana nada menos que a los obispos de Austria. No quedan ni naciones, ni ejércitos cristianos; solo, aislados, unos cuantos soldados, algunos obispos, algunos religiosos, algunas familias, algunos que todavía ven y reconocen, al menos en sus vidas, la reyecía del Señor del Universo. Por eso la reconquista, si todavía es posible en esta tierra, habrá de ser esforzada y paulatina.
Y hay que empezar por lo más importante: por lo que acaba de decir el Papa Benedicto y les leo: "Es necesario, dar a la Iglesia un cambio de dirección. Antes que nada la confesión clara, corajuda y entusiasta de la fe en Jesucristo, -no de cualquier Dios esfuminado- el Cristo que vive aquí y ahora en su Iglesia, único en quien el hombre puede encontrar la felicidad. (.) Y hacerlo sin concesiones, como en los primeros tiempos, en clara misión de proclamar la entera verdad. (.) Aunque puede que debamos en nuestros días actuar con ponderación, la prudencia de ninguna manera ha de impedirnos presentar la palabra de Dios con total claridad, aun en aquellas cosas que el mundo no quiere aceptar o que suscitan reacciones de protesta o de burla. (.) Una enseñanza católica que se ofrece de modo incompleto, es una contradicción en sí misma y, a largo plazo, no puede ser fecunda. Sólo la claridad y belleza de la fe católica integral puede hacer luminosa la vida del hombre y de las sociedades. Sobre todo si se presenta mediante testigos entusiastas y entusiasmantes"
Siguiendo a nuestro Papa y en la solemnidad de hoy, comprometámonos, más que nunca, en esta Iglesia asediada, en este mundo y esta patria que han sido arrebatados a nuestro Rey, a cerrar filas a su vera y, al menos en el bastión de nuestros corazones, seguir proclamando, con nuestra vida y conducta, que tenemos sólo a Cristo por Rey.
No hay que olvidar esta situación de la era de Kennedy para entender el clima de utopismo progresista que permeó todo el desarrollo del Concilio Vaticano II. Concilio que se cuidó bien de romper este clima de conciliación con ningún tipo de condena o reclamo doctrinal, no haciendo la más mínima mención al drama de los países en manos del marxismo y asimilando, en un lenguaje farragoso y poco preciso, todas las ideas fuerzas del universalismo pacifista, 'nación-unidista' y 'ecológico-socialista' de la época. Desde entonces los clérigos que se formaron en los seminarios fueron obligados a alimentarse de esa literatura conciliar, fruto de compromisos entre contrapuestas tendencias eclesiásticas y que, salvo allí donde repetían, fuera de contexto, afirmaciones del Magisterio anterior, no aportaban nada a la formación de las mentes ni de los corazones. Así hemos llegado a la predicación humanista actual, despojada de fibra y teología, que suele escucharse en nuestros púlpitos y cátedras episcopales.
Pero claro, lo de Kennedy tocó a su fin. Sus proyectos fracasaron lastimosamente, al menos en Latinoamérica, entre otras cosas, no por el menor motivo de que la supuesta 'ayuda americana' era tragada por la avidez de burocracias corruptas que no alcanzaban sus beneficios a la gente y porque lo único que de hecho llegaba era la ideología inmoral, siempre izquierdosa y anticristiana, que dominaba la ONU , la UNESCO, la OMS, la Banca Mundial, la CEPAL y otras 'organizaciones no gubernamentales', pero costeadas por intereses mundialistas.
De todos modos, caído el comunismo, el 'tercermundismo' llamado católico perdió uno de sus caballitos de batalla.
Es bueno recordar que ese fenómeno de mixtura entre cristianismo y marxismo militante había sido la lógica consecuencia de que el catolicismo hubiera echado por la borda -a partir de la aceptación de León XIII, a fines del siglo XIX, de las reglas de juego de la democracia liberal y partitocrática- su proyección necesaria en la política y la economía. La Iglesia oficial, renunciando a la cristiandad en contra de la naturaleza misma del catolicismo, redujo la fe a la vida puramente familiar y personal. La renuncia a aquella cristiandad y la adopción de otras praxis no específicamente católicas tomó su forma definitiva en el Vaticano II. Ya a ningún prelado significativo se le ocurrirá sostener la verdad de siempre de que, si el mundo, aún en sus estructuras temporales, debe servir al auténtico Bien Común, su única posibilidad consiste en someterse desde ya, en este tiempo, a la reyecía de Cristo. Así la fiesta de Cristo Rey que estamos celebrando hoy, trasladada al final del año litúrgico, se transformó en el festejo de una meta puramente escatológica, fuera del tiempo.
