“Ellos echaron mano a un cierto Simón de Cirene que volvía del campo y le cargaron la cruz para llevarla en pos de Jesús”.(1) Es probable que Simón de Cirene haya obedecido de mala gana las órdenes de los soldados. En efecto, se le pedía ayudar a un condenado a muerte, ensangrentado, golpeado y agotado, a Cristo, contra quien vociferaba una enorme multitud. Sólo la Virgen María y algunas santas mujeres lo veían como el Redentor prometido y se compadecían de su injusta suerte.
¿Los Apóstoles y discípulos? Habían desaparecido. Uno de ellos incluso había traicionado a su Divino Maestro, mientras Pedro, el primer Papa y el jefe de los Apóstoles, elegido pero aún no confirmado en su cargo, ¡lo había negado tres veces! ¡Qué escándalo ofrecía este espectáculo aterrador y qué misterio! El que se presentó como el Hijo de Dios, el que había multiplicado los milagros durante los tres años de su vida pública, el que había prometido no abandonar a sus Apóstoles y discípulos, Jesús de Nazaret, no tenía aspecto de hombre sino de “un gusano, vergüenza de la humanidad, despreciado por el pueblo”.(2)
Esta Pasión de Nuestro Señor Jesucristo encuentra su prolongación hoy en día en la lenta agonía que afecta a la Iglesia desde hace más de cincuenta años. Como hace dos milenios, sus pastores la traicionan o la abandonan por miedo al mundo, al que no quieren contristar ni contradecir, si no es que han adoptado sus principios. Ante esta tragedia que sucede ante nuestros ojos, ¿podemos simplemente gemir como las santas mujeres, que Cristo amonesta durante su subida al Calvario?
¿No hay nada mejor para hacer que lamentarse de la suerte que nos toca, y esperar tiempos mejores?
¡Sí, por supuesto! Simón de Cirene es un ejemplo para nosotros. Con él, nosotros también podemos aliviar a la Iglesia, que parece aplastada bajo el peso de los golpes y las humillaciones que le infligen sus enemigos desde dentro y desde fuera. ¿Qué podemos hacer?
La actitud de Matatías, el padre de Judas Macabeo en las Sagradas Escrituras, es otro ejemplo que se nos ofrece. En efecto, la tribu de Judá y la ciudad de Jerusalén fueron destruidas por la impiedad de sus miembros y de su gente. Matatías hizo entonces esta reflexión: “¡Qué desgracia! ¡No nací para ver la ruina de mi pueblo y la ruina de la ciudad santa! Mientras permanezco aquí sentado, la ciudad está en manos de los enemigos, y el Templo en poder de los extranjeros”.(3)
Ante la vista de estos acontecimientos algunos apostataron y otros huyeron hacia el desierto por temor a esta situación desesperada. Matatías y sus amigos tomaron la decisión de reaccionar: “Si hacemos lo mismo que nuestros hermanos, si no nos defendemos de los paganos para salvar nuestra vida y nuestras observancias, muy pronto nos eliminan de este país. Por eso tomaron ese mismo día esta decisión: Si alguien viene a atacarnos (…) lo enfrentaremos y no nos dejaremos aplastar como lo hicieron nuestros hermanos que murieron en sus refugios”.(4) En este ejemplo revivió el valor de los fugitivos y el de los que dudaban. La impiedad desapareció de Jerusalén y los perseguidores fueron derrotados.
En estos tiempos de apostasía, nosotros, que en el día de nuestro bautismo fuimos hechos hijos de Dios y de la Iglesia, debemos ser fieles más que nunca a la fe recibida y vivir de una manera ejemplar, sin claudicaciones ni traiciones. Tenemos que responder con generosidad a la llamada de Nuestro Señor: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.(5) Es así como atraeremos gracias para la Iglesia y ayudaremos a que se levante. Seamos “la sal de la tierra”, y sal que no pierda el gusto. Que nuestro ejemplo infunda valor a los que desfallecen. Así seremos el Simón de Cirene de la Iglesia.
