miércoles, 16 de septiembre de 2009
San Cipriano - 16 de septiembre
Cecilio Cipriano, de sobrenombre Tascio, nació alrededor del año 210 en el norte de África, probablemente en Cartago, ciudad de la cual después fue obispo. Su educación, como hijo de familia pagana y pudiente de la burguesía ciudadana, se desarrolló según el ciclo de los estudios superiores de la época, y después ejerció la función de abogado y se dedicó a la oratoria en Cartago. La conducta precristiana de Cipriano respondió a su categoría social y a las costumbres que esta conllevaba: pagó tributo a las comodidades de la fortuna, a los placeres y a los honores.
En medio de sus tareas magistrales y del Foro, disgustada su recta conciencia ante la inmoralidad pública y privada, y sin duda movida también por la gracia divina, al contemplar las virtudes de los cristianos, se sintió atraído al cristianismo.
En sus escritos él mismo nos refiere el proceso de su transformación interior: el maestro y guía espiritual que dirigió su preparación a la fe fue el presbítero Cecilio, de su misma edad y de quien tomó el nombre, conforme a la costumbre romana para el adoptado. El antiguo orador dio un giro completo a su vida y sobre todo se propuso adquirir dos virtudes, como contrapeso a su conducta anterior, la caridad y la castidad; hizo voto de continencia con admiración de los cartagineses y distribuyó entre los pobres el precio de sus bienes.
Quizá el cambio más difícil de lograr que practicó fue el renunciar a la literatura profana que alguna vez enseñara y difundiera: no cita en sus numerosos escritos a ninguno de sus antiguos maestros paganos. Su bautismo, efectuado en Cartago alrededor del año 245, abrió una época de regeneración, que hizo de él un hombre nuevo.
Por el gran ascendiente que le merecieron sus virtudes, autoridad y obras de caridad fue ordenado presbítero. Hacia el año 248-249 murió el obispo Donato de Cartago y Cipriano fue elegido para reemplazarle; sin embargo en la elección encontró la oposición de cinco presbíteros, que más tarde le declararían viva hostilidad con peligro de cisma.
La época de su episcopado es más conocida que la anterior, por las numerosas fuentes que dan noticia de ella. En ella, en medio de la intensa actividad del obispo de Cartago, destacan tres principales problemas de los cuales se ocupó: la llamada controversia de los lapsos, es decir, los cristianos que apostataron de la fe durante la persecución; el cisma de Novato y Felicísimo; y la llamada controversia de los rebautizantes.
El primero de ellos se desencadena a partir de la persecución del emperador Decio iniciada en el año 249, llevando Cipriano tan sólo un año en la sede episcopal. Ante el furor popular que gritaba “Cipriano a los leones”, el de Cartago optó por esconderse, estando ausente durante 15 meses, cosa que el clero de Roma no vio bien; al volver de su temporal destierro, Cipriano tuvo que hacer frente al problema de los fieles que habían apostatado de su fe durante la persecución, los cuales fueron reincorporados a la Iglesia, teniendo algunos —aquellos que habían sacrificado para los ídolos, o los habían incensado— que cumplir una penitencia. Cipriano aplazó la solución definitiva hasta que pudiera reunirse un concilio terminada la persecución.
Ya desde la fuga de Cipriano y durante su ausencia, dos ambiciosos hostiles al obispo, Novato y Felicísimo, junto con los cinco presbíteros que se habían opuesto a Cipriano desde el principio, promovieron el peligro de un cisma. En vista de la insolencia de los revoltosos y para evitar otros males, Cipriano tuvo que excomulgar a los cismáticos por medio de los obispos administradores de su Iglesia. En esta misma época, durante la peste que afligió al Imperio del 252 al 254, desarrolló entre cristianos y paganos una caridad organizada eficazmente.
En el año 254, después del martirio del papa Lucio, sube a la sede de Roma el papa Esteban, con quien debatirá Cipriano la controversia de los rebautizantes. Se trata de una discusión acerca de si es o no válido el bautismo de comunidades heréticas o cismáticas, y por tanto de la necesidad de bautizar de nuevo a los conversos al cristianismo provenientes de estas comunidades.
En Roma se consideraba válido el bautismo de las comunidades heréticas y a los conversos tan sólo se les imponían las manos en señal de reconciliación; Cipriano y otros obispos consideraban necesario rebautizarlos. La discusión había llegado a un alto grado, con peligro de ruptura, cuando se vio terminada a causa del martirio de sus dos principales protagonistas, el papa Esteban y el obispo de Cartago, en menos de dos años. La Iglesia de África renunciaría a la práctica de rebautizar en el concilio de Arles del 314.
En el año 257 Valeriano promulga su primer edicto contra las reuniones de los cristianos, ordenando a los obispos, presbíteros y diáconos que tomen parte en el culto oficial del Imperio. Cipriano, que por su posición relevante no podía pasar inadvertido a los ministros imperiales, fue detenido, interrogado y desterrado a Cúrubis, a pocas leguas de Cartago, a la orilla del mar. Al cumplir un año en el exilio fue reclamado por el nuevo procónsul, pero Cipriano, que sabía para qué era llamado, consideraba que un obispo debe morir en su sede, y por eso no quiso presentarse en Utica, donde estaba el procónsul. Entretanto escribió su última carta a presbíteros, diáconos y fieles, emocionante como un adiós definitivo.
Detenido el 13 de septiembre y conducido a las afueras de Cartago, compareció al día siguiente ante el tribunal del procónsul, que le sometió de nuevo a un interrogatorio: “¿Eres tú Tascio Cipriano? —Lo soy—. ¿Eres el líder de la secta sacrílega? —Lo soy—. Los sacratísimos emperadores te ordenan que sacrifiques. —Yo no lo hago. —Reflexiona. Haz lo que se te ordena. —En cosa tan justa no hay lugar a reflexionar”. El procónsul pronunció entonces la sentencia: “Tascio Cipriano es condenado a morir decapitado”. El santo replicó con serenidad: “Bendito sea Dios”. En seguida se dirigió, escoltado por dos soldados, al lugar de la ejecución. Al llegar el verdugo, hizo entrega a éste de 25 piezas de oro. El verdugo temblaba, y no podía empuñar la espada con firmeza; al fin, animado por el mismo mártir, hizo un esfuerzo y derribó de un golpe mortal a la ilustre víctima. Era el 14 de septiembre de 258. Su muerte produjo una honda impresión en toda el África cristiana y su culto se hizo muy popular sobre todo en Cartago. En Roma figura su nombre en el Calendario desde 354, y va asociado su culto al del papa Cornelio. La Iglesia romana lo incluyó en el canon de la Misa. Su fiesta se celebra el 16 de septiembre.
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