lunes, 8 de marzo de 2010
San Juan de Dios, Confesor - 8 de marzo
P. Juan Croisset, S.J.
San Juan de Dios fue portugués, y nació en Montemayor la Nueva, á 8 de Marzo de 1495. Fueron sus padres unos pobres oficiales, pero temerosos de Dios y muy inclinados á la hospitalidad. Habiendo hospedado en cierta ocasión á un pobre sacerdote, que iba camino de Madrid, el niño Juan, que á la sazón tenía nueve años, con impulso pueril tuvo gana de seguirle; y escapándose de su casa se arrimó al sacerdote, el cual, hallándose dificultado con aquel chico, le dejó en el camino en la villa de Oropesa, lugar de Castilla la Nueva. Viéndose Juan desamparado, se acomodó con un pastor, que le recibió por zagal. Portóse con tanta fidelidad y con tanta cordura, que se granjeó el cariño de todos sus compañeros: pero, cansado de aquella vida simple y campestre, sentó plaza de soldado en una compañía de infantería, y marchó á Fuenterrabía, que tenía sitiada Carlos V, con intento de volverla á recobrar de los franceses. Hasta entonces había conservado el candor de la inocencia; pero la licencia militar y el mal ejemplo de sus camaradas le precipitaron presto en los mayores desórdenes. Salió un día destacado en una partida que iba á forrajear, y, montando en una yegua dura de boca y espantadiza, se inquieto ésta tanto, que á vista de los enemigos le arrojó contra unos peñascos, maltratándole el cuerpo con tan violento golpe, que comenzó á echar sangre por boca y narices, quedando sin movimiento, sin sentido y sin habla por espacio de dos horas. Volvió en sí, y reconociendo el peligro se puso como pudo de rodillas, invocó á la Santísima Virgen, á quien profesaba una tierna devoción desde su infancia; pero se había olvidado mucho de Ella desde que estaba en la milicia. Acabada su oración se sintió con fuerzas, y pudo, arrastrando el cuerpo, retirarse al campo. Allí fue socorrido, y, aunque escapó de aquel riesgo, no por eso mejoró de costumbres. No habiendo bastado á convertirle este primer aviso, tuvo otro que fue más eficaz. Habíanle mandado guardar cierto bagaje, que se había quitado al enemigo;
y él, por descuido ó por demasiada confianza, se le dejó hurtar. Irritado el capitán, y queriendo hacer un ejemplar castigo para escarmentar la negligencia de otros, hizo que le substanciasen la causa, y le sentenció á horca. Ibase ya á ejecutar la sentencia, cuando, movido de compasión un oficial general, intercedió por él; concediósele la vida, pero con la condición de ser arrojado ignominiosamente del campo, y que jamás volviese al ejército.
Viendo que el oficio de soldado le había probado tan mal, se restituyó á Oropesa; volvió á buscar á su amo antiguo, y volvió también á su antiguo oficio de pastor; pero igualmente se volvió á cansar presto de aquella vida ociosa y holgazana. Supo que el conde de Oropesa hacía levas por el duque de Alba para ir á Hungría contra el turco; alistóse en ellas; pasó á Hungría; pero, habiéndose retirado los turcos, fueron despedidas las tropas españolas. Desembarcó Juan en la Coruña, y allí tuvo noticia de que su madre había muerto de la pesadumbre poco después que él la había dejado, y que, muerta ésta, su padre, retirándose del mundo, había acabado santamente su vida en un convento. Esta noticia le enterneció hasta hacerle derramar algunas lágrimas, y se puede contar ésta por la primera época le su conversión, avergonzado de su irresolución, y encendido en fervorsos deseos de hacer penitencia, hizo una confesión general muy dolorosa, y para asegurar mejor su salvación determinó pasar al África en busca del martirio.
Embarcóse en Gibraltar, y en la misma embarcación halló á un caballero portugués, que iba desterrado á Ceuta con su mujer y cuatro hijas. Viendo la miseria á que se hallaba reducida aquella pobre familia, y tocado de aquel inagotable fondo de compasión y de caridad con que había nacido, y que fue siempre su distintivo y su carácter, no sólo se ofreció á servirla de criado, sino que iba á trabajar de peón en las obras públicas para ayudarla á mantenerse con el triste jornal que ganaba. Estuvo algún tiempo en Ceuta, hasta que, desengañado por su confesor de que eran ilusiones aquellos deseos del martirio, resolvió volverse á España.
Embarcóse, y en la navegación padeció una furiosa tempestad, que atribuía á sus pecados. Arribando á Gíbraltar, para mantenerse el tiempo que allí se detuvo, vendía estampas y libritos de devoción. Yendo un día á cierto lugarcito vecino, se le apareció el Hijo de Dios en forma de un hermoso Niño, que caminaba á pie con los piececitos descalzos.Compadecido Juan, se quitó los zapatos y se los dio al Niño; pero Este no los quiso admitir, diciendo que eran grandes para sus pies. Entonces Juan se echó el Niño sobre los hombros; comenzó á caminar; y, como le pesase mucho la carga, bajó al Niño, y se sentaron los dos junto á un arroyo. Escogió el Niño Jesús aquella ocasión y lugar para darse á conocer; y mostrándole en la mano una granada abierta, de cuyo centro salía una cruz, le dijo: Juan de Dios, Granada será tu cruz; y al punto desapareció. Quedó Juan inundado en un dulcísimo consuelo; mas, por entonces, no comprendió el misterio.
Teniendo noticia del concurso y de la solemnidad con que se celebraba en Granada la fiesta de San Sebastián, determinó pasar á aquella ciudad, pareciéndole que con esta ocasión despacharía en ella sus estampas. Picóle la curiosidad de oír el sermón del famoso maestro y Santo P. Juan de Avila, llamado Apóstol de Andalucía; y el Señor, que le había llevado á él, encendió en su corazón un arrepentimiento tan vivo y una contrición tan perfecta de sus pecados , que, sin poderse contener, llenó la iglesia de sollozos y de gritos descompasados, y soltando las riendas al dolor se daba recios golpes de pecho, se mesaba la barba, se arrancaba los cabellos, daba fuertemente con la cabeza contra las paredes, y, saliendo por las calles y las plazas, iba gritando como hombre fuera de sí: Señor, misericordia.
Todos se persuadieron á que había perdido el juicio, y, teniéndole por loco, le fue siguiendo el populacho. Los muchachos le tomaron por su cuenta, y persiguiéndole á golpes, á troncazos y á pedradas le fueron llevando hasta su posada, adonde llegó todo ensangrentado, y no sosegó hasta que dio cuanto tenía, repartiendo entre los muchachos toda su pobre tienda. Desprendido ya de todo, volvió segunda vez á correr por las plazas y las calles como si estuviera demente. Compadecidas algunas personas caritativas, le recogieron y le llevaron al maestro San Juan de Ávila, quien, retirándole aparte, supo de él el motivo que tenía para prorrumpir en aquellas locuras aparentes. Comprendió aquel gran maestro de espíritu todo el mérito de tan heroica simplicidad, admiró el valor de aquel humilde penitente, y, no ofreciéndosele por entonces que aquello pudiese tener otras consecuencias, se contentó con exhortarle á una gran confianza en la misericordia de Dios y con prometerle su asistencia y su protección para cuanto se le ofreciese.
Consolado Juan con las palabras del Santo, y persuadido siempre á que, por más que se humillase, nunca sería tanto como merecían sus pecados, apenas salió de su presencia cuando volvió á sus voluntarias locuras. Pareció á los que cuidaban del hospital que era necesario recogerle; encerráronle en un cuarto y le dieron cruelísimos azotes, saltando el Santo interiormente de alegría viendo cumplidos sus deseos con aquella amarguísima penitencia. Hubiera durado más si, noticioso el maestro San Juan de Ávila del lastimoso estado en que se hallaba su penitente, no le hubiera mandado cesar en aquel género de mortificación, ordenándole que cesase también en su aparente demencia. Obedeció Juan, y su repentina mudanza hizo conocer á todos el verdadero motivo de aquella heroica humillación. Quedaron todos atónitos; pero nada los edificó tanto como la heroica caridad con que se quedó en el mismo hospital para cuidar de los enfermos. Como la tierna devoción que profesaba á la Santísima Virgen era cada día mayor, hizo una romería al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, donde, al calor de las singulares gracias que recibió, crecieron mucho los incendios de su caridad, y, por consejo de su santo director el maestro San Juan de Ávila, prometió á Dios pasar toda la vida en servicio de los pobres. Vuelto á Granada, alquiló una casa donde recogió todos los enfermos abandonados y todos los pobres que encontraba por las calles. Viendo el caritativo cuidado que tenía de ellos y el socorro espiritual y temporal que los solicitaba, se excitó tanto la caridad del pueblo y de la nobleza, que en poco tiempo fue aquella primera casa la admiración de toda la ciudad.
En ella tuvo principio la religión de la hospitalidad que en estos últimos tiempos ha suscitado Dios para renovar en la persona de sus hijos la más fervorosa y la más edificativa caridad de los primitivos siglos de la Iglesia. Confirmó esta religión, tan útil al bien común, el santo pontífice Pío V el año de 1572, y en breve tiempo se propagó y extendió hasta los últimos ángulos del mundo cristiano, siendo edificación y asombro de los fieles, por la asistencia espiritual y temporal con que consuela á tantos infelices desvalidos.
Mientras tanto, aquel primer asilo de los pobres pasó á ser en pocos años, por el celo y por la caridad de nuestro Santo, el más grande y el más famoso hospital de toda Europa. No es posible explicar el afán, los cuidados, el desvelo que le costó criar, digámoslo así, aquella insigne obra, sin otros fondos que los inagotables de la Divina Providencia. Servía día y noche á los enfermos con inmensa fatiga; barría las cuadras, hacíalos las camas, curábalos las heridas, asistíalos, consolábalos, instruíalos; nada omitía, nada perdonaba su vigilante celo, su ardentísima caridad. Vino á ver el nuevo hospital el señor arzobispo de Granada, y quedó tan gustoso y satisfecho, que le tomó debajo de su protección, queriendo también contribuir á lo que en él se gastaba.
Todo estaba maravillosamente dispuesto y prevenido: la limpieza de las salas, el orden en el modo de servir, la abundancia de los muebles y de las provisiones, la caridad, la modestia, la paciencia de los que, movidos del ejemplo del hermano Juan, concurrían debajo de su obediencia á asistir á los enfermos. Pero no se limitaba precisamente á su hospital la universal dilatación de su inmensa caridad. Extendíase á todos los pobres vergonzantes, socorría las necesidades de las doncellas pobres, que, por serlo, corría peligro su castidad, y con sus santas industrias sacaba del mal estado á las mujeres perdidas.
Después que recibió algunos compañeros que le ayudasen en la caridad y en los trabajos, él mismo salía con la talega á pedir limosna para sus pobres. Cierto aire de santidad que naturalmente respiraban sus palabras y modales, y hasta el mismo desaliño del vestido, le granjeaban la veneración universal. La fórmula ordinaria con que pedía limosna era ésta: Tened, hermanos, caridad con vosotros mismos, y haced bien por amor de Dios.
Pero, aunque era generalmente venerado de todos, no por eso dejaban de producirle muchas ocasiones de padecer y de humillarse su caridad y su celo. Pidiendo en cierta ocasión limosna para su hospital á un hombre disoluto, en vez de limosna le dio una recia bofetada; el Santo, con admirable paciencia y dulzura, le presentó el otro carrillo; acción que no sólo confundió, sino que fue bastante para convertir á aquel hombre arrebatado. Aunque eran excesivos sus trabajos, no por eso era menor su rigurosa penitencia. Dormía en el suelo sobre una estera, sirviéndole de almohada una dura piedra; ayunaba todos los viernes á pan y agua, y los demás días se mantenía con solas legumbres; de manera que su vida era un perpetuo ayuno. Andaba siempre con los pies descalzos y con la cabeza descubierta á todas las inclemencias; su vestido era siempre el más vil y andrajoso que encontraba entre los pobres, trocando con ellos el que se traía; y en medio de una vida tan mortificada se acusaba continuamente de que era muy regalona.
Hallábase á la sazón presidente de la Cnancillería de Granada el señor Obispo de Túy, y, conversando un día con el hermano Juan, le preguntó cuál era su apellido. El Santo le respondió con sinceridad y con modestia: El Niño Jesús que se me apareció camino de Gibraltar, me llamó Juan de Dios.—Pues Juan de Dios te llamarás de aquí adelante, le replicó aquel prelado; y porque la decencia cristiana hace más amable la virtud, quiero que desde hoy más dejes esos andrajos, que quizá serían causa de que muchos se desviasen de ti. Yo te he mandado hacer el hábito que te conviene, y es mi voluntad que te le pongas y en adelante traigas. Admitiólo el Santo con humildad; y haciendo el obispo traer el hábito, le bendijo y se le vistió por su mano, siendo éste el modelo del hábito que hoy día traen los religiosos de San Juan de Dios, llamados los Hermanos de la Caridad.
Aunque nuestro Juan parecía estar en una continua acción, se puede asegurar que no por eso era menos continua su oración, porque jamás perdía á Dios de vista.
Fue dotado del don de la contemplación, y le favoreció el Señor con las mayores gracias, dispensándole también el don de profecía y el de los milagros, y honrándole muchas veces Cristo y su Madre con su corporal presencia. Hallándose un día en oración, vio á esta Soberana Reina con una corona de espinas en una mano, que le dijo: Juan, por las espinas y por los trabajos has de merecer la corona que mi Hijo te tiene reservada en el Cielo; y al mismo tiempo sintió agudísimos dolores; pero, sin detenerse un punto, respondió lleno de amor y ternura: Señora, mis delicias serán los trabajos, y no quiero más flores que las espinas de la Cruz.
Encontró un día en la calle á un pobre, que, al parecer, estaba para expirar; cargósele á las espaldas, llevóle al hospital y metióle en la cama. Lavóle los pies, y al tiempo de besárselos, como acostumbraba, reparó que los tenía taladrados al modo de un Crucifijo; levantó los ojos para mirar al pobre, y conoció que era el mismo Cristo, el cual le dijo: Juan, todo lo que haces con mis pobres lo recibo Yo como si lo hicieras á Mi mismo; sus llagas son las mías, y lavas mis pies siempre que lavas los suyos. Dicho esto, desapareció la visión, y Juan se halló cercado de una llama tan resplandeciente, que, asustados los enfermos, comenzaron á gritar: ¡Fuego, fuego, que se quema el hospital!
No daba paso hacia la caridad, que no fuese acompañado de grandes maravillas; pero al fin, como eran limitadas sus fuerzas, cedieron al rigor de sus penitencias y al trabajo de su perpetuo afán caritativo. Cayó malo; y viéndole Doña Ana Osorio, mujer de García de Pisaro, rodeado de pobres, que, afligidos inconsolablemente por la pérdida de su amoroso padre, cercaban su humilde cama, penetrando su compasivo corazón con dolorosos alaridos, y no dejándole apenas respirar, pidió licencia al Arzobispo para llevársele á su casa. Mandólo el prelado, y fue preciso á Juan obedecer, no obstante la repugnancia que sentía en morir fuera de su amado hospital. El mismo Arzobispo le administró los Sacramentos, que recibió con tanta devoción, que se la pegaba á los presentes. Tomó de su cuenta aquel piadosísimo prelado el mantener sus hospitales y pagar las deudas que había contraído para sustentar á los pobres. Finalmente, el día 8 de Marzo de 1550, conociendo Juan que se acercaba la hora de su dichoso tránsito, pidió que le dejasen solo; salieron del cuarto los que le asistían, levantóse de la cama, hincóse de rodillas, abrazóse con un Crucifijo, y diciendo estas amorosas palabras: Jesús, Jesús, en vuestras manos encomiendo mi
espíritu, entregó su alma en las de su Criador. Al oír dichas palabras los que se habían retirado, entraron en el cuarto y le encontraron muerto. Quedóse el santo cadáver de rodillas y sin arrimo, hasta que le sacaron de allí para amortajarle. Cumplía entonces puntualmente cincuenta y cinco años; siendo muy digno de notarse que hubiese muerto el mismo día que nació. Concurrió á su entierro el señor Arzobispo, vestido de pontifical, con todo el clero secular y regular; el cadáver le llevaban alternativamente los religiosos de San Francisco y los Mínimos; rodeábanle los veinticuatro jurados de la ciudad, y cerraba la pompa fúnebre el presidente con toda la Chancillería; yendo después en el acompañamiento toda la nobleza, con una increíble atropellada confusión de inmenso pueblo.
Duraron sus solemnísimas exequias por espacio de nueve días, en cada uno de los cuales se pronunció una oración fúnebre en elogio de sus heroicas virtudes. Los continuos milagros que obró el Señor para acreditar la virtud de su fiel siervo determinaron al papa Urbano VIII, habiendo precedido largas informaciones, á expedir la bula de su beatificación el año 1630; y, en el de 1690, el papa Alejandro VIII hizo la ceremonia de su canonización, con grande solemnidad, en la iglesia de San Pedro.
Veinte años después de la muerte de San Juan de Dios, habiéndose abierto su sepultura de orden del Arzobispo de Granada, se halló su santo cuerpo entero y sin corrupción, no habiendo sido embalsamado. El año 1660, Felipe IV, rey de España, á instancia de su hermana Doña Ana de Austria, reina de Francia, obtuvo un hueso del brazo derecho de nuestro Santo para el hospital de la Caridad de París, el que envió á su serenísima hermana engastado en un preciosísimo relicario, y fue llevada la santa reliquia á la iglesia del hospital con devoción, pompa y solemnidad extraordinaria.
Por último, el Papa León XIII, defiriendo á los deseos de los prelados del orbe católico, y oído el consejo de la Sagrada Congregación de Ritos, declaró poco ha á San Juan de Dios Patrono celeste de todos los hospitales y de los enfermos de todo el mundo, mandando que su nombre se invoque en las letanías de los agonizantes.
La Misa es en honra de este gran Santo, y la oración es la que sigue: ¡ Oh Dios, que habiendo abrasado con el fuego de tu amor á tu siervo el bienaventurado Juan, hiciste que anduviese ileso entre las llamas de un incendio, y quisiste por su medio enriquecer á tu Iglesia con una nueva familia! Concédenos, por sus merecimientos, que con el mismo fuego de tu amor se curen nuestros vicios, y que hallemos siempre en su poderosa intercesión remedio para todas nuestras dolencias. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc. La Epístola es del cap. 31 del libro de la Sabiduría, y la misma que el dia 4.
REFLEXIONES
No hay duda que el apego á las riquezas es estorbo á la salvación; pues pregunto: ¿es muy ordinario vivir entre la opulencia y vivir sin este apego? Un estado donde todo contribuye á lisonjear los sentidos y á fomentar las pasiones, conduce poco para fomentar la piedad. La humildad, base de la perfección cristiana, se encuentra raras veces en medio de esa famosa opulencia. Una vida deliciosa, adulada, respetada, rarísima vez fue vida inocente. No sólo son espinas las riquezas, según la expresión del mismo Jesucristo, sino que frecuentísimamente son veneno, son ponzoña.
Y ¿qué se ha de inferir de todas estas verdades sino que los ricos, los que se ven en alta y opulenta fortuna, deben ser los más religiosos observadores de la ley; deben reputar por frívolos, por nulos todos esos privilegios de la delicadeza que ha inventado el amor propio, y guardarse de todas esas inobservancias que el mundo relajado y disoluto llama impropiamente dispensaciones; que teniendo mayor número de enemigos que combatir, deben velar y orar más que los demás, macerando su carne con la mortificación, para quitar la fuerza a las tentaciones que nacen de su mismo estado? ¡Cosa extraña! Los que disfrutan mayores conveniencias en el mundo, son precisamente por lo común los que no tienen fuerzas ni salud para guardar los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia. Pocos ricos hay, pocas damas delicadas, á quienes (si se ha de creer lo que dicen) no haga daño la comida de vigilia, y cuya salud no se resienta, ni se altere con el ayuno. No es porque les falte en la mesa la delicadeza y el regalo, sino porque su salud es siempre flaca, siempre delicada, y aun pudiéramos añadir que, en siendo salud rica, siempre es también preciosa. Parece que los achaques crecen con las rentas.
El Evangelio es del cap. 22 de San Mateo.
En aquel tiempo se llegaron á Jesús los fariseos, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle: Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley? Díjole Jesús: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el máximo y primer mandamiento. Después, el segundo es semejante á éste: Amarás á tu prójimo como á ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas. Habiéndose, pues, congregado los fariseos, les preguntó Jesús, diciendo: ¿Qué os parece de Cristo? ¿de quién es hijo? Respondiéronle: De David. Él les dijo: Pues ¿cómo David en espíritu le llama Señor, diciendo: El Señor dijo á mi Señor: Siéntate á mi diestra, hasta tanto que ponga á tus enemigos por escabel de tus pies? Pues si David le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo? Y ninguno podía responderle palabra: ni se atrevió nadie desde aquel día á hacerle más preguntas.
MEDITACIÓN
De las obras de misericordia.
PUNTO PRIMERO.—Considera que en aquel postrero juicio, en que se ha de examinar con el mayor rigor lo malo y lo bueno que hubiéremos hecho, en aquel juicio sin apelación, donde se ha de decidir de nuestra eterna suerte, el instrumento mejor para ganar nuestro pleito han de ser las obras de misericordia. Venid, benditos de mi Padre, á poseer el Reino que os está aparejado desde la creación del mundo, dirá el Soberano Juez; porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; no tenia dónde recogerme, y me hospedasteis; estaba desnudo, y me vestísteis; estaba enfermo, y me visitasteis; estaba en la cárcel, y me fuisteis á consolar. Responderán los justos: Señor, ¿cuándo hicimos esas cosas? ¿Cuándo tuvisteis hambre y os dimos de comer? ¿Cuándo tuvisteis sed y os dimos de beber ? ¿ Cuándo estuvisteis sin tener dónde recogeros y os hospedamos? ¿Cuándo estuvisteis desnudo y os vestimos? ¿Cuándo estuvisteis enfermo y os visitamos? ¿Cuándo estuvisteis en la cárcel y fuimos á consolaros? Replicará el Salvador: Cualquiera de estas cosas que hicisteis con el más mínimo de mis hermanos, conmigo mismo la hicisteis.
PUNTO SEGUNDO. — Considera que no podía el Salvador pedirnos cosa que fuese más puesta en razón ni más fácil. Habiendo derramado su sangre para que todos se salvasen, quiso que ninguno pudiese alegar excusa racional para no hacer lo que es necesario para salvarse. Si no tienes espíritu ni salud para hacer rigurosas penitencias; si por ser tan imperfecto no mereces el don de una elevada contemplación, ¿por dónde te podrás excusar de compadecerte de los trabajos del prójimo, y de dar limosna á los pobres? Bien está que tu estado no te permita ir á llevar la luz del Evangelio al país de los ínfleles; pero ¿quién te quita visitar á los pobres del hospital y consolar á los que están en la cárcel? Si no puedes socorrer á unos ni á otros con tus limosnas, ¿por dónde no podrás alentarlos con tus palabras? No permitáis, Señor, que estas reflexiones tan saludables aumenten en aquel día crítico el motivo de mi arrepentimiento; y si hasta aquí he sido tan desgraciado que no he sabido aprovecharme de ellas, haced, divino Salvador mío, que esta meditación repare mis faltas pasadas.
JACULATORIAS
No consista en palabras, sino en obras, el amor al prójimo; porque obras son amores, y no buenas razones.— I Joan., 3.
¿Cómo puede estar enfermo un hermano mío, sin que yo lo esté también por compasión?—II Cor., 2.
PROPÓSITOS
1. No es menester más motivo para inclinar á todos los fieles al ejercicio de las obras de misericordia, que el mismo objeto de ellas. Cuando visitas á ese enfermo, á ese hombre infeliz, en el hospital ó en la cárcel, no pretende la religión que precisamente le mires á él como objeto de tu visita; quiere te hagas cargo de que visitas al mismo Jesucristo en la persona de ese encarcelado, de ese enfermo; que el mismo Jesucristo es á quien consuelas entre las cadenas y los grillos; el mismo
Jesucristo á quien llevas esa taza de caldo; el mismo Jesucristo á quien das limosna.
2. Resuelve en este mismo día que no se pase semana alguna sin que hagas una visita por lo menos á los pobres del hospital; y cuando vayas á ella, persuádete y dite á ti mismo: voy á visitar al mismo Jesucristo. En algunas partes se llama el hospital la casa de Dios; porque quiere Cristo se entienda que vive allí en la persona de los pobres.
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