Para eso cada uno de nosotros debe estar en el lugar que Dios Nuestro Señor quiere que ocupemos. Todo joven, sea varón o mujer, tiene que responder a esta pregunta crucial en el momento de elegir su estado de vida: “¿Cómo puedo servir mejor a la Iglesia y a mi patria según las cualidades que Dios me ha dado?”
Un católico debe estar animado de una sana ambición. Esta ambición a la que nos llaman Jesucristo y la Iglesia no consiste en querer imponer nuestra voluntad aplastando la de los otros, sino corresponder a la que Dios tiene sobre nosotros de la manera más perfecta posible, con la ayuda de su gracia.
De hecho, hoy más que nunca los católicos deben estar presentes en sectores claves de la sociedad: en el ejército, en la justicia, en la medicina, en los hospitales, en las comisarías, en las artes, en las universidades y en las escuelas, sin olvidarnos de los medios obreros y rurales. También y sobre todo lo que falta cruelmente son las vocaciones sacerdotales y religiosas, que son los canales que Dios utiliza para comunicar su gracia a las almas y al mundo, y para ofrecer las alabanzas y súplicas a Dios. Dirijo estas líneas especialmente a los jóvenes, que a veces carecen de esta ambición católica y que se refugian en oficios inútiles, que favorecen más su egoísmo que cualquier otra cosa. El católico debe dar lo mejor de sí mismo dondequiera que esté. La ambición católica no es una competencia sino un servicio para extender el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo.
Padres de familia: tengan también esta ambición para sus hijos católicos. No los empujen a hacer lo que ustedes quieran que ellos sean; aliéntenlos más bien a cumplir con el plan que Dios tiene para ellos. Si han recibido la vocación, que no demoren su en-trada en el seminario o en el convento, bajo pretexto de que deben terminar sus estudios, lo que les permitirá retenerlos durante más tiempo con ustedes… Insten a sus hijos y sus hi-jas a trabajar con ardor y espíritu de sacrificio. El católico no debe tener miedo a ocupar cargos de responsabilidad en la sociedad si sus capacidades se lo permiten. Así cada uno servirá en su lugar a Dios y a la Iglesia.
Desde el Concilio Vaticano II se viene predicando y practicando la política del “anonimato religioso”. Las iglesias que se construyen deben parecerse a cualquier cosa, menos a una iglesia. Los católicos son invitados a sumergirse en la sociedad, y a adoptar un perfil bajo. ¡Los políticos abiertamente católicos y fieles a las enseñanzas de la Iglesia casi han desaparecido!
En nombre de esta misma estrategia los sacerdotes, religiosos y religiosas han abandonado sus hábitos para secularizarse. Se ha visto a los sacerdotes convertirse en obreros y a las religiosas abandonar su convento para irse a vivir en departamentos baratos como el común de la gente. Había que desembarcar en el mundo sin hacer proselitismo para no asustarlo y así ganarlo para Cristo.
Sucedió lo contrario de lo que debía ocurrir. La Iglesia se disimuló tanto, que en algunas partes del mundo, como en la vieja Europa, está desapareciendo. Fue llevada a la tumba. Nosotros, católicos de la Tradición, no podemos resignarnos a aceptar esta situación. Cada uno en su lugar tiene el deber de aliviar a la Iglesia de la carga que la abruma.
Pero el católico no podrá ayudar eficazmente a la Iglesia Católica y servirla con fruto si su alma no se nutre de una sólida vida interior. Sin ella la sana ambición se convertirá en orgullo devorador y el ce-lo en puro activismo hueco y de corta duración. No seremos otros Simón de Cirene si nuestras almas no son regadas por la gracia que proviene de una vida sacramental regular y valiente, si no deseamos formarnos en la verdad leyendo y estudiando las encíclicas de los Papas (especialmente los de los siglos XIX y XX, hasta Pío XII), que llamaron a los católicos a conocer la doctrina social de la Iglesia y a ponerla en práctica.
