miércoles, 9 de septiembre de 2009
San Pedro Claver - 9 de Septiembre
«Apóstol y esclavo de los negros para siempre», estas palabras con que tantas veces ha sido panegirizado, son, exactamente, el resumen de su vida y de su obra. Desde muy joven no soñó otra cosa que la evangelización de los negros, y a ellos consagró toda su actividad apostólica, bautizando a unos trescientos mil. Fiesta: 9 de septiembre. Misa propia.
Cuando, en el proceso de canonización, llega el momento de convocar testigos, muchos son los que se presentan a declarar espontáneamente. La vida de Pedro Claver ha transcurrido a la luz del día, ha sido patente a cuantos le han conocido. Ha realizado su santidad ante las gentes y entre las más diversas...
Nació en Verdú, en el año 1584. Verdú era entonces un pueblecito ya muy conocido. Situado en los llanos de Lérida, se hacía notar por su activismo agrícola, a pesar de contar con no muchos centenares de habitantes; y habían salido ya de él personas brillantes: virreyes, condes... El día 26 de junio de aquel año comenzaba allí su vida un personaje más, sin duda el más conocido, después, en la historia de la comarca.
Quinto hijo de Pedro Claver y Juana Corberó, campesinos acomodados y de sangre ilustre (la de los Requesens), el futuro Santo tiene una niñez sin ninguna trascendencia. No han acompañado su nacimiento signos extraordinarios, como leemos en el de otros Santos, y hasta pasada su adolescencia nada notable acontece en su vivir visiblemente monótono y hogareño. Una vez más comprobamos que la santidad no está preparada nada más que para aquellos que tienen un nacimiento rodeado de prodigios o un ambiente de personas y gestas admirables. La santidad es la realización en nosotros de la figura de Jesucristo, con perfección heroica. Y ella se logra en la lucha cotidiana sobre sí mismo y frente a los obstáculos; y es alcanzada por todo el que se lo propone, pues nunca falta y siempre se brinda al alma, generosamente, la ayuda de Dios.
A sus diecinueve años comienza Pedro Claver su carrera eclesiástica, animado y hasta, al parecer, incitado por sus padres, tal vez deseosos de verle ocupar un día la canonjía que en Solsona regenta un tío suyo. Sin embargo, pocos años después, y seguidos unos cursos en la Universidad de Barcelona, entra en la Compañía de Jesús. Destinado a Mallorca, encuentra allí a San Alonso Rodríguez, el bondadoso portero del colegio de Monte Sión, que, en sus charlas piadosas, va alimentando su espíritu misional, va fomentando sus ideales evangélicos, va encaminándolo hacia América... Claver se entusiasma cada día más con las perspectivas que le pone ante los ojos el humilde varón...
Ordenado sacerdote en 20 de marzo de 1616, pide una y otra vez a sus Superiores que lo dejen partir para el Nuevo Continente, que atrae sus ansias y cree él que ha de ser el campo de su apostolado. Las negativas se suceden. r_1 insiste respetuosamente, dándonos un ejemplo de obediencia bien entendida. Y por fin, consigue el permiso. Es entonces —el día 3 de abril de 1622— cuando pronuncia y firma Claver las palabras que arriba registramos y que habrán de ser su consigna: «Esclavo de los negros para siempre». Y con esta contraseña y divisa, tan apostólica, se embarca para las tierras americanas.
Todas sus actividades se desarrollan en Colombia: dos años en Santa Fe de Bogotá, uno en Tunja y treinta y ocho en Cartagena. En aquellos tiempos, la trata de negros era uno de los espectáculos más deprimentes de la humanidad.
Arrancados de África, eran transportados como mercancía en el fondo de los barcos, donde morían muchas veces más de dos tercios de los que viajaban. Mal alimentados, desnudos, atados con argollas, eran presa de la viruela negra y de toda clase de enfermedades.
Aterrorizados por la idea de que los llevaban para hacer aceite de sus cuerpos, eran vendidos en trata pública al llegar el barco a alguna de las ciudades de América. De esto, hace sólo tres siglos...
Y ante este panorama, la actuación de Pedro Claver es la de un avanzado a su época. Avanzado en mentalidad, avanzado también por el camino que traza a las generaciones futuras.
Pedro Claver espera los barcos en el puerto, alimenta a los negros que llegan sin fuerzas, cura a los enfermos. Intenta comprar a los que puede y a los que nadie quiere. Bautiza a los moribundos. Y cuando sus manos se resisten a cuidar las llagas más repugnantes, saca el cilicio y la disciplina y se somete a sus efectos hasta que sangra; después, besa las purulencias de los apestados.
Es el padre de los negros, de los negros en esclavitud, de los abandonados por enfermos o por inútiles... A una pobre mujer aislada en una alta choza, a causa del nauseabundo olor que despide, la visita tres o cuatro veces por día, durante varios años. Y así, a no pocos casos semejantes acude.
Como ha adquirido fama de santo, algunas damas que se consideran virtuosas van a él para confesarse; y a veces las damas virtuosas tienen que esperar a que pasen todos los negros, que están formando cola para recibir su absolución y sus consejos.
En Cartagena, Claver es acusado de infectar las iglesias con sus negros, con el olor de sus negros. Casi todos los ricos y poderosos de la ciudad le desprecian. Pero él no se inmuta. Se ha trazado un camino y piensa seguirlo hasta la muerte.
En 1650 se declara en la población una peste. Los más atacados por su virulencia son, precisamente, los negros. Claver se desvive, va de un lado para otro, ejerciendo sus ministerios, socorriendo a todos en lo posible y en todas formas. Pero, al fin, sucumbe también él y cae víctima de una parálisis rara, desconocida. Es la última prueba que Dios le deparaba. Ya no puede visitar a sus enfermos... y sus enfermos se olvidan de él.
Pedro Claver pasa cuatro años abandonado de todo el mundo, sin poderse mover. Los mismos que están en torno suyo lo maltratan. Y con paciencia imponente lo resiste todo, porque cree merecer aquello como castigo de Dios por sus pecados.
El día 6 de septiembre de 1654 corre por la ciudad una noticia: el Padre Claver se está muriendo. Y es entonces cuando empiezan a surgir de nuevo cuantos le deben la vida o la fe, todos aquellos a quienes él en otros tiempos favoreció.
La estancia del Padre Pedro se llena de negros y de blancos. De todas partes acude gente que lo quiere ver, que lo quiere oír por última vez, que quiere tocar sus manos. Así dos días. Al octavo del mes, languidece el Santo irremediablemente y su alma se evade del peso de su cuerpo para ir a gozar de la bienaventuranza eterna. ¡Había cumplido setenta años!
Los prodigios que subsiguieron a su tránsito fueron enseguida innumerables. Y parecía haberse hecho sensible a todos el reguero de luz dejado por su santidad y su obra. Sin embargo, su canonización no tiene lugar hasta el año 1888, en que S. S. León XIII lo eleva al honor supremo de los altares, junto con su gran amigo de la juventud, el portero de Monte Sión, San Alonso Rodríguez.
Frente a los desvíos del racismo, que aún hoy perduran, la contemplación reflexiva de Pedro Claver, de ese magistral apóstol que se pasó largos años hablando, cantando, riendo y llorando con los negros, y santificándolos con su ministerio, de ese formidable trabajador que no tiene parangón en la historia misional, puede ser un excelente estimulante para los cristianos que quieren serlo de veras.
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