La Navidad permanece secuestrada por esa alianza existente entre consumismo y cultura secularizada e intrascendente.
No se trata de ninguna exageración. El verdadero significado de la Navidad es ya desconocido para un sector muy importante de nuestra población. La Navidad permanece secuestrada por esa alianza existente entre consumismo y cultura secularizada e intrascendente. En la audiencia papal del 21 de Diciembre del año pasado, Benedicto XVI, hacía el siguiente llamamiento: “mientras una cierta cultura moderna y consumista intenta hacer desaparecer los símbolos cristianos de la celebración de la Navidad, asumamos todos el compromiso de comprender el valor de las tradiciones navideñas, que forman parte del patrimonio de nuestra fe y de nuestra cultura, para transmitirlas a las nuevas generaciones”
Uno de los principales símbolos religiosos navideños es la luz. Las velas de las iglesias, las luces del Nacimiento, del árbol de Navidad y de las calles, evocan otra Luz, que solo la fe puede contemplar. El Papa aprovechó la referida catequesis para ahondar en el significado de la luz: “La fiesta de Navidad coincide, en nuestro hemisferio, con la época del año en que el sol termina su parábola descendente y empieza la fase en la que se amplía gradualmente el tiempo de luz diurna, según el recorrido sucesivo de las estaciones.
Esto nos ayuda a comprender mejor el tema de la luz que prevalece sobre las tinieblas. Es un símbolo que evoca una realidad que afecta a lo íntimo del hombre: me refiero a la luz del bien que vence al mal, del amor que supera al odio, de la vida que vence a la muerte. Navidad hace pensar en esta luz interior, en la luz divina, que nos vuelve a presentar el anuncio de la victoria definitiva del amor de Dios sobre el pecado y la muerte....”
La secularización de la Navidad tiene también un importante aliado en el olvido del sentido religioso del tiempo y en la consecuente paganización de la celebración del inicio del año. Sin embargo, por mucho que nos empeñemos en negar las raíces cristianas de nuestra cultura, cada vez que fechamos una carta, cada vez que comemos las uvas al son de las campanadas, estamos reconociendo implícita -ojalá explícitamente-, que el nacimiento de Jesucristo es el acontecimiento central de la humanidad, a partir del cual dividimos la historia en un “antes de” y un “después de”.
La cuestión clave es que el calendario asume el "concepto" de que el tiempo se cuenta en referencia al nacimiento de Cristo. El tiempo no se mide en base a un criterio convencional numérico, ni astrológico, sino histórico teológico. En el fondo, hay dos concepciones irreconciliables de la historia. La primera la entiende como una dialéctica en la que al hombre sólo le cabe buscar en sí mismo su propia realización. La segunda percibe en la construcción de la ciudad terrena la antesala de un destino eterno; hasta el punto de que sólo desde éste, a la luz de Dios, cabe descubrir el sentido definitivo de la historia humana.
La afirmación cristiana de que Dios ha asumido nuestra naturaleza humana, adentrándose en nuestras coordenadas de espacio y tiempo, supone que en adelante la historia del hombre es también historia de Dios, y que la historia de Dios comienza a ser historia del hombre. Todo lo auténticamente humano interesa a Dios, y, a su vez, todo lo divino concierne también al hombre. Antes de Cristo, aún sin conocerle, la historia le estaba esperando. El hombre buscaba una plenitud que era incapaz de darse a sí mismo. El inicio de un nuevo año, (...), será una manifestación, una vez más, de la continua presencia viva y salvífica de Jesús en el tiempo y el espacio. El es el centro del universo y de la historia.
Y aún tenemos que dar un paso más, para extraer las consecuencias debidas de las “formas” y “maneras” en las que tuvo lugar la encarnación y nacimiento del Hijo de Dios en Nazaret y Belén. La imagen del niño débil, no es un mero signo de ternura, es también una invitación a poner en práctica la doctrina de Cristo: “si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3) “¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu.” (Jn 3, 4-6).
