Aborto (de la palabra Latina aboriri, “perecer”) puede definirse brevemente como “la pérdida de una vida fetal”.
En él, el feto muere mientras aún se encuentra dentro de los órganos reproductivos de la madre, o es arrojado o extraído de ellos antes de que sea viable; esto es, antes de que esté suficientemente desarrollado para continuar su vida por sí mismo. El término aborto también se aplica, si bien menos apropiadamente, a casos en los que el niño ha llegado a ser viable, pero no sobrevive al parto. En este artículo tomaremos la palabra en su significado más amplio, y consideraremos que el aborto ocurre en cualquier momento entre la concepción y el parto seguro. La expresión aborto espontáneo es tomada en el mismo sentido amplio. Aún escritores médicos a menudo usan estas palabras con significados especiales, restringiendo el aborto al tiempo cuando el embrión todavía no ha adoptado características específicas, esto es, en el embrión humano, antes del tercer mes de gestación; el aborto espontáneo ocurre más tarde, pero antes de la viabilidad; mientras el nacimiento de un niño viable antes del término completo de nueve meses es designado nacimiento prematuro. Puede existir viabilidad en el séptimo mes de gestación, pero no puede presumirse con seguridad antes del octavo mes. Si el niño sobrevive a su nacimiento prematuro, no hay aborto –pues esta palabra siempre significa la pérdida de vida fetal.
Fue largamente debatido entre los eruditos en qué período de gestación el embrión humano comienza a ser animado por el alma espiritual, racional, que eleva al hombre por encima de todas las otras especies de la creación animal y sobrevive al cuerpo para vivir por siempre. La inteligencia más aguda entre los antiguos filósofos, Aristóteles, ha conjeturado que el futuro niño era dotado en la concepción con un principio de solo vida vegetativa, que después de unos pocos días era cambiado por un alma animal, y no era seguida por un alma racional sino hasta más tarde; sus seguidores decían que en el cuadragésimo día para un niño varón, y en el octogésimo para una niña. La autoridad de su gran nombre y la falta de conocimiento definitivo en contrario ocasionó que esta teoría fuese generalmente aceptada hasta épocas recientes. Sin embargo, tan pronto como el siglo cuarto de la era Cristiana, San Gregorio de Niza había defendido la opinión que la ciencia moderna ha confirmado casi con certeza, esto es, que el mismo principio de vida anima el organismo desde el primer momento de su existencia individual hasta su muerte (Eschbach, Disp. Phys., Disp., iii). Actualmente es al mismo momento de la concepción, o fecundación, cuando el embrión comienza a vivir una vida individual diferente. Pues la vida no resulta de un organismo cuando éste se ha desarrollado, sino que es el principio vital el que desarrolla el organismo de su propio cuerpo. En virtud del acto eterno de la Voluntad del Creador, Quien por supuesto siempre está presente en toda parte de Su creación, el alma de todo nuevo ser humano comienza a existir cuando la célula que ha sido procreada está lista para recibirla como su principio de vida. En el curso normal de la naturaleza el embrión viviente continúa su propio trabajo de auto-evolución dentro del útero maternal, derivando su nutrición de la placenta a través del cordón vital, hasta que, llegando a la madurez, es expulsado por la contracción del útero para llevar su vida individual. El aborto es una terminación fatal de este proceso. Puede resultar de varias causas, que se pueden clasificar bajo dos categorías, accidental e intencional.
Las causas accidentales pueden ser de muchas clases diferentes. Algunas veces el embrión, en vez de desarrollarse en el útero, permanece en uno de los ovarios, o se aloja en uno de los tubos de Falopio, o se precipita en el abdomen, resultando, en cualquiera de estos casos, en una gestación ectópica o extra-uterina. Esto casi invariablemente ocasiona la muerte del feto, y además a menudo acarrea un serio peligro para la madre. Aún si un hijo ectópico viviera hasta la madurez, no puede nacer por el canal natural –sino que, una vez ha llegado a ser viable, puede ser salvado por una operación quirúrgica. Más comúnmente el embrión se desarrolla en el útero, pero, también está expuesto a una gran variedad de peligros, especialmente durante los primero meses de su existencia. Puede haber predisposiciones aisladas en la madre a contraer enfermedades fatales para su vástago. Herencia, malformación, sífilis, edad avanzada, debilidad excesiva, efectos de enfermedades anteriores, etc. pueden ser causa de peligro; aún el clima puede ejercer una influencia desfavorable. Causas más directas de aborto pueden encontrarse en trato cruel de la madre por su esposo o en inanición, o cualquier clase de privación. Su propia indiscreción es a menudo la culpable, como cuando emprende trabajos excesivos o abiertamente usa bebidas alcohólicas. En efecto, cualquier cosa que ocasione una conmoción severa a la constitución corporal o el sistema nervioso de la madre puede ser fatal para el hijo en su matriz. Por el lado del padre, sífilis, alcoholismo, vejez, y debilidad física pueden actuar desfavorablemente sobre el vástago en cualquier momento de su existencia. La frecuencia de abortos accidentales es sin duda muy grande; debe diferir considerablemente según las circunstancias, así que la proporción entre concepciones exitosas y malogradas está fuera del cálculo de los eruditos.
Los abortos intencionales son distinguidos por escritores médicos en dos clases.
Cuando se llevan a cabo por razones sociales, se llaman abortos criminales; y son justamente condenados bajo absolutamente cualquier caso. “A menudo, muy a menudo,” decía el Dr. Hodge, de la Universidad de Pensylvania, “debe emplearse toda la elocuencia y toda la autoridad del médico; a menudo él debe, como si lo fuera, controlar la conciencia de su débil y equivocada paciente, y darle a conocer, en lenguaje que no pueda ser mal interpretado, que ella es responsable ante el Creador por la vida del ser que lleva dentro de ella” (Wharton and Stille’s Med. Jurispr., Vol. on Abortion, 11).
El nombre de aborto obstétrico se da por parte de los médicos a aquel que se efectúa para salvar la vida de la madre. Si esta práctica es siempre moralmente lícita lo consideraremos más adelante. Es evidente que la determinación de lo que es correcto o erróneo en la conducta humana pertenece a la ciencia de la ética y la enseñanza de la autoridad religiosa. Ambos proclaman la ley Divina, “No matarás”. El niño en embrión, como se vio antes, tiene un alma humana; y por consiguiente es un hombre desde el momento de su concepción; por lo tanto tiene igual derecho a su vida que su madre; en consecuencia ni la madre, ni el profesional médico, ni ningún ser humano en absoluto puede legítimamente quitar esa vida. El Estado no puede dar tal derecho al médico; pues él mismo no tiene el derecho de dar muerte a una persona inocente. No importa qué tan deseable pareciera ser a veces salvar la vida de la madre, el sentido común enseña y todas las naciones aceptan la máxima que “nunca se hará un mal del que pueda provenir un bien”, o lo que es la misma cosa, que “un buen fin no puede justificar un mal medio”. Ahora, es un medio perverso destruir la vida de un niño inocente. No puede ponerse el pretexto de que el niño es un agresor injusto. Él simplemente está donde la naturaleza y sus propios padres lo han puesto. Por consiguiente, la Ley Natural prohibe cualquier intento de destruir vida fetal.
Las enseñanzas de la Iglesia Católica no admiten duda sobre el tema. Tales cuestiones morales, cuando se presentan, son decididas por el Tribunal del Santo Oficio. Actualmente esta autoridad decretó, el 28 de Mayo de 1884, y de nuevo, el 18 de Agosto de 1889, que “no puede enseñarse confiadamente en las escuelas Católicas que es legítimo realizar… cualquier operación quirúrgica que sea directamente destructiva de la vida del feto o de la madre”. El aborto fue condenado explícitamente, el 24 de Julio de 1895, en respuesta a la cuestión de si cuando la madre está en peligro inminente de muerte y no hay medio de salvar su vida, un médico puede con una conciencia a salvo procurar el aborto sin destruir el niño en el útero (lo cual fue explícitamente condenado en el anterior decreto), sino dándole una oportunidad para nacer vivo, aunque no siendo todavía viable, pronto expirase. La respuesta fue que no puede. Después que se habían dado estas y otras decisiones similares, algunos moralistas creyeron ver razones para dudar si no podría permitirse una excepción en el caso de gestaciones ectópicas. Por lo tanto se presentó la cuestión: “Es alguna vez permitido extraer del cuerpo de la madre embriones ectópicos aún inmaduros, antes de completar el sexto mes después de la concepción?”. La respuesta dada, el 20 de Marzo de 1902, fue: “No; de acuerdo con el decreto del 4 de Mayo de 1898, según el cual, en cuanto sea posible, debe hacerse provisión seria y oportuna para proteger la vida del niño y de la madre. En cuanto al momento, se le recuerda al consultante que no es lícita aceleración alguna del nacimiento a menos que se haga en un momento, y de forma tales que, de acuerdo con el curso normal de las cosas, se preserve la vida de la madre y del niño”. La Ética, entonces, y la Iglesia concuerdan en enseñar que no es legítima acción alguna que directamente destruya la vida fetal. También es claro que extraer el feto viviente antes de que sea viable, es destruir su vida tan directamente como si se estuviera matando a un hombre crecido sumergiéndolo en un medio en el cual no puede vivir, y mantenerlo allí hasta que expire.
Sin embargo, si un tratamiento médico u operación quirúrgica, necesarios para salvar la vida de la madre, se aplican a su organismo (si bien seguiría, o al menos podría seguir la muerte del niño como una consecuencia lamentable pero inevitable), no se afirmaría que por ese medio la vida fetal sea directamente atacada. Los moralistas concuerdan en que no siempre nos es prohibido hacer lo que es legítimo en sí mismo, si bien puedan seguir consecuencias dañinas que no deseamos. Los buenos efectos de nuestros actos son entonces directamente deseados, y las lamentables consecuencias fatídicas son de mala gana permitidas porque no podemos evitarlas. El mal así permitido se dice ser indirectamente pretendido. No se nos imputa a nosotros siempre que se verifiquen cuatro condiciones, a saber:
Que no deseemos los efectos nocivos, sino que hagamos todos los esfuerzos razonables para evitarlos.
Que el efecto inmediato sea bueno en sí mismo.
Que el mal no se convierta en un medio para obtener el efecto bueno; pues esto sería hacer el mal para que el bien proviniera de él – un procedimiento nunca permitido.
Que el buen efecto sea por lo menos tan importante como el efecto malo.
Todas las cuatro condiciones pueden verificarse en el tratamiento u operación de una mujer embarazada. La muerte del niño no es deseada, y se toma toda precaución razonable para salvar su vida; el efecto inmediato pretendido, la vida de la madre, es bueno – no se hace ningún daño al niño para salvar a la madre – la salvación de la vida de la madre es en sí mismo tan bueno como la salvación de la vida del niño. Por supuesto debe hacerse provisión para la vida espiritual del niño así como para su vida física, y si por el tratamiento o la operación en cuestión el niño fuera a ser privado del Bautismo, el cual podría recibir si la operación no se efectuara, entonces el daño sería más grande que las consecuencias buenas de la operación. En este caso la operación no podría efectuarse legítimamente. Siempre que sea posible bautizar al niño en estado embrionario antes de que él expire, la caridad Cristiana requiere que se haga, bien sea antes o después del parto; y puede ser hecho por cualquiera, aún si no es un Cristiano.
La Historia no contiene mención de abortos criminales antecedentes al período de moralidad decadente en la Grecia clásica. El delito parece no haber prevalecido en el tiempo de Moisés, bien sea entre los Judíos o entre las naciones circundantes; además ese gran legislador hubiera ciertamente hablado condenándolo. No ocurre mención de él en la extensa enumeración de pecados imputados a los Cananeos. La primera referencia a él se encuentra en los libros atribuidos a Hipócrates, quien exigió a los médicos obligarse a si mismos por juramento a no dar a las mujeres bebidas fatales para el niño en el vientre. En ese período la voluptuosidad había corrompido la moralidad de los Griegos, y Aspasia estaba enseñando formas de procurar el aborto. En épocas posteriores los Romanos llegaron a ser todavía más depravados y descarados en tales prácticas; pues Ovidio escribió refiriéndose a las clases superiores de sus compatriotas:
Nunc uterum vitiat quae vult formosa videri,
Raraque, in hoc aevo, est quae velit esse parens.
(N.T.: Ahora corrompe su vientre la que quiere verse hermosa,
y es rara, en esta época, la que quiere ser madre.)
Tres siglos más tarde nos encontramos con el primer registro de leyes promulgadas por el Estado para frenar este crimen. Se decretó el exilio contra madres culpables de él; mientras que aquellos que administraban la pócima para obtenerlo, eran enviados a ciertas islas si eran nobles, o condenados a trabajos en las minas de metal si eran plebeyos. Aún los Romanos en su legislación parecen haber tenido el propósito de castigar el mal causado por el aborto al padre o a la madre, más que el mal causado al niño no nacido. Los primitivos Cristianos son los primeros en haber declarado públicamente ser el aborto un asesinato de seres humanos, puesto que sus conocidos apologistas, Atenágoras, Tertuliano, y Minutius Felix (Eschbach, “Disp. Phys.”, Disp. iii), para refutar la calumnia de que un niño fue asesinado, y comida su carne por los invitados al Agape, apelaron a sus leyes como prohibición de toda forma de homicidio, aún el de niños en el vientre. Los Padres de la Iglesia mantuvieron unánimemente la misma doctrina. En el siglo cuarto, el Concilio de Eliberis decretó que la Sagrada Comunión sería negada el resto de su vida, aún en su lecho de muerte, a una adúltera que hubiera causado el aborto de su hijo. El Sexto Concilio Ecuménico determinó para toda la Iglesia que cualquiera que hubiera causado aborto sufriría todos los castigos infligidos a los homicidas. En todas estas enseñanzas y promulgaciones no se hace distinción alguna entre etapas tempranas y tardías de la gestación. Respecto al tiempo en que el alma racional es infundida en el embrión, si bien la opinión de Aristóteles o especulaciones similares, fueron prácticamente aceptadas por muchos siglos, aún así siempre fue sostenido por la Iglesia que quien destruía lo que iba a ser un hombre era culpable de destruir una vida humana. La gran prevalencia del aborto criminal cesó dondequiera que la Cristiandad llegó a establecerse. Comparativamente, era un delito de rara ocurrencia en la Edad Media. Como su delito asociado, el divorcio, no llegó a ser de nuevo un peligro para la sociedad hasta los últimos años. Excepto en épocas y en lugares influenciados por principios Católicos, el que los médicos denominan aborto “obstétrico”, como diferente de “criminal” (aunque ambos son indefendibles en el terreno moral), siempre ha sido una práctica común. Usualmente era realizado por medio de craneotomía, o el aplastamiento de la cabeza del niño para salvar la vida de la madre. Hipócrates, Celso, Avicena, y la escuela Arabe generalmente inventaban una cantidad de instrumentos dañinos para entrar y aplastar el cráneo del niño. En épocas más recientes, con el avance de ciencia obstétrica, han predominado gradualmente medidas más cautelosas. Por el uso de fórceps, por destreza adquirida en la adecuación de la posición del feto en el útero, procurando parto prematuro, y especialmente por la mejor asepsia en la sección de Cesárea y otras operaciones equivalentes, la ciencia médica ha encontrado medios mejorados de salvar la vida tanto del niño como de la madre. Tal ha sido el progreso hecho en los últimos años, que la craneotomía sobre el niño vivo ha dejado de ser práctica acreditada. Pero el verdadero aborto, antes que el feto sea viable, es todavía a menudo empleado, especialmente en la gestación ectópica; y hay muchos hombres y mujeres que pueden ser llamados abortista profesionales.
En las primeras épocas las leyes civiles contra todas las clases de aborto eran muy severas entre las naciones Cristianas. Entre los Visigodos, el castigo era la muerte, o privación de la vista, para la madre que lo permitía y para el padre que lo consentía, y muerte para el abortista. En España, la mujer culpable de aborto era quemada viva. Un edicto del rey francés Enrique II en 1555, renovado por Luis XIV en 1708, infligía pena capital para adulterio y aborto combinados. Posteriormente la ley francesa (i.e., comienzos del siglo veinte) castigaba al abortista con encarcelamiento, y a los médicos, cirujanos y farmaceutas, que prescribieran o suministraran los medios, con la pena de trabajos forzados. Para Inglaterra, Blackstone estableció la ley como sigue:
La vida es don directo de Dios, un derecho inherente por naturaleza en todo individuo; y comienza, en contemplación de la ley, tan pronto como un bebé es capaz de moverse en el útero de su madre. Por eso si una mujer está esperando niño, y mediante una pócima, o de otra forma, lo mata en su vientre, o si alguien la golpea, por lo cual el niño muere, y ella es asistida en el parto de un niño muerto, esto, si bien no asesinato, era por la ley antigua homicidio. Pero la ley moderna no considera esta delito con tal mirada de atrocidad, sino meramente como un delito menor.
En los Estados Unidos, la legislación en esta materia no es ni estricta ni uniforme, ni hay condenas de ocurrencia frecuente. En algunos de los Estados cualquier practicante médico está autorizado para procurar el aborto siempre que lo juzgue necesario para salvar la vida de la madre.
La Iglesia Católica no ha relajado su prohibición estricta de todo aborto; sino, como hemos visto antes, la ha hecho más evidente. En cuanto a los castigos que inflige sobre las partes culpables, su legislación actual fue fijada por la Bula de Pío IX “Apostolicae Sedis”. Decreta excomunión –esto es, privación de los Sacramentos y de las Oraciones de la Iglesia en el caso de cualquiera de sus miembros, y otras privaciones adicionales en el caso de los clérigos—contra todos los que busquen causar aborto, si su acción es efectiva. Los castigos deben ser estrictamente interpretados. Por consiguiente, mientras cualquiera que voluntariamente ayuda en procura del aborto absolutamente en cualquier forma, moralmente hace mal, solamente incurren en excomunión quienes por sí mismos real y eficazmente consigan el aborto. Y el aborto aquí significa el que estrictamente así se llama, a saber, aquél efectuado antes de que el niño sea viable. Porque nadie excepto el legislador tiene el derecho de extender la ley más allá de los términos en los que está expresada. De otra parte, nadie puede restringir su significado por autoridad privada, para hacerla menos de lo que realmente significan los términos expresado en el lenguaje de la Iglesia. Ahora Gregorio XIV ha promulgado la pena de excomunión por aborto de un niño “vivificado”, pero la ley actual no hace tal distinción, y por consiguiente debe entenderse de otra manera.
Esa distinción, sin embargo, aplica a otro efecto que puede resultar de la búsqueda del aborto, a saber, el que así hace con un niño después de la vivificación incurre en una irregularidad, o impedimento a su recepción o ejercicio de las Ordenes en la Iglesia. Pero no incurriría en tal irregularidad si el embrión aún no hubiese sido “vivificado”. Los términos “vivificación” y “animación” en el uso actual se aplican al niño después de que la madre puede percibir su movimiento, lo cual comúnmente ocurre alrededor del día ciento diez y seis después de la concepción. Pero en la antigua ley canónica, la cual establecía la irregularidad a la que aquí se hace referencia, la “animación” del embrión se suponía que ocurría en el cuadragésimo día para un niño varón, y en el octogésimo para una niña. En tales aspectos de la ley canónica, así como en la ley civil, ocurren muchos detalles técnicos y complicaciones, que a menudo le cuesta al profesional entender completamente. En consideración a las decisiones del tribunal Romano anotadas arriba es adecuado comentar que mientras ellas piden el respeto y la adhesión leal de los Católicos, las mismas no son irreformables, ya que no son juicios definitivos, ni proceden directamente del Sumo Pontífice, quien es el único que tiene la prerrogativa de la infalibilidad. Si alguna vez surgieran razones, lo cual es muy improbable, para cambiar estos pronunciamientos esas razones recibirían la debida consideración.
C. COPPENS
Transcrito por Tomas Hancil
Traducido al español por Daniel Reyes V.
sábado, 21 de noviembre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario