viernes, 28 de agosto de 2009
Fragmento de Confesiones de san Agustín
Libro X; capítulos 9, 10 y 11.
No son sólo éstos los únicos tesoros almacenados en mi vasta memoria. Aquí se encuentran también todas las nociones que aprendí de las artes liberales que todavía no he olvidado. Y están como escondidas en un lugar interior, que no es lugar. Pero no están las imágenes de las cosas, sino las cosas mismas. Yo sé, en efecto, lo que es la gramática, la dialéctica y las diferentes categorías de preguntas. Todo lo que sé de ellas está, ciertamente, en mi memoria, pero no como una imagen retenida de una cosa, cuya realidad ha quedado fuera de mí. No es tampoco como la voz impresa que suena y se desvanece, dejando una huella por la que recordamos como si sonara cuando ya no suena. Ni como el perfume que pasa y se pierde en el viento y que, afectando al sentido del olfato, envía su imagen a la memoria, por la que puede ser reproducida. Ni como el manjar, que ya no tiene sabor en el estómago y que parece lo tiene, sin embargo, en la memoria. Ni como una sensación que sentimos en el cuerpo a través del tacto que, aunque esté alejada de nosotros, podemos imaginarla en la memoria después del tacto.
En estos casos las cosas no penetran en la memoria. Simplemente son captadas sus imágenes con asombrosa rapidez, quedando almacenadas en un maravilloso sistema de compartimentos, de los cuales emergen de forma maravillosa cuando las recordamos.
Pero cuando oigo que son tres las categorías de preguntas –si la cosa existe, qué es y cuál es– retengo las imágenes de los sonidos de que se componen estas palabras. Y sé también que atravesaron el aire con estrépito y que ya no existen. Pero los hechos significados por estos sonidos no los he tocado nunca con ningún sentido del cuerpo. Tampoco los he podido ver fuera de mi alma, ni son sus imágenes las que almaceno en mi memoria sino los hechos mismos. Que me digan, pues, si pueden, por dónde entraron en mí. Recorro todas las puertas de mi cuerpo y no hallo por dónde han podido entrar estos hechos. Mis ojos me dicen, en efecto: «Si tienen color, nosotros los anunciamos.» Los oídos dicen: «Si emitieron algún sonido, nosotros los hemos detectado.» El olfato dice: «Si despiden algún olor, por aquí pasaron.» El gusto dice también: «Si no tienen sabor, no me preguntéis por ellos.» El tacto dice: «Si no es cuerpo, no lo toqué, y si no lo he tocado, no he transmitido mensaje de él.»
¿Cómo, entonces, estos hechos entraron en mi memoria? ¿Por dónde entraron? No lo sé. Cuando los aprendí, no los di crédito por testimonio ajeno. Simplemente los reconocí en mi alma como verdaderos y los aprobé, para después encomendárselos como en depósito y poder sacarlos cuando quisiera. Por tanto, debían estar en mi alma incluso antes de que yo los aprendiese, aunque no estuviesen presentes en la memoria. ¿En dónde estaban? ¿Por qué los reconocí al ser nombrados y decir yo: «Así es, es verdad?» Sin duda porque ya estaban en mi memoria y tan retirados y escondidos como si estuvieran en cuevas profundísimas. Tanto, que no habría podido pensar en ellos, ni alguien no me hubiera advertido de ellos para sacarlos a relucir.
Descubrimos así que aprender las cosas –cuyas imágenes no captamos a través de los sentidos- equivale a verlas interiormente en sí mismas tal cual son, pero sin imágenes. Es un proceso del pensamiento por el que recogemos las cosas que ya contenía la memoria de manera indistinta y confusa, cuidando con atención de ponerlas como al alcance de la mano en la memoria –pues antes quedaban ocultas, dispersas y desordenadas– a fin de que se presenten ya a la memoria con facilidad y de modo habitual. Mi memoria acumula un gran número de hechos e ideas de este tipo, que, como dije, han sido ya descubiertas y puestas como a mano y que afirmamos haber aprendido y conocido. Si las dejo de recordar de tiempo en tiempo, vuelven a sumergirse y hundirse en los compartimentos más hondos de mi memoria, de modo que es necesario repensarlas otra vez en este lugar –pues no es posible localizarlas en otro–. En otras palabras, cuando se han dispersado, he de recogerlas de nuevo para poder conocerlas. Tal es la derivación del verbo cogitare, que significa pensar. Pues en latín el verbo cogo (recoger, coger) dice la misma relación a cogito (pensar, cogitar) que ago (mover) a agito (agitar) o que facio (hacer) a factito (hacer con frecuencia). Pero la palabra cogito queda reservada a la función del alma. Se emplea correctamente sólo cuando se aplica cogitari a lo que se recoge (colligitur), es decir, lo que se junta (cogitar) no en un lugar cualquiera, sino en el alma.
Fuente: Agustín, San. Confesiones. Prólogo, traducción y notas de Pedro Rodríguez de Santidrián. Madrid. Alianza Editorial, 1998.
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