Homilía COMPLETA en la Misa del 111º aniversario de la
Coronación de Nuestra Señora de Itatí, 16 de julio de 2011
(De monseñor Andrés Stanovnik)
Hoy celebramos un nuevo aniversario de la coronación de la bella imagen de la Virgen de Itatí. Fue un 16 de julio del año 1900, hoy hace exactamente 111 años. La crónica de la época cuenta que, en una travesía histórica, esa hermosa figura de la Virgen, fue llevada en barco desde Itatí hasta la Capital. Allí, en el atrio del templo de la Cruz de los Milagros, ante una multitud expectante y emocionada, se coronó la imagen de la Pura y Limpia Concepción de María de Itatí.
Esa imagen representa a la Mujer vestida de sol, de la que nos habló la primera lectura. En esa proclamación escuchamos que se abrió el Templo de Dios, que está en el cielo, y aparecieron dos signos opuestos y luchando entre sí: un signo representa la vida y el otro la muerte. El primer gran signo es la vida: apareció una Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza.[1] A continuación se dice que estaba embarazada y gritaba de dolor porque iba a dar a luz. El otro signo que aparece es la muerte: un enorme Dragón rojo como de fuego, que se puso delante de la mujer que iba a dar luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera.
Sin embargo, la Mujer tuvo un hijo varón que debía regir las naciones y que fue elevado hasta Dios. El combate entre la vida y la muerte concluye con el triunfo de la vida: ya llegó la salvación, el poder y el Reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías. La muerte ha sido vencida. Gracias a la disponibilidad total al proyecto de Dios, de esta maravillosa Mujer que se animó a dar a luz, nosotros recuperamos la vida y la esperanza. Su fidelidad hasta el final, fue coronada de dolor al pie de la cruz de su Hijo[2] y luego coronada de gloria junto Cristo, sentado a la derecha del Padre y Señor de toda la creación. Por eso, con enorme alegría la veneramos como Reina y Señora de todo lo creado, Señora de la Vida.
Sus peregrinos y devotos podríamos preguntarnos hoy qué significa la coronación de la Virgen y qué nos dice ese acontecimiento. Hoy se siguen coronando reinas vinculadas a determinados tiempos o fiestas: por ejemplo, la reina de la primavera, del carnaval, de la vendimia, etc. El espectáculo construye ídolos de la música y estrellas del deporte. Con frecuencia suelen ser creaciones artificiales, que generan falsas expectativas en sus seguidores, los encandilan y aturden por unos momentos, y luego los despiden con un cúmulo de vagas sensaciones que, al desvanecerse, dejan sólo vacío y malestar. Las reinas, los ídolos o las estrellas, son construcciones hechas con criterios superficiales y efímeros, y sobre bases inconsistentes: se trata sólo de medidas, apariencia física y personalidad atrayente. Pero tienen pies de barro, duran algún tiempo y luego caducan irremisiblemente.
Esto debe hacernos pensar. Contemplemos a nuestra Reina del cielo y marquemos la diferencia: aquí estamos delante de una reina que convoca a sus peregrinos y devotos hace más de cuatro siglos, como rezamos en la oración Tiernísima Madre. Esta reina es bellísima, única, impactante. Pero su belleza y su atracción son de una calidad totalmente diferente a otras reinas o estrellas. Es una belleza que no se calcula en centímetros, no importa su apariencia ni se la califica por el rating que consigue sumar. Ella no tiene espectadores, sino devotos; tampoco seguidores o fanáticos, sino peregrinos. Los seguidores de ídolos y estrellas nunca llegan a ser pueblo, permanecen siempre individuos aislados. Por eso, los llamados fans nunca crean comunidad, no se sienten pueblo, sino masa, sumatoria de individuos encandilados por una estrella fugaz. Existen mientras brilla el espectáculo, después desaparecen. En cambio, esta Reina, coronada en el cielo y en la tierra, es Madre que reúne a sus devotos; es Hija y Hermana que peregrina con su pueblo y lo lleva al encuentro de su Divino Hijo Jesús. En ese encuentro, sus devotos se reconocen pueblo de hermanos, donde todos se hacen cargo de todos y cuidan con sumo respeto la vida de los más frágiles. Ella, Peregrina con nosotros, nos acompaña hacia la patria del Cielo, mientras nos enseña a construirla día a día mediante el trabajo y el amor solidario.
Descubramos un poco más a esta Reina coronada de gloria y majestad. Ella vivió una doble coronación. La primera “coronación” fue durante su vida terrena. Junto a José, su esposo, enfrentó la adversidad con entereza y total confianza en Dios. Sobre todo cuando se trató de respetar, defender y cuidar la vida del niño por nacer. Cuando a ella le tocó dar a luz, soportaron juntos las penurias por falta de techo y abrigo. Luego padecieron un duro exilio en Egipto. Ella acompañó a su hijo Jesús aún en los momentos de gran incomprensión. Al final, la encontramos al pie de la cruz de su hijo, atravesada por el sufrimiento. Es la discípula fidelísima de Jesús, coronada en el dolor de Madre junto a la cruz de su Hijo.
A esa coronación le siguió la otra, esa que llevó a plenitud la primera. María, perfecta discípula de su Hijo, fue coronada en el Cielo como Reina y Señora de todo lo creado. Ella reina con su Hijo Jesús en la Iglesia, de la cual es anticipo y figura; reina en los corazones de sus fieles: reina en todas partes donde gana la vida y pierde la muerte; reina en la mujer que lleva adelante su embarazo; reina donde el estado, con una legislación adecuada, protege la vida tanto de la madre como del niño por nacer desde su fecundación del óvulo, hasta su muerte natural. Porque las leyes que legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en contradicción total e inconciliable con el derecho inviolable a la vida, afirmó el beato Papa Juan Pablo II (EV, 72). Por eso, María reina en el corazón y en la mente del legislador que elige la vida, y en el gobernante que ejerce su función pública a favor de una vida digna para la gente; y sin perder de vista el bien de todos, se ocupa de resolver las urgencias allí donde la vida de los ciudadanos está más amenazada; María reina en los corazones de los peregrinos que asumen su compromiso ciudadano y cumplen con la responsabilidad de ir a votar; y en aquellos fieles cristianos, hombres y mujeres, que luego se insertan en acciones comunitarias y participan activamente allí donde los reclama la responsabilidad ciudadana y también donde los convoca la comunidad eclesial.
María reina allí donde se cuida el ambiente y no se lo ensucia, porque también así se expresa el respeto por uno mismo y por los demás. Por eso, el peregrino de la Virgen deja limpio el lugar que ocupa pensando que después de él vendrán otros peregrinos. Cuidar la Casa de nuestra Madre y los lugares que la rodean, también es signo de que somos imagen de Dios y por eso nos queremos y respetamos, cuidando el ambiente en el que vivimos.
Hoy se difunde la idea de que todo da lo mismo y no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto. Un extraño progresismo quiere apartar a Dios de la vida de las personas y de la sociedad, proponiendo un “paraíso” sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un “infierno”, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza, advirtió hace poco el Papa Benedicto XVI. Según ese pensamiento cada uno puede construirse a sí mismo como mejor le guste. Ya no importa si se nace varón o mujer, da igual cualquier forma de vivir la sexualidad. No hay naturaleza, ni valores culturales, ni religión que sirva de orientación. En ese modo de pensar, la vida ya no es don de Dios, sino construcción arbitraria de los hombres. Nosotros creemos que la vida es un don que recibimos de Dios y una tarea que debemos hacer y madurar en diálogo con él, en un diálogo de amistad con Jesucristo: él es el gran signo que nos viene de Dios y se convierte para nosotros en Camino, Verdad y Vida.
Dios quiera que una Provincia amante de la vida, como es la nuestra, muestre mayor decisión en legislar a favor de la vida, sobre todo con leyes oportunas, medidas y disposiciones a favor de las familias. Sólo la comunión de un varón y una mujer asegura el respeto por el otro, y por la dignidad y el carácter sagrado de la vida. Sobre esos cimientos se puede construir un futuro que permita progreso y bienestar para todos.
Todos buscamos la felicidad, esa alegría que no pasa. Pero muchas veces la buscamos por caminos equivocados, siguiendo falsas luces, promesas de libertad y de prosperidad que no llevan a ninguna parte. El secreto de la vida está en elegir a quién le hacemos caso y quién tiene la palabra que nos asegure esa alegría y felicidad que anhelamos profundamente. No hay mejor madre y maestra que la Virgen María, Peregrina con nosotros, para llevarnos hacia esa meta, que no es otra que el fruto bendigo de su vientre: Jesús. Que ese encuentro con Jesús nos haga sentir la Iglesia, como un hermoso misterio de comunión y misión, porque no hay verdadero Jesús sin Iglesia, que es su cuerpo. No somos creyentes aislados, sino que, mediante el Bautismo, somos miembros de esta gran familia, y es la fe profesada por la Iglesia la que asegura nuestra fe personal. Agradezcamos siempre al Señor el don de la Iglesia; ella nos hace progresar con seguridad en la fe, que nos da la vida verdadera y esa alegría que no pasa. Se pueden organizar fiestas pero no la alegría, ésta es un don de Dios: la alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22), nos instruye el Santo Padre.
Aprendamos con María a no tenerle miedo al proyecto de Dios. Él quiere compartir con nosotros su vida y su felicidad. Que ella nos guíe a una respuesta cada vez más generosa e incondicional a lo que Dios nos pide, incluso cuando nos llame a abrazar la cruz, en la firme esperanza de llegar un día a la plenitud del amor, que ya resplandece tan maravillosamente en María de Itatí, la mujer vestida de sol, Reina y Señora de todo lo creado.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes
Coronación de Nuestra Señora de Itatí, 16 de julio de 2011
(De monseñor Andrés Stanovnik)
Hoy celebramos un nuevo aniversario de la coronación de la bella imagen de la Virgen de Itatí. Fue un 16 de julio del año 1900, hoy hace exactamente 111 años. La crónica de la época cuenta que, en una travesía histórica, esa hermosa figura de la Virgen, fue llevada en barco desde Itatí hasta la Capital. Allí, en el atrio del templo de la Cruz de los Milagros, ante una multitud expectante y emocionada, se coronó la imagen de la Pura y Limpia Concepción de María de Itatí.
Esa imagen representa a la Mujer vestida de sol, de la que nos habló la primera lectura. En esa proclamación escuchamos que se abrió el Templo de Dios, que está en el cielo, y aparecieron dos signos opuestos y luchando entre sí: un signo representa la vida y el otro la muerte. El primer gran signo es la vida: apareció una Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza.[1] A continuación se dice que estaba embarazada y gritaba de dolor porque iba a dar a luz. El otro signo que aparece es la muerte: un enorme Dragón rojo como de fuego, que se puso delante de la mujer que iba a dar luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera.
Sin embargo, la Mujer tuvo un hijo varón que debía regir las naciones y que fue elevado hasta Dios. El combate entre la vida y la muerte concluye con el triunfo de la vida: ya llegó la salvación, el poder y el Reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías. La muerte ha sido vencida. Gracias a la disponibilidad total al proyecto de Dios, de esta maravillosa Mujer que se animó a dar a luz, nosotros recuperamos la vida y la esperanza. Su fidelidad hasta el final, fue coronada de dolor al pie de la cruz de su Hijo[2] y luego coronada de gloria junto Cristo, sentado a la derecha del Padre y Señor de toda la creación. Por eso, con enorme alegría la veneramos como Reina y Señora de todo lo creado, Señora de la Vida.
Sus peregrinos y devotos podríamos preguntarnos hoy qué significa la coronación de la Virgen y qué nos dice ese acontecimiento. Hoy se siguen coronando reinas vinculadas a determinados tiempos o fiestas: por ejemplo, la reina de la primavera, del carnaval, de la vendimia, etc. El espectáculo construye ídolos de la música y estrellas del deporte. Con frecuencia suelen ser creaciones artificiales, que generan falsas expectativas en sus seguidores, los encandilan y aturden por unos momentos, y luego los despiden con un cúmulo de vagas sensaciones que, al desvanecerse, dejan sólo vacío y malestar. Las reinas, los ídolos o las estrellas, son construcciones hechas con criterios superficiales y efímeros, y sobre bases inconsistentes: se trata sólo de medidas, apariencia física y personalidad atrayente. Pero tienen pies de barro, duran algún tiempo y luego caducan irremisiblemente.
Esto debe hacernos pensar. Contemplemos a nuestra Reina del cielo y marquemos la diferencia: aquí estamos delante de una reina que convoca a sus peregrinos y devotos hace más de cuatro siglos, como rezamos en la oración Tiernísima Madre. Esta reina es bellísima, única, impactante. Pero su belleza y su atracción son de una calidad totalmente diferente a otras reinas o estrellas. Es una belleza que no se calcula en centímetros, no importa su apariencia ni se la califica por el rating que consigue sumar. Ella no tiene espectadores, sino devotos; tampoco seguidores o fanáticos, sino peregrinos. Los seguidores de ídolos y estrellas nunca llegan a ser pueblo, permanecen siempre individuos aislados. Por eso, los llamados fans nunca crean comunidad, no se sienten pueblo, sino masa, sumatoria de individuos encandilados por una estrella fugaz. Existen mientras brilla el espectáculo, después desaparecen. En cambio, esta Reina, coronada en el cielo y en la tierra, es Madre que reúne a sus devotos; es Hija y Hermana que peregrina con su pueblo y lo lleva al encuentro de su Divino Hijo Jesús. En ese encuentro, sus devotos se reconocen pueblo de hermanos, donde todos se hacen cargo de todos y cuidan con sumo respeto la vida de los más frágiles. Ella, Peregrina con nosotros, nos acompaña hacia la patria del Cielo, mientras nos enseña a construirla día a día mediante el trabajo y el amor solidario.
Descubramos un poco más a esta Reina coronada de gloria y majestad. Ella vivió una doble coronación. La primera “coronación” fue durante su vida terrena. Junto a José, su esposo, enfrentó la adversidad con entereza y total confianza en Dios. Sobre todo cuando se trató de respetar, defender y cuidar la vida del niño por nacer. Cuando a ella le tocó dar a luz, soportaron juntos las penurias por falta de techo y abrigo. Luego padecieron un duro exilio en Egipto. Ella acompañó a su hijo Jesús aún en los momentos de gran incomprensión. Al final, la encontramos al pie de la cruz de su hijo, atravesada por el sufrimiento. Es la discípula fidelísima de Jesús, coronada en el dolor de Madre junto a la cruz de su Hijo.
A esa coronación le siguió la otra, esa que llevó a plenitud la primera. María, perfecta discípula de su Hijo, fue coronada en el Cielo como Reina y Señora de todo lo creado. Ella reina con su Hijo Jesús en la Iglesia, de la cual es anticipo y figura; reina en los corazones de sus fieles: reina en todas partes donde gana la vida y pierde la muerte; reina en la mujer que lleva adelante su embarazo; reina donde el estado, con una legislación adecuada, protege la vida tanto de la madre como del niño por nacer desde su fecundación del óvulo, hasta su muerte natural. Porque las leyes que legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en contradicción total e inconciliable con el derecho inviolable a la vida, afirmó el beato Papa Juan Pablo II (EV, 72). Por eso, María reina en el corazón y en la mente del legislador que elige la vida, y en el gobernante que ejerce su función pública a favor de una vida digna para la gente; y sin perder de vista el bien de todos, se ocupa de resolver las urgencias allí donde la vida de los ciudadanos está más amenazada; María reina en los corazones de los peregrinos que asumen su compromiso ciudadano y cumplen con la responsabilidad de ir a votar; y en aquellos fieles cristianos, hombres y mujeres, que luego se insertan en acciones comunitarias y participan activamente allí donde los reclama la responsabilidad ciudadana y también donde los convoca la comunidad eclesial.
María reina allí donde se cuida el ambiente y no se lo ensucia, porque también así se expresa el respeto por uno mismo y por los demás. Por eso, el peregrino de la Virgen deja limpio el lugar que ocupa pensando que después de él vendrán otros peregrinos. Cuidar la Casa de nuestra Madre y los lugares que la rodean, también es signo de que somos imagen de Dios y por eso nos queremos y respetamos, cuidando el ambiente en el que vivimos.
Hoy se difunde la idea de que todo da lo mismo y no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto. Un extraño progresismo quiere apartar a Dios de la vida de las personas y de la sociedad, proponiendo un “paraíso” sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un “infierno”, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza, advirtió hace poco el Papa Benedicto XVI. Según ese pensamiento cada uno puede construirse a sí mismo como mejor le guste. Ya no importa si se nace varón o mujer, da igual cualquier forma de vivir la sexualidad. No hay naturaleza, ni valores culturales, ni religión que sirva de orientación. En ese modo de pensar, la vida ya no es don de Dios, sino construcción arbitraria de los hombres. Nosotros creemos que la vida es un don que recibimos de Dios y una tarea que debemos hacer y madurar en diálogo con él, en un diálogo de amistad con Jesucristo: él es el gran signo que nos viene de Dios y se convierte para nosotros en Camino, Verdad y Vida.
Dios quiera que una Provincia amante de la vida, como es la nuestra, muestre mayor decisión en legislar a favor de la vida, sobre todo con leyes oportunas, medidas y disposiciones a favor de las familias. Sólo la comunión de un varón y una mujer asegura el respeto por el otro, y por la dignidad y el carácter sagrado de la vida. Sobre esos cimientos se puede construir un futuro que permita progreso y bienestar para todos.
Todos buscamos la felicidad, esa alegría que no pasa. Pero muchas veces la buscamos por caminos equivocados, siguiendo falsas luces, promesas de libertad y de prosperidad que no llevan a ninguna parte. El secreto de la vida está en elegir a quién le hacemos caso y quién tiene la palabra que nos asegure esa alegría y felicidad que anhelamos profundamente. No hay mejor madre y maestra que la Virgen María, Peregrina con nosotros, para llevarnos hacia esa meta, que no es otra que el fruto bendigo de su vientre: Jesús. Que ese encuentro con Jesús nos haga sentir la Iglesia, como un hermoso misterio de comunión y misión, porque no hay verdadero Jesús sin Iglesia, que es su cuerpo. No somos creyentes aislados, sino que, mediante el Bautismo, somos miembros de esta gran familia, y es la fe profesada por la Iglesia la que asegura nuestra fe personal. Agradezcamos siempre al Señor el don de la Iglesia; ella nos hace progresar con seguridad en la fe, que nos da la vida verdadera y esa alegría que no pasa. Se pueden organizar fiestas pero no la alegría, ésta es un don de Dios: la alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22), nos instruye el Santo Padre.
Aprendamos con María a no tenerle miedo al proyecto de Dios. Él quiere compartir con nosotros su vida y su felicidad. Que ella nos guíe a una respuesta cada vez más generosa e incondicional a lo que Dios nos pide, incluso cuando nos llame a abrazar la cruz, en la firme esperanza de llegar un día a la plenitud del amor, que ya resplandece tan maravillosamente en María de Itatí, la mujer vestida de sol, Reina y Señora de todo lo creado.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes
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