En realidad la lápida teórica a la reyecía temporal de Cristo la había suministrado el filósofo cristiano de origen judío Jacques Maritain, quien sostenía, la posibilidad y necesidad de una política puramente humanista sin referencia a lo sobrenatural -sólo basada en una ley natural que, despojada de sustento cristiano, fue suplantada prestamente por los cambiantes así llamados derechos humanos-.
De todos modos, cuando, por exigencias internas de la fe, muchos católicos sintieron la necesidad de proyectarla política y socialmente, perdida la memoria de la cristiandad y la auténtica política católica, no encontraron modelo mejor que, por una parte el liberalismo y, en su ala más comprometida, el socialismo marxista, que les parecía -erróneamente- respondía mejor a las pautas cristianas. Y así, desde el evangelio, hasta se llegó a justificar y alentar el terrorismo y la subversión.
Pero, como decíamos, fracasado el comunismo, al menos en la Unión Soviética, quedaba, aparentemente solo y triunfante, el modelo liberal. Adalid teórico o al menos propagandista 'best seller' de dicho modelo victorioso fue el mediático Francis Fukuyama, nacido en el año 1952 en Chicago, doctorado en Harvard. La obra que lo lanzó a la fama fue "El fin de la historia", del año 1992. Allí postulaba que -caídas todas las luchas ideológicas junto al muro de Berlín- el progreso había alcanzado finalmente su objetivo. El triunfo arrasador de la democracia liberal era capaz de terminar con toda guerra. Todo el mundo se iría dando cuenta ahora de las ventajas del sistema, el único apto para garantizar el crecimiento y distribución de la riqueza de las naciones y el máximo garante de las libertades individuales y felicidad de las mayorías. La historia se había cerrado.
El libro tuvo una repercusión fulminante y sustentó durante mucho tiempo las tesis sobre la globalización.
Pero el mismo Fukuyama ha debido, en obras posteriores, por cierto de menor repercusión, ir matizando sus afirmaciones. Desde dos desmañadas obras del 95 y el 99 tendientes a la defensa de 'valores', incluso familiares, como necesarios para sustentar la prosperidad y el crecimiento -que fueron la base teórica del llamado renacimiento moral americano (efímero, por cierto), hasta, en el 2002, "Nuestro futuro posthumano. Consecuencias de la revolución de la biotecnología", donde Fukuyama tomaba en cuenta las nuevas posibilidades de la ingeniería genética de intervenir en el cerebro y comportamiento humanos, cosa que crearía, a su juicio, fuentes de desigualdad no previstas en sus obras anteriores. La bioética fue en esos años su preocupación y, de hecho, es en este renglón, actual asesor del presidente Bush.
Sin embargo su último libro, recién traducido al castellano, "La construcción del estado. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI", apenas toca el tema. En realidad habla de que el fracaso, al menos temporal, de su tesis del "Fin de la Historia ", tiene su explicación en la debilidad de los estados, incapaces de imponer el verdadero orden liberal, sobre todo en los países del tercer mundo. Y así Fukuyama defiende la tutela que, mediante ejércitos globalizados, han de ejercer las organizaciones internacionales, y, mientras éstas se muestren ineficaces, la necesidad de que asuman dicha tutela Estados fuertes donde impere la libertad, como los Estados Unidos, interviniendo allí donde los estados nacionales no cumplan el papel de hacer respetar las garantías individuales.
Curioso que, en su libro, a pesar de que sus cambios de posición obedecen en gran parte al 11 N y lo de las torres gemelas, el Islam apenas aparezca mentado como 'fenómeno pasajero', excusa solo de masas pauperizadas -según F- y que desaparecerá tan pronto sus seguidores comprendan el papel benéfico del sistema global impuesto convincentemente por las armas y las inversiones. Curioso también que en sus obras no se haga nunca la más mínima alusión al papel de la Iglesia Católica sino como lejano factor histórico ya superado.
(Fukuyama anda en estos momentos por aquí, en Buenos Aires, invitado por la Universidad di Tella y acaba de dictar, en el auditorio del edificio Malba, una conferencia sobre el tema)
Pero es verdad que a los grupos -de los cuales Fukuyama, a la manera de Kissinger, no es sino un hábil mercenario-, consciente o no; e.d. a la Trilateral , al grupo Bilderberg, al Council on Foreign Relations (CFR), a las grandes empresas noticiosas, a los tejes-manejes anticristianos judeo talmúdicos y masónicos en sus miles de disfraces, lo único que les interesa es, precisamente, hacer desaparecer a la Iglesia como verdadero fin de la historia. Porque -es bueno tenerlo siempre claro-: a pesar de los fatídicos equilibrios maritainianos y conciliares, no existen más metafísicas -como afirma San Pablo en la epístola que acabamos de escuchar (I Cor 15, 20)- ni por lo tanto más políticas que la de (1) o aceptar que el hombre es criatura y, por lo tanto, ha de encaminar su vida y sus sociedades de acuerdo a la ley de su Creador expresada en las leyes naturales y en Cristo Rey, ayudado necesariamente por Su Gracia y encaminado a la Vida verdadera; o (2) el hombre es Dios y por tanto capaz de modificar las normas a su arbitrio, sin el recurso a ninguna fuerza que venga de lo alto y encerrado en los límites adamíticos, a la postre homicidas, de su naturaleza.
En esta segunda metafísica, prometeica y demoníaca, es imperioso suplir la unidad humana sublimada por Cristo y su Iglesia en el respeto de toda persona, raza, nación y cultura sanables, por un universalismo igualitario y humanista de mediano consumo, digitalmentee controlado, satisfecho en sus instancias primarias, recreado por sexo, fútbol y droga. Todas las religiones adorando al hombre y, la católica, admitida sólo como una más, y en la medida en que sirva a la democracia y a la humanidad global. Y, lamentablemente, en eso estamos: ¿Cristo Rey? Una conmemoración simbólica. Lo único verdadero: el Reino mundialista del hombre. El hombre rey, el hombre dios, la ecología entronizada, la humanidad incensada, la democracia reunida alrededor del circo y del pan elevados a liturgia dominical.
De tal modo que hoy ni siquiera cuando hombres de Iglesia son atacados o impugnados por la política podemos estar seguros de que lo sean como un factor más de poder en el cual ficticias rivalidades hacen a la estabilidad del sistema global o lo hacen realmente por oposición a lo cristiano. Todo es confuso.
Por ejemplo, cuando nuestro impresentable presidente, dueño de millones mal habidos depositados en el exterior y mentor de cuanta iniciativa corruptora y disolvente pueda proponerse en el país, ataca a hombres de Iglesia, hasta es capaz de decir cosas verdaderas. Como por ejemplo cuando afirma que la Declaración de la nonagésima Asamblea General de la Conferencia Episcopal Argentina más parece el manifiesto de un partido político que una pieza de índole religiosa y pastoral.
Lo mismo cuando insta a los obispos a que, en lugar de criticar para afuera, miren un poco qué es lo que está sucediendo dentro de la Iglesia. Y lo cierto es que, en eso de tomarlos medio en broma, como lo ha hecho algún ministro, no dejan de ser razonables, porque si nuestros dirigentes eclesiásticos tienen la misma idoneidad para dar consejos sobre la marcha de la economía del país como la que demuestran para dirigir a sus iglesias en ruinas y sus inexistentes vocaciones sacerdotales y sus fieles refugiándose en las sectas o en el ateísmo práctico -según estadísticas que alarman a la Santa Sede-, francamente no parece serio hacerles demasiado caso.
Antes, los obispos hablaban en nombre de Cristo Rey, de la Tradición católica, de siglos de gobierno inspirado por las verdades cristianas. Pero ahora que nada de ello se predica, que, para peor, aparentemente se ha pedido perdón por esa maravillosa experiencia y doctrina milenaria, ¿en nombre de qué competencia o autoridad los religiosos reivindican potestad alguna sobre problemas económicos, sociales, o políticos? Si, como sería lógico, de política y leyes se pronunciaran abogados católicos, la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Católica , la Corporación de abogados católicos; si sobre economía lo hiciera la Facultad de Economía de la misma UCA o asociaciones de empresarios católicos o corporaciones profesionales semejantes, al menos tendrían la seriedad de sus conocimientos y experiencia y cierta lejana garantía de su inspiración católica. Pero la reunión de cuatro o cinco días de religiosos que cuanto mucho han estudiado -no todos demasiado bien- algo de teología y un cristianismo adaptado a los tiempos e infiltrado por la gnosis masónica, ¿qué puede sacar de lúcido respecto de cuestiones sociales y políticas? Más, cuando sabemos que cada uno, en esas materias, no sólo no tienen grandes estudios y casi todo lo absorben de la televisión que miran a la noche y los diarios o noticiosos que leen o escuchan a la mañana, sino que, en sus opiniones, tienen entre sí tantas divergencias como la de los diversos partidos por los cuales, como cualquier integrante del padrón, votan religiosamente cuando les toca hacerlo.
Nos gustaría más escucharlos hablar católicamente de cuestiones religiosas -como irónicamente les ha sugerido el presidente 'K'-. Pero también allí, la prudencia y las nuevas doctrinas de la libertad religiosa -piedra libre para contaminar con cualquier superchería la mente ya bastante estragada de nuestros pueblos- y la de la igualdad de todas las religiones, 'dogmas' impuestos por los poderes mundiales, obliga a nuestros pastores a ser sinuosos, jamás claros, amigos de componendas, de no enfrentamientos.
Eso es lo peor, hoy: el 'enfrentamiento'. Por eso, a callar cuando algún obispo digno se atreve a hacer afirmaciones religiosas sobre una verdad moral y suscita las iras del gobierno. Por eso, a asombrarse y desmentir rápidamente -mediante 'voceros'- cuando algún pasaje acertado que por casualidad se les escapó en medio de un documento tan inocuo y sin trascendencia como el emitido por la Conferencia , toma vuelo y suscita ira y reacción. Pero, sobre todo, jamás referirse a que en la Iglesia misma hay problemas, que las cosas no van como deberían ir o que se dude de que ellos manejan infaliblemente bien a sus diócesis, más aún que las han 'renovado' venciendo la herencia vetusta que les dejaron sus predecesores.
Pero esto ya es un hecho: estamos casi peor que en épocas preconstantinianas, que en las catacumbas. Una a una han sido destruidas las esencias nacionales otrora católicas reconocedoras de Cristo Rey. Las ideas gnósticas judeo talmúdicas y masónicas han carcomido el caracú de la antigua cristiandad; dos guerras mundiales han abatido lo poco que de ella restaba; los medios y las grandes finanzas están en manos del enemigo; el ariete talmúdico del Islam avanza -como lo ha hecho desde su nacimiento salvo retrocesos temporarios- en todos los frentes.
Pocos eclesiásticos se atreven a predicar la 'entera verdad', como ha acusado el Papa Benedicto hace una semana nada menos que a los obispos de Austria. No quedan ni naciones, ni ejércitos cristianos; solo, aislados, unos cuantos soldados, algunos obispos, algunos religiosos, algunas familias, algunos que todavía ven y reconocen, al menos en sus vidas, la reyecía del Señor del Universo. Por eso la reconquista, si todavía es posible en esta tierra, habrá de ser esforzada y paulatina.
Y hay que empezar por lo más importante: por lo que acaba de decir el Papa Benedicto y les leo: "Es necesario, dar a la Iglesia un cambio de dirección. Antes que nada la confesión clara, corajuda y entusiasta de la fe en Jesucristo, -no de cualquier Dios esfuminado- el Cristo que vive aquí y ahora en su Iglesia, único en quien el hombre puede encontrar la felicidad. (.) Y hacerlo sin concesiones, como en los primeros tiempos, en clara misión de proclamar la entera verdad. (.) Aunque puede que debamos en nuestros días actuar con ponderación, la prudencia de ninguna manera ha de impedirnos presentar la palabra de Dios con total claridad, aun en aquellas cosas que el mundo no quiere aceptar o que suscitan reacciones de protesta o de burla. (.) Una enseñanza católica que se ofrece de modo incompleto, es una contradicción en sí misma y, a largo plazo, no puede ser fecunda. Sólo la claridad y belleza de la fe católica integral puede hacer luminosa la vida del hombre y de las sociedades. Sobre todo si se presenta mediante testigos entusiastas y entusiasmantes"
Siguiendo a nuestro Papa y en la solemnidad de hoy, comprometámonos, más que nunca, en esta Iglesia asediada, en este mundo y esta patria que han sido arrebatados a nuestro Rey, a cerrar filas a su vera y, al menos en el bastión de nuestros corazones, seguir proclamando, con nuestra vida y conducta, que tenemos sólo a Cristo por Rey.
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