domingo, 12 de abril de 2009
Preces por la paz de la República - Venerable Fray Mamerto Esquiú
II
Brazo de Dios se llama propiamente en la Sagrada Escritura del Verbo humanado, porque en cuanto Dios en él y por él fueron criadas todas las cosas (Joann, I), y hecho hombre es nuestra sabiduría, nuestra justicia santificada y redención (I Cor. I) Jesucristo es el príncipe de los reyes de la tierra (Apoc. I); el primogénito de Dios, heredero de todas las criaturas (Coloss. I); es el Juez universal que levantará los humildes a la gloria de la eternidad, y hará de los impíos la espantable peaña de la eterna Justicia. ¡Verbo de sabiduría y magnificencia infinita! Toda criatura te alaba y confiesa a su modo, causa y ejemplar eterno de todo lo que es y vive en el abismo de la nada. ¡Brazo de Dios! A tu nombre doblan la rodilla todos cuantos viven en el cielo, en la tierra y en el infierno.
Pero sin menoscabo de esta nuestra fe, y sin negar, antes aceptando más el sentido inmediato y literal de las escrituras, cuadra muy bien llamar Brazo de Dios a María, Océano de las Divinas Gracias, como la saluda San Buenaventura; medio por el que quiso Dios que obtuviésemos todos los bienes, qui voluit totum nos habere per Mariam, como dice el P. S. Bernardo; a quien invoca S. Efrén diciendo: “Después de la Trinidad, Vos, ¡oh, María!, sois dueña de todo; después del Paráclito, Después del Mediador, Vos sois otra Mediadora del mundo entero”. De esta manera, María es verdaderamente el Brazo de la bondad y misericordia de Dios, que tiene el ejercicio de su infinita ternura: San Alfonso Ligorio explicando el salmo, Deus judicium tuum Regi da, et justitiam tuam filio Regis, ¡oh, Dios!, da al Rey tu juicio, y tu santidad al hijo del Rey, aplica lo primero a Jesucristo que tiene de su Padre el derecho de juzgar a todos, y lo postrero a María que ha recibido de su Hijo la gracia de ejercitar la Divina Misericordia.
Según estas bellas y consoladoras revelaciones, cuando necesitamos que la Divina Bondad se derrame inmensa, poderosísima cual es. Para salvarnos de muy grandes males, de las calamidades muy terribles que nacen del pecado, y se ejercitan por el pecado, y producen innumerables pecados, como es la guerra, ¿a quién habíamos de ir sino a la que tiene un corazón de Madre de Dios, y que por consiguiente solo desea la salvación de los que por su amor y sus dolores somos también sus hijos?
A estos motivos generales de confianza en María Santísima, añadid los especiales que tenemos en ella por el culto e esta venerable imagen. ¡Ay, cuánta ternura para sus devotos!, ¡cuántos prodigios, cuántos consuelos ha derramado en los corazones Nuestra Señora del Valle! La que libró a un infeliz del poder del demonio en este mismo templo, ¿no arrancará de nuestros pechos el fiero demonio de la discordia? La que salvó tantas veces a nuestros padres de la ferocidad de los calchaquíes, ¿no hará cesar este ruido de armas fraticidas? ¡Oh, virgen del Valle! ¡Oh, Madre nuestra amantísima! Haced que este pueblo y que todos tus devotos muestren en la paz y en la concordia en que vivan, que son hijos vuestros, y que en ti moran contentos y alegres. Desterrad de nosotros y de todos nuestros hermanos el espantoso azote de la guerra, en que perecen eternamente tantas almas, y se cometen tantos crímenes, y nos cuesta tanta sangre y tan amargas lágrimas. Mostrad en esta obra que sois verdaderamente el Brazo de la divina misericordia y Madre nuestra.
Pero aún tenemos otro motivo especialísimo de confianza en María. El culto en que ella se ha complacido y por el que ha dispensado tantos favores a los que se lo tributaban en este augusto santuario ha sido nuestra fe en su Inmaculada Concepción; hemos creído siempre con todas las veras del alma en este dulcísimo misterio, y más de una vez nuestro pueblo, puesto de pie como si fuera un solo hombre, le ha jurado adhesión y fidelidad eterna. La América toda le rendía este homenaje. Cuando ha llegado, pues, el gran día de su declaración dogmática, tenemos derecho a los favores que el Cielo debe hacer a la tierra por el honor y gloria que ésta le envía: en el solemne día de gracia tenemos derecho a ellas los que por trescientos años lo hemos esperado con la fe, el amor y la confianza más tierna, y que con la Iglesia hemos creído que este glorioso hecho sería el principio de grandes bienes, de la exaltación de la fe católica y del aumento de la Religión cristiana. ¡Ah, la fe de la Iglesia no puede ser defraudada en su piadosa esperanza! María, pues, la estrella de mar, nos visitará; ella nos volverá el espíritu de fe que hemos perdido, dará a nuestros corazones la humildad que no tienen, y cegadas estas fuentes de la guerra, será nuestra herencia la paz, la dulce paz que es un preludio de la bienaventuranza, así como la guerra es un comienzo de la reprobación eterna.
Llenos, pues, de la más grande confianza en María, Brazo del poder y misericordia de Dios, porque es el órgano de todos los bienes que se distribuyen a las criaturas, porque es Madre y Señora especial de los vallistas, y porque estamos en el período de las gracias, pidámosle siempre por la paz de este su pueblo, de todos nuestros hermanos de la República Argentina y de toda la América; pidamos siempre, la oración continua lo alcanza todo, y al mismo tiempo que oramos, trabajemos todos por pacificar los ánimos, por desterrar cruelísimos rencores, por tener nosotros y procurar que haya en todos espíritu de obediencia y sumisión a las leyes y a las autoridades creadas por ellas. En este ejercicio de oración y de caridad hallaréis la paz de la vida presente y la eterna de la bienaventuranza en el gozo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
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