Dicho de otra forma, los signos de la Navidad, no esconden sólo hermosas evocaciones místicas, sino que son una llamada muy concreta a la conversión personal, al arrepentimiento de nuestros pecados, al abajamiento del orgullo para acceder a la fe, al cultivo de la “pobreza de espíritu”, al desprendimiento generoso de nuestras riquezas para poder así reconocer los signos pobres con los que los ángeles anuncian al recién nacido: “...y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12)
¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo!... os desea vuestro pastor.
escrito de: www.enticonfio.org
No se trata de ninguna exageración. El verdadero significado de la Navidad es ya desconocido para un sector muy importante de nuestra población. La Navidad permanece secuestrada por esa alianza existente entre consumismo y cultura secularizada e intrascendente. En la audiencia papal del 21 de Diciembre del año pasado, Benedicto XVI, hacía el siguiente llamamiento: “mientras una cierta cultura moderna y consumista intenta hacer desaparecer los símbolos cristianos de la celebración de la Navidad, asumamos todos el compromiso de comprender el valor de las tradiciones navideñas, que forman parte del patrimonio de nuestra fe y de nuestra cultura, para transmitirlas a las nuevas generaciones”
Uno de los principales símbolos religiosos navideños es la luz. Las velas de las iglesias, las luces del Nacimiento, del árbol de Navidad y de las calles, evocan otra Luz, que solo la fe puede contemplar. El Papa aprovechó la referida catequesis para ahondar en el significado de la luz: “La fiesta de Navidad coincide, en nuestro hemisferio, con la época del año en que el sol termina su parábola descendente y empieza la fase en la que se amplía gradualmente el tiempo de luz diurna, según el recorrido sucesivo de las estaciones.
Esto nos ayuda a comprender mejor el tema de la luz que prevalece sobre las tinieblas. Es un símbolo que evoca una realidad que afecta a lo íntimo del hombre: me refiero a la luz del bien que vence al mal, del amor que supera al odio, de la vida que vence a la muerte. Navidad hace pensar en esta luz interior, en la luz divina, que nos vuelve a presentar el anuncio de la victoria definitiva del amor de Dios sobre el pecado y la muerte....”
La secularización de la Navidad tiene también un importante aliado en el olvido del sentido religioso del tiempo y en la consecuente paganización de la celebración del inicio del año. Sin embargo, por mucho que nos empeñemos en negar las raíces cristianas de nuestra cultura, cada vez que fechamos una carta, cada vez que comemos las uvas al son de las campanadas, estamos reconociendo implícita -ojalá explícitamente-, que el nacimiento de Jesucristo es el acontecimiento central de la humanidad, a partir del cual dividimos la historia en un “antes de” y un “después de”.
La cuestión clave es que el calendario asume el "concepto" de que el tiempo se cuenta en referencia al nacimiento de Cristo. El tiempo no se mide en base a un criterio convencional numérico, ni astrológico, sino histórico teológico. En el fondo, hay dos concepciones irreconciliables de la historia. La primera la entiende como una dialéctica en la que al hombre sólo le cabe buscar en sí mismo su propia realización. La segunda percibe en la construcción de la ciudad terrena la antesala de un destino eterno; hasta el punto de que sólo desde éste, a la luz de Dios, cabe descubrir el sentido definitivo de la historia humana.
La afirmación cristiana de que Dios ha asumido nuestra naturaleza humana, adentrándose en nuestras coordenadas de espacio y tiempo, supone que en adelante la historia del hombre es también historia de Dios, y que la historia de Dios comienza a ser historia del hombre. Todo lo auténticamente humano interesa a Dios, y, a su vez, todo lo divino concierne también al hombre. Antes de Cristo, aún sin conocerle, la historia le estaba esperando. El hombre buscaba una plenitud que era incapaz de darse a sí mismo. El inicio de un nuevo año, (...), será una manifestación, una vez más, de la continua presencia viva y salvífica de Jesús en el tiempo y el espacio. El es el centro del universo y de la historia.
Y aún tenemos que dar un paso más, para extraer las consecuencias debidas de las “formas” y “maneras” en las que tuvo lugar la encarnación y nacimiento del Hijo de Dios en Nazaret y Belén. La imagen del niño débil, no es un mero signo de ternura, es también una invitación a poner en práctica la doctrina de Cristo: “si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3) “¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu.” (Jn 3, 4-6).
Dicho de otra forma, los signos de la Navidad, no esconden sólo hermosas evocaciones místicas, sino que son una llamada muy concreta a la conversión personal, al arrepentimiento de nuestros pecados, al abajamiento del orgullo para acceder a la fe, al cultivo de la “pobreza de espíritu”, al desprendimiento generoso de nuestras riquezas para poder así reconocer los signos pobres con los que los ángeles anuncian al recién nacido: “...y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12)
¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo!... os desea vuestro pastor.
escrito de: www.enticonfio.org
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