Si estamos habitados por el amor de Cristo y su Iglesia, vamos a tener un ardiente deseo de ponernos a su servicio con entusiasmo. En este sentido, el Papa San Pío X exhortaba a los católicos escribiendo líneas como éstas: “Al cristiano no le es lícito descuidar los bienes sobrenaturales, aun en el orden de las cosas terrenas”.(6) Y el Papa Pío XII confirmó esta exhortación cuando dirigió las siguientes palabras a la juventud católica italiana: “En el fragor de la lucha, un cristianismo puramente exterior y de pura forma se derrite como la cera bajo el influjo del sol”.(7)
Charles Péguy decía que “hay algo peor que un alma mala: es tener un alma acostumbrada”.(8) No permanezcamos insensibles y fríos ante la pasión que atraviesa la Iglesia de hoy; no nos acostumbremos a esta situación, ¡sería una traición! Recordemos que el día de nuestro bautismo la Iglesia nos ha puesto en nuestras manos un código moral que tenemos que observar; nos pidió que sigamos a una persona: a Cristo, y esto hasta el Calvario. Yendo en pos de Él, debemos “completar en nuestra carne lo que falta a su pasión”.(9)
Continuemos, pues, hasta el día de Pentecostés uniéndonos a la Cruzada del Rosario a la que Monseñor Fellay nos llama, para que la Virgen María interceda ante su Hijo y cesen los males que afligen a la Iglesia. ¡Respondamos generosamente: “presentes”! De este modo cada uno será, en el lugar en que esté, otro Simón de Cirene.
¡Que Dios los bendiga!
Padre Christian Bouchacourt
Superior de Distrito América del Sur
(1) San Lucas, 23, 26.
(2) Salmo 21, 7.
(3) I Macabeos, 2, 6-7.
(4) I Macabeos, 2, 40-41.
(5) San Mateo, 5, 48.
(6) San Pío X: Encíclica “Singulari Quadam caritate”, 24 de septiembre de 1912.
(7) Pío XII: Alocución a los jóvenes de la rama masculina de la Acción Católica Italiana, 20 de abril de 1946.
(8) Charles Péguy, escritor, poeta y ensayista francés (1873-1914), muerto en el campo de batalla.
(9) San Pablo a los Colosenses, 1, 24.
¿Los Apóstoles y discípulos? Habían desaparecido. Uno de ellos incluso había traicionado a su Divino Maestro, mientras Pedro, el primer Papa y el jefe de los Apóstoles, elegido pero aún no confirmado en su cargo, ¡lo había negado tres veces! ¡Qué escándalo ofrecía este espectáculo aterrador y qué misterio! El que se presentó como el Hijo de Dios, el que había multiplicado los milagros durante los tres años de su vida pública, el que había prometido no abandonar a sus Apóstoles y discípulos, Jesús de Nazaret, no tenía aspecto de hombre sino de “un gusano, vergüenza de la humanidad, despreciado por el pueblo”.(2)
Esta Pasión de Nuestro Señor Jesucristo encuentra su prolongación hoy en día en la lenta agonía que afecta a la Iglesia desde hace más de cincuenta años. Como hace dos milenios, sus pastores la traicionan o la abandonan por miedo al mundo, al que no quieren contristar ni contradecir, si no es que han adoptado sus principios. Ante esta tragedia que sucede ante nuestros ojos, ¿podemos simplemente gemir como las santas mujeres, que Cristo amonesta durante su subida al Calvario?
¿No hay nada mejor para hacer que lamentarse de la suerte que nos toca, y esperar tiempos mejores?
¡Sí, por supuesto! Simón de Cirene es un ejemplo para nosotros. Con él, nosotros también podemos aliviar a la Iglesia, que parece aplastada bajo el peso de los golpes y las humillaciones que le infligen sus enemigos desde dentro y desde fuera. ¿Qué podemos hacer?
