jueves, 4 de marzo de 2010

La Patria y la Nación - R. P. Alfredo Sáenz


Antes de introducirnos en el análisis de la virtud misma, digamos algo sobre el concepto de “Patria” y de “Nación”, sin cuyo conocimiento se torna poco menos que imposible tratar de la virtud que tiene a ellas por objeto. ¿Cómo aparecieron las Patrias en la historia?. La humanidad, tal como se halla hoy, se nos presenta dividida en sociedades territoriales determinadas. No fue así desde el comienzo. La humanidad se inició con una familia, nuestros primeros padres, a los que se les dijo: “Creced y multiplicaos” (Gén. 1, 22). Así lo hicieron los hombres primitivos y luego se fueron dispersando por el mundo. Conservaban, ciertamente, algunos vínculos comunes, como el idioma, las costumbres, un conjunto de verdades elementales, que conocían por la revelación natural, etc. Pero la soberbia, subyacente en el intento prometeico de la construcción de la torre de Babel, los dividió profundamente, desvinculándose entre ellos y perdiendo la comunidad de lengua.

Segmentada la humanidad y dispersa por el mundo, el ideal de la sociedad universal, que debía agrupar a todos los hombres, quedó frustrado. Aparte de los egoísmos crecientes, brotes de la soberbia, otros factores como las grandes distancias, los obstáculos físicos, los mares, los océanos y las cordilleras, opusieron dificultades poco menos que insalvables a la conspiración de todos los hombres hacia su destino común. Sin embargo dicho destino subsistía, y en razón del carácter sociable con que Dios creó al hombre, se fueron concretando diversos grupos o sociedades particulares, con fines específicos y concretos.

Dichas sociedades menores nacieron, pues, de la combinación del carácter comunitario de la naturaleza humana, que postula la conspiración a un destino común para todo el género humano, con diversas circunstancias geográficas y hechos históricos que circunscribieron a la humanidad en agrupaciones fragmentarias. Primero aparecieron las tribus, agrupaciones de familias, luego los municipios, y finalmente fueron surgiendo, esplendorosas y magníficas, las patrias, sociedades mayores, dentro de las cuales el hombre podía alcanzar su destino temporal, dentro del linaje humano. En este sentido, cabría decir que Dios mismo es el que está en el origen de las diversas patrias (…)

Tras esta mirada transcendental, penetremos en el sentido de las palabras “patria” y “nación”, partiendo de su significación semántica. La palabra “patria” proviene de patres. Por consiguiente, al decir patria nos estamos refiriendo a nuestro país como algo que nos viene dado, como una herencia. Mirando al pasado, advertimos que la patria es la tierra de nuestros padres. La palabra “nación”, por su parte, se deriva de natus, es decir, que tiene que ver más bien con los hijos, los herederos. En ese caso, estamos mirando preferentemente hacia el futuro. Podría concluirse que si la Patria es una herencia, la Nación es un quehacer, una misión. De ahí que, como escribe Nicolás Berdiaiev, “tienen mucha razón quienes definen la nación como una unidad de destino histórico” (1). (…)

El binomio patria-nación suscita esta doble mirada que enriquece la virtud que nos aprestamos a tratar. Porque la patria está lejos de ser algo terminado, ya hecho. No existe concepto más intensamente dinámico que el de patria, una patria siempre en construcción. La patria engendra el patriotismo y nacionalismo. Esta última palabra resulta sospechosa para no pocos, ya que a veces se la ha entendido en un sentido falseado, totalitario. De por sí es una palabra noble. Si el patriotismo se refiere al amor a la Patria, el nacionalismo alude al amor a la Nación. En nuestra tarea de rescatar las palabras bastardeadas, también se vuelve necesario rescatar a ésta última. Acertadamente ha dicho Ramiro de Maeztu: “Entre nosotros no podría tener otro sentido hacer distingos entre patriotismo y nacionalismo, que no sea el de considerar el nacionalismo como un patriotismo militante frente a un peligro de disolución”. Es decir que el nacionalismo brota de la mirada hacia el futuro, a que nos hemos referido, sobre todo cuando se ve la Patria amenazada o en trance de perecer. (…)


Las modalidades del Amor a la Patria

(…) 4. Amor dolorido. Cuando vemos a la Patria enferma o mancillada, el amor se vuelve dolor, es un amor dolorido. Castellani nos ha dejado un notable texto, que sintetiza mucho de lo dicho hasta aquí, concluyendo en lo que ahora nos ocupa: “El patriotismo es virtud cuando ese apego a lo propio entra en los ámbitos de la razón, y es virtud moral perteneciente al cuarto mandamiento, cuando se ama a la patria por ser «patria» o «paterna»; y es una virtud teológica, que ingresa en el primer mandamiento cuando se ama a la patria por ser una cosa de Dios, y así tenemos el patriotismo común y el patriotismo heroico, que poquísimos poseen hoy día. Así siempre se puede amar a la patria, por fea, sucia y enferma que ande; y así amó Cristo a su nación, que era una «cosa de Dios» literalmente, y por propia culpa estaba lejos de serlo; de modo que su amor era compasión; y así la obra de ese amor fue conminación y consejo, antes que fuera demasiado tarde: no le dijo requiebros sino amenazas, desde el borde abrupto que domina por el Norte la ciudad de Jerusalén. Y lloró sobre ella”.

Para nuestro poeta Marechal, a veces la Patria es “un dolor que se lleva en el costado sin palabra ni grito” (2). Y también: “La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre” (3). Cuando la Patria se vuelve dolor, el amor se acrisola. Bien ha dicho Saint-Exupéry, “¿qué vale una causa que no hace sufrir?”.

En su carta apostólica Salvifici doloris, Juan Pablo II enuncia, entre los posibles dolores morales que una persona puede sufrir, “las desventuras de su propia nación” (4). “Me duele España”, decía Unamuno. Castellani ha expresado en Su Majestad Dulcinea lo que este dolor significa para él: “De las ruinas de este país que llevo edificado sobre mis espaldas, cada minuto me cae un ladrillo al corazón. Y ¡ay de mí! Dios me ha hecho el órgano sensible de todas las vergüenzas de mi Patria y en particular de cada alma que se desmorona”. Como se ve, amar a la Patria no es solamente complacerse sino condolerse. Amarla como se ama al enfermo, para que se restablezca, amarla como se ama al pecador, para que se convierta y viva.

Cerremos estas consideraciones sobre las diversas modalidades del amor patrio: amor afectivo, amor crítico, amor dolorido, con unas inspiradas reflexiones de Manuel García Morente. Según este autor, como lo hemos señalado más arriba, se debe amar a la Patria casi como si fuera una persona humana, y por tanto dicho amor habrá de asumir todas las formas que puede asumir el amor a una persona humana. Estas formas son tres: el amor filial, el amor conyugal y el amor paternal.

El amor a la Patria es ante todo, amor filial, ya que a la patria le debemos la vida y la educación, que es lo que un hijo debe a sus padres. Este tipo de amor se estimula principalmente cuando consideramos a la patria en su pasado, en su tradición, como si fuera madre nuestra en lo espiritual y lo material. Dicho amor es entonces amor histórico o amor de gratitud, que nos llevará a conservar cuidadosamente los restos del pasado patrio, a conocer y estudiar la historia de sus grandezas, sin ignorar sus defecciones, con la consiguiente conmiseración.

Pero también el amor a la Patria es un amor conyugal. Porque la patria no es sólo madre, sino que tiene también algo de esposa, de modo que nuestra unión con ella posee un cierto carácter nupcial. La forma que adoptará este tipo de adhesión será la del amor de fidelidad. Contra tal amor, que tiende a ser indisoluble, atenta la deslealtad, la traición a la patria, una especie de adulterio que rompe la unidad viva de la nación. El amor de fidelidad a la patria-esposa nos vincula a la tierra y a los problemas vivos del presente, al tiempo que nos separa de los enamoramientos furtivos de otras naciones.

El amor a la Patria es, por último, un amor paternal. Porque la patria no es sólo el pasado que nos ha engendrado como hijos, ni tampoco el presente, en el que nos unimos a ella con un amor de índole conyugal. La patria es también el futuro, y en este sentido la engendramos de alguna manera con nuestro esfuerzo. Ahora bien, el futuro de los hijos constituye la preocupación principal de los padres, y por asegurarlo son capaces de sacrificar su vida. Por eso, en su aspecto de amor paternal, el patriotismo es amor de sacrificio. Dar la vida por la patria es como morir por los hijos, de cara al futuro que nuestros esfuerzos presentes preparan a la patria amada, como prolongación del pasado glorioso.

La Patria, pues, concluye García Morente, que se nos muestra como madre, esposa e hija, es objeto de las tres formas de amor que cabe sentir hacia las personas: el amor de gratitud, el amor de fidelidad y el amor de sacrificio. Allí debe confluir la educación del patriotismo, en esas tres formas de amor en que se cifra el conjunto de obligaciones que nos impone dicha virtud (5).



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NOTAS:
1. Sobre la desigualdad, Emecé, Buenos Aires 1978, pág. 102.
2. Heptamerón, “La Patriótica”, I. Descubrimiento de la Patria 15…, pág. 65.
3. Ibid. Descubrimiento de la Patria 2…, pág. 59.
4. Nº 6.
5. Cfr. Escritos Pedagógicos…, págs. 223-225.




Fuente: P. Alfredo Sáenz, “Siete virtudes olvidadas”.

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