sábado, 30 de julio de 2011

Evangelio del día 30 de julio de 2011


Evangelio según San Mateo 14,1-12. Sábado de la XVII Semana del Tiempo Ordinario


En aquel tiempo, la fama de Jesús llegó a oídos del tetrarca Herodes, y él dijo a sus allegados: "Este es Juan el Bautista; ha resucitado de entre los muertos, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos". Herodes, en efecto, había hecho arrestar, encadenar y encarcelar a Juan, a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, porque Juan le decía: "No te es lícito tenerla".
Herodes quería matarlo, pero tenía miedo del pueblo, que consideraba a Juan un profeta.
El día en que Herodes festejaba su cumpleaños, la hija de Herodías bailó en público, y le agradó tanto a Herodes que prometió bajo juramento darle lo que pidiera.
Instigada por su madre, ella dijo: "Tráeme aquí sobre una bandeja la cabeza de Juan el Bautista".
El rey se entristeció, pero a causa de su juramento y por los convidados, ordenó que se la dieran
y mandó decapitar a Juan en la cárcel.
Su cabeza fue llevada sobre una bandeja y entregada a la joven, y esta la presentó a su madre.
Los discípulos de Juan recogieron el cadáver, lo sepultaron y después fueron a informar a Jesús.



Comentario:


San Juan Bautista, Precursor del nacimiento y de la muerte de Cristo - San Beda el Venerable



El santo Precursor del nacimiento, de la predicación y de la muerte del Señor mostró en el momento de la lucha suprema una fortaleza digna de atraer la mirada de Dios, ya que, como dice la Escritura, la gente pensaba que cumplía una pena, pero él esperaba de lleno la inmortalidad. Con razón celebramos su día natalicio, que él ha solemnizado con su martirio y adornado con el fulgor purpúreo de su sangre; con razón veneramos con gozo espiritual la memoria de aquel que selló con su martirio el testimonio que había dado del Señor.

No debemos poner en duda que san Juan sufrió la cárcel y las cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro Redentor, de quien fue precursor, ya que, si bien su perseguidor no lo forzó a que negara a Cristo, sí trató de obligarlo a que callara la verdad; ello es suficiente para afirmar que murió por Cristo.

Cristo, en efecto, dice: Yo soy la verdad; por consiguiente, si Juan derramó su sangre por la verdad, la derramó por Cristo; y él, que precedió a Cristo en su nacimiento, en su predicación y en su bautismo, anunció también con su martirio, anterior al de Cristo, la pasión fuera del Señor.

Este hombre tan eximio terminó, pues, su vida derramando su sangre, después de un largo y penoso cautiverio. Él, que había evangelizado la libertad de una paz que viene de arriba, fue encarcelado por unos hombres malvados; fue encerrado en la oscuridad de un calabozo aquel que vino a dar testimonio de la luz y a quien Cristo, la luz en persona, dio el título de «lámpara que arde y brilla»; fue bautizado en su propia sangre aquel a quien fue dado bautizar al Redentor del mundo, oír la voz del Padre que resonaba sobre Cristo y ver la gracia del Espíritu Santo que descendía sobre él. Mas, a él, todos aquellos tormentos temporales no le resultaban penosos, sino más bien leves y agradables, ya que los sufría por causa de la verdad y sabía que habían de merecerle un premio y un gozo sin fin.

La muerte –que de todas maneras había de acaecerle por ley natural– era para él algo apetecible, teniendo en cuenta que la sufría por la confesión del nombre de Cristo y que con ella alcanzaría la palma de la vida eterna. Bien dice el Apóstol: A vosotros se os ha concedido la gracia de estar del lado de Cristo, no sólo creyendo en él, sino sufriendo por él. El mismo Apóstol explica, en otro lugar, por qué sea un don el hecho de sufrir por Cristo: Los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá.

De las homilías de san Beda el Venerable, presbítero

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