La actitud de Matatías, el padre de Judas Macabeo en las Sagradas Escrituras, es otro ejemplo que se nos ofrece. En efecto, la tribu de Judá y la ciudad de Jerusalén fueron destruidas por la impiedad de sus miembros y de su gente. Matatías hizo entonces esta reflexión: “¡Qué desgracia! ¡No nací para ver la ruina de mi pueblo y la ruina de la ciudad santa! Mientras permanezco aquí sentado, la ciudad está en manos de los enemigos, y el Templo en poder de los extranjeros”.(3)
Ante la vista de estos acontecimientos algunos apostataron y otros huyeron hacia el desierto por temor a esta situación desesperada. Matatías y sus amigos tomaron la decisión de reaccionar: “Si hacemos lo mismo que nuestros hermanos, si no nos defendemos de los paganos para salvar nuestra vida y nuestras observancias, muy pronto nos eliminan de este país. Por eso tomaron ese mismo día esta decisión: Si alguien viene a atacarnos (…) lo enfrentaremos y no nos dejaremos aplastar como lo hicieron nuestros hermanos que murieron en sus refugios”.(4) En este ejemplo revivió el valor de los fugitivos y el de los que dudaban. La impiedad desapareció de Jerusalén y los perseguidores fueron derrotados.
En estos tiempos de apostasía, nosotros, que en el día de nuestro bautismo fuimos hechos hijos de Dios y de la Iglesia, debemos ser fieles más que nunca a la fe recibida y vivir de una manera ejemplar, sin claudicaciones ni traiciones. Tenemos que responder con generosidad a la llamada de Nuestro Señor: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.(5) Es así como atraeremos gracias para la Iglesia y ayudaremos a que se levante. Seamos “la sal de la tierra”, y sal que no pierda el gusto. Que nuestro ejemplo infunda valor a los que desfallecen. Así seremos el Simón de Cirene de la Iglesia.
Para eso cada uno de nosotros debe estar en el lugar que Dios Nuestro Señor quiere que ocupemos. Todo joven, sea varón o mujer, tiene que responder a esta pregunta crucial en el momento de elegir su estado de vida: “¿Cómo puedo servir mejor a la Iglesia y a mi patria según las cualidades que Dios me ha dado?”
Un católico debe estar animado de una sana ambición. Esta ambición a la que nos llaman Jesucristo y la Iglesia no consiste en querer imponer nuestra voluntad aplastando la de los otros, sino corresponder a la que Dios tiene sobre nosotros de la manera más perfecta posible, con la ayuda de su gracia.
De hecho, hoy más que nunca los católicos deben estar presentes en sectores claves de la sociedad: en el ejército, en la justicia, en la medicina, en los hospitales, en las comisarías, en las artes, en las universidades y en las escuelas, sin olvidarnos de los medios obreros y rurales. También y sobre todo lo que falta cruelmente son las vocaciones sacerdotales y religiosas, que son los canales que Dios utiliza para comunicar su gracia a las almas y al mundo, y para ofrecer las alabanzas y súplicas a Dios. Dirijo estas líneas especialmente a los jóvenes, que a veces carecen de esta ambición católica y que se refugian en oficios inútiles, que favorecen más su egoísmo que cualquier otra cosa. El católico debe dar lo mejor de sí mismo dondequiera que esté. La ambición católica no es una competencia sino un servicio para extender el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo.
Padres de familia: tengan también esta ambición para sus hijos católicos. No los empujen a hacer lo que ustedes quieran que ellos sean; aliéntenlos más bien a cumplir con el plan que Dios tiene para ellos. Si han recibido la vocación, que no demoren su en-trada en el seminario o en el convento, bajo pretexto de que deben terminar sus estudios, lo que les permitirá retenerlos durante más tiempo con ustedes… Insten a sus hijos y sus hi-jas a trabajar con ardor y espíritu de sacrificio. El católico no debe tener miedo a ocupar cargos de responsabilidad en la sociedad si sus capacidades se lo permiten. Así cada uno servirá en su lugar a Dios y a la Iglesia.
Desde el Concilio Vaticano II se viene predicando y practicando la política del “anonimato religioso”. Las iglesias que se construyen deben parecerse a cualquier cosa, menos a una iglesia. Los católicos son invitados a sumergirse en la sociedad, y a adoptar un perfil bajo. ¡Los políticos abiertamente católicos y fieles a las enseñanzas de la Iglesia casi han desaparecido!
En nombre de esta misma estrategia los sacerdotes, religiosos y religiosas han abandonado sus hábitos para secularizarse. Se ha visto a los sacerdotes convertirse en obreros y a las religiosas abandonar su convento para irse a vivir en departamentos baratos como el común de la gente. Había que desembarcar en el mundo sin hacer proselitismo para no asustarlo y así ganarlo para Cristo.
Sucedió lo contrario de lo que debía ocurrir. La Iglesia se disimuló tanto, que en algunas partes del mundo, como en la vieja Europa, está desapareciendo. Fue llevada a la tumba. Nosotros, católicos de la Tradición, no podemos resignarnos a aceptar esta situación. Cada uno en su lugar tiene el deber de aliviar a la Iglesia de la carga que la abruma.
Pero el católico no podrá ayudar eficazmente a la Iglesia Católica y servirla con fruto si su alma no se nutre de una sólida vida interior. Sin ella la sana ambición se convertirá en orgullo devorador y el ce-lo en puro activismo hueco y de corta duración. No seremos otros Simón de Cirene si nuestras almas no son regadas por la gracia que proviene de una vida sacramental regular y valiente, si no deseamos formarnos en la verdad leyendo y estudiando las encíclicas de los Papas (especialmente los de los siglos XIX y XX, hasta Pío XII), que llamaron a los católicos a conocer la doctrina social de la Iglesia y a ponerla en práctica.
Si estamos habitados por el amor de Cristo y su Iglesia, vamos a tener un ardiente deseo de ponernos a su servicio con entusiasmo. En este sentido, el Papa San Pío X exhortaba a los católicos escribiendo líneas como éstas: “Al cristiano no le es lícito descuidar los bienes sobrenaturales, aun en el orden de las cosas terrenas”.(6) Y el Papa Pío XII confirmó esta exhortación cuando dirigió las siguientes palabras a la juventud católica italiana: “En el fragor de la lucha, un cristianismo puramente exterior y de pura forma se derrite como la cera bajo el influjo del sol”.(7)
Charles Péguy decía que “hay algo peor que un alma mala: es tener un alma acostumbrada”.(8) No permanezcamos insensibles y fríos ante la pasión que atraviesa la Iglesia de hoy; no nos acostumbremos a esta situación, ¡sería una traición! Recordemos que el día de nuestro bautismo la Iglesia nos ha puesto en nuestras manos un código moral que tenemos que observar; nos pidió que sigamos a una persona: a Cristo, y esto hasta el Calvario. Yendo en pos de Él, debemos “completar en nuestra carne lo que falta a su pasión”.(9)
Continuemos, pues, hasta el día de Pentecostés uniéndonos a la Cruzada del Rosario a la que Monseñor Fellay nos llama, para que la Virgen María interceda ante su Hijo y cesen los males que afligen a la Iglesia. ¡Respondamos generosamente: “presentes”! De este modo cada uno será, en el lugar en que esté, otro Simón de Cirene.
¡Que Dios los bendiga!
Padre Christian Bouchacourt
Superior de Distrito América del Sur
(1) San Lucas, 23, 26.
(2) Salmo 21, 7.
(3) I Macabeos, 2, 6-7.
(4) I Macabeos, 2, 40-41.
(5) San Mateo, 5, 48.
(6) San Pío X: Encíclica “Singulari Quadam caritate”, 24 de septiembre de 1912.
(7) Pío XII: Alocución a los jóvenes de la rama masculina de la Acción Católica Italiana, 20 de abril de 1946.
(8) Charles Péguy, escritor, poeta y ensayista francés (1873-1914), muerto en el campo de batalla.
(9) San Pablo a los Colosenses, 1, 24.
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