sábado, 5 de diciembre de 2009

Jesús es el Hijo de Dios


Según el testimonio de los Evangelistas, el propio Jesús dio testimonio de su filiación divina. Como enviado divino no podía dar falso testimonio. En primer lugar, preguntó a sus discípulos en Cesarea de Filipo, “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” (Mt. 16, 13). Este nombre Hijo del Hombre era normalmente usado por el Salvador respecto de Sí mismo; testimoniaba su naturaleza humana y unidad con nosotros. Los discípulos contestaron que los demás decían que era uno de los profetas. Cristo les apremió. “Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (ibíd. 15) Pedro, como portavoz, replicó: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” (ibíd. 16). A Jesús le satisfizo esta respuesta; le colocaba por encima de todos los profetas que eran hijos adoptados de Dios; le hacía Hijo natural de Dios. Pedro no tenía necesidad de especial revelación para conocer la filiación adoptiva divina de todos los profetas. Esta filiación natural divina le fue dada a conocer al jefe de los apóstoles sólo por una revelación especial. “Ni la carne ni la sangre te han revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos” (ibíd. 17). Jesús claramente asume este importante título en este sentido enteramente nuevo y especialmente revelado. Admite que es el Hijo de Dios en el pleno sentido de la palabra.

En segundo lugar, encontramos que permitió a los demás darle este título y demostrar mediante el acto de adoración efectiva que ellos interpretaban como real la filiación. Los posesos caían y le adoraban y el espíritu inmundo gritaba “Tú eres el Hijo de Dios” (Mc. 3, 12). Sus discípulos le adoraban y decían, “Verdaderamente eres el Hijo de Dios” (Mt. 14, 33). Y no sugería Él que se equivocaban al darle el homenaje debido a solo Dios. El centurión en el Calvario (Mt. 27, 54; Mc. 15, 39), el evangelista San Marcos (1, 1), el hipotético testimonio de Satán (Mt. 4, 3) y de los enemigos de Cristo (Mt. 27, 40) todos muestran que Jesús fue llamado y estimado como el Hijo de Dios. El propio Jesús claramente asume el título. Constantemente habla de Dios como “Mi Padre” (Mt. 7, 21; 10, 32; 11, 27; 15, 13; 16, 17, etc.).

En tercer lugar, el testimonio de Jesús sobre su filiación divina está bastante claro en los Sinópticos, como vemos por los argumentos precedentes y veríamos por la exégesis de otros textos; pero es aún quizá más evidente en Juan. Jesús indirecta pero claramente asume el título cuando dice: “¿Cómo decís que aquél a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo blasfema por haber dicho Yo soy el Hijo de Dios?...el Padre está en Mí y Yo en el Padre” (Juan 10, 36,38). Un testimonio incluso más claro se da en la narración de la curación del ciego en Jerusalén. Jesús dice: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” Él respondió, diciendo: “¿Quién es, Señor, para que crea en Él? Y Jesús le dijo: Le has visto; el que está hablando contigo. Y él dijo: Creo, Señor. Y postrándose, le adoró” (Juan, 9, 35-38). Aquí como en otros lugares, el acto de adoración es permitido, y de este modo se da asentimiento implícito a la afirmación de la filiación divina de Jesús.

En cuarto lugar, igualmente ante sus enemigos, Jesús hizo indudable profesión de su filiación divina en el sentido real y no en el figurado de la palabra; y los judíos entendieron que decía que era realmente Dios. Su manera de hablar ha sido algo esotérica. A menudo hablaba en parábolas. Quería entonces, como quiere ahora, que la fe sea “la evidencia de las cosas que no se ven” (Heb. 11, 1). Los judíos intentaban hacerle caer en una trampa, para lo que hacían que hablara abiertamente. Le encontraron en el pórtico de Salomón y dijeron: “¿Hasta cuando nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente” (Juan 10, 24). La respuesta de Jesús es típica. Los desconcierta durante un rato; y al final les dice la tremenda verdad: “El Padre y Yo somos uno” (Juan 10, 30). Ellos traen piedras para matarlo. Él les pregunta por qué. Les hace admitir que le han comprendido bien. Responden: “ No queremos apedrearte por ninguna buena obra, sino por blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (ibíd. 33). Estos mismos enemigos hacen una clara afirmación de la pretensión de Jesús la última noche que Él pasó en la tierra. Dos veces comparece ante el Sanedrín, la suprema autoridad de la esclavizada nación judía. La primera vez el sumo sacerdote, Caifás, se levantó y le preguntó: “Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Mt. 26, 63). Jesús antes había guardado silencio. Ahora su misión pedía una respuesta. “Tú lo has dicho” (ibíd. 64). La respuesta fue probablemente –a la manera semítica – una repetición de la pregunta con tono de afirmación en vez de interrogación. San Mateo registra esa respuesta de una forma que podría dejar alguna duda en nuestras mentes, si no tuviéramos el relato de San Marcos de la misma respuesta. Según San Marcos, Jesús responde clara y simplemente: “Yo soy” (Mc. 14, 62). El contexto de San Mateo aclara la dificultad respecto al significado de la respuesta de Jesús. Los judíos comprendían que se hacía igual a Dios. Probablemente se habrían reído y mofado de su pretensión. Él continuó: “Sin embargo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del poder de Dios, y venir sobre las nubes del cielo” (Mt. 26, 64). Caifás desgarró sus vestiduras y acusó a Jesús de blasfemia. Todos se unieron condenándolo a muerte por la blasfemia de la que ellos le acusaban. Claramente entendían que Él afirmaba ser el verdadero Hijo de Dios; y Él les permitió entenderlo así, y condenarle a muerte por esta interpretación y rechazo de su afirmación. Sería estar ciego a la verdad evidente negar la fuerza de este testimonio a favor de que Jesús afirmó ser el verdadero Hijo de Dios. La segunda comparecencia de Jesús ante el Sanedrín fue como la primera; por segunda vez se le preguntó para que dijera claramente: “¿Eres tú el Hijo de Dios?” Él respondió: “Vosotros lo decís: Yo soy”. Ellos comprendieron que hacía una afirmación de divinidad. “¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?, pues nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca” (Lucas 22, 70,71). Este doble testimonio es especialmente importante, en cuanto que se hace ante el Gran Sanedrín, y en cuanto que es causa de la sentencia de muerte. Ante Pilatos, los judíos presentan al principio un mero pretexto. “Hemos encontrado a éste alborotando, prohibiendo pagar tributo al César y diciendo que él es Cristo Rey” (Lucas 23, 2) ¿Cuál fue el resultado? ¡Que Pilatos no encontró causa de muerte en Él! Los judíos buscaron otro pretexto. “Solivianta al pueblo... desde Galilea hasta aquí” (Ibíd. 5). Este pretexto fracasa. Pilatos remite el caso de sedición a Herodes. Herodes no encuentra la acusación de sedición digna de seria consideración. Una vez más los judíos presentan un nuevo subterfugio. Una vez más Pilatos no encuentra causa en Él. Al final los judíos declaran su motivo real contra Jesús. Al decir que se ha proclamado rey y promovido una sedición y rehusado el tributo al César, se esfuerzan en hacer creer que ha violado la ley romana. El motivo real de su queja no era que Jesús violaba la ley romana, sino que ellos le acusaban como violador de la ley judía. ¿Cómo? “Nosotros tenemos una ley; y según esa ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios” (Juan 19, 7). La acusación era muy seria; motivó que el gobernador romano incluso “se atemorizase aún más”. ¿A qué ley se referían aquí? No hay duda. Es la terrible ley del Levítico: “El que blasfeme el nombre de Yahvéh será muerto; toda la comunidad le lapidará. Sea forastero o nativo, si blasfema el Nombre, morirá” (Lev. 24, 16). En virtud de esta ley, los judíos estuvieron a menudo a punto de lapidar a Jesús; en virtud de esta ley, le reprendieron a menudo por blasfemo, cuantas veces se presentó Él como Hijo de Dios; en virtud de esta misma ley, pedían ahora su muerte. Está simplemente fuera de cuestión que estos judíos tuvieran intención de acusar a Jesús de la asunción de esa filiación adoptiva de Dios que todo judío tenía por sangre y todo profeta había tenido por especial don gratuito de la gracia de Dios.

En quinto lugar, sólo podemos dar un resumen de otras utilizaciones del título Hijo de Dios con relación a Jesús. El ángel Gabriel anuncia a María que su hijo “será llamado Hijo del Altísimo” (Lucas 1, 32); “el Hijo de Dios” (Lucas 1, 35); San Juan habla de Él como “Hijo único del Padre” (Juan 1, 14); en el Bautismo de Jesús y en su Transfiguración, una voz del cielo exclama: “Este es mi hijo muy amado” (Mt. 3, 17; Mc. 1, 11; Lc. 3, 22; Mt. 17, 3); San Juan declara como auténtico propósito de su Evangelio “que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (Jn. 20, 31).

En sexto lugar, en el testimonio de Juan, Jesús se identifica absolutamente con el Padre divino. Según Juan, Jesús dice: “el que me ve a mí, ve al Padre” (ibíd. 14, 9). San Atanasio enlaza este claro testimonio a otro testimonio de Juan: “El Padre y Yo somos uno” (ibíd. 10, 30); y establece por tanto la consustancialidad del Padre y el Hijo. San Juan Crisóstomo interpreta el texto en el mismo sentido. Una última prueba de Juan está en las palabras que cierran su primera Epístola: “ Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al verdadero Dios, y estemos en su verdadero Hijo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna” (I Jn. 5, 20). Nadie niega que “el Hijo de Dios” que ha venido es Jesucristo. Este Hijo de Dios es el “verdadero Hijo” del “verdadero Dios”; de hecho, este verdadero hijo del Verdadero Dios, esto es, Jesús, es el verdadero Dios y es la vida eterna. Tal es la exégesis de este texto dada por todos los Padres que lo han interpretado (ver Corluy, “Spicilegium Dogmatico-Biblicum”,ed. Gandavi, 1884, II, 48). Todos los Padres que han interpretado o citado este texto, refieren outos a Jesús, e interpretan “Jesús es el verdadero Dios y la vida eterna”. Surge la cuestión de que la frase “verdadero Dios” (ho alethismos theos) siempre se refiere, en Juan, al Padre. Sí, la frase está consagrada al Padre, y aquí se usa precisamente por eso, para demostrar que el Padre que es, en este mismo versículo, llamado en primer lugar “el verdadero Dios”, es uno con el Hijo que es llamado en segundo lugar “el verdadero Dios” en el mismísimo versículo. Esta interpretación se realiza mediante el análisis gramatical de la frase; el pronombre este (outos) se refiere por necesidad al sustantivo más próximo, esto es, su verdadero Hijo Jesucristo. Además, el Padre no es llamado nunca “vida eterna” por Juan; mientras que el término se lo asigna él a menudo al Hijo (Jn. 11, 25; 14, 6; I Jn. 1, 2; 5, 11-12). Estas citas prueban más allá de toda duda que los Evangelistas dan testimonio de la filiación natural y real divina de Jesucristo.

Fuