lunes, 9 de marzo de 2009
Fragmento del Libro de la vida - Santa Teresa de Ávila
Capítulo XXXVII.
Acaecióme con algún confesor, que siempre quiero mucho a los que gobiernan mi alma: como los tomo en lugar de Dios tan de verdad, paréceme que es siempre donde mi voluntad más se emplea; y como yo andaba con seguridad, mostrábales gracia; ellos, como temerosos y siervos de Dios, temíanse no me asiese en alguna manera y me atase a quererlos, aunque santamente, y mostrábanme desgracia. Esto era después que yo estaba tan sujeta a obedecerlos; que antes no los cobraba ese amor. Yo me reía entre mí de ver cuán engañados estaban; aunque no todas veces trataba tan claro lo poco que me ataba a nadie; como lo tenía en mí, mas asegurábalos; y tratándome más, conocían lo que debía al Señor; que estas sospechas que traían de mí, siempre eran a los principios. Comenzóme mucho mayor amor y confianza de este Señor en viéndole, como con quien tenía conversación tan contina. Vía que, aunque era Dios, que era hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres; que entiende nuestra miserable compostura sujeta a muchas caídas, por el primer pecado, que él había venido a reparar. Puedo tratar como con amigo, aunque es Señor, porque entiendo no es como los que acá tenemos por señores, que todo el señorío ponen en autoridades postizas, ha de haber hora de hablar, y señaladas personas que les hable: si es algún pobrecito que tiene algún negocio, más rodeos y favores y trabajos le ha de costar tratarlo. !Oh, que si es con el rey! Aquí no hay tocar gente pobre y no caballerosa, sino preguntar quién son los más privados; y a buen seguro que no sean personas que tengan al mundo debajo de los pies, porque éstos hablan verdades, que no temen ni deben; no son para palacio, que allí no se deben usar, sino callar lo que mal les parece, que aun pensarlo no deben osar, por no ser desfavorecidos.
!Oh Rey de gloria y Señor de todos los reyes! ¡Cómo no es vuestro reino armado de palillos, pues no tiene fin! ¡Cómo no son menester terceros para vos! Con mirar vuestra persona, se ve luego que sois solo el qué merecéis que os llamen Señor. Según la majestad mostráis, no es menester gente de acompañamiento ni de guarda, para que conozcan que sois rey; porque acá un rey solo, mal se conocerá por sí, aunque él más quiera ser conocido por rey, no le creerán, que no tiene más que los otros; es menester que se vea por qué lo creer. Y ansí es razón tenga estas autoridades postizas; porque si no las tuviese, no le temían en nada, porque no sale de sí el parecer poderoso: de otros le ha de venir la autoridad. ¡Oh, Señor mío! ¡Oh Rey mío! ¿Quién supiera ahora representar la majestad que tenéis? Es imposible dejar de ver que sois grande emperador en vos mesmo, que espanta mirar esta majestad: más, más espanta, Señor mío, mirar con ella vuestra humildad y el amor que mostráis a una como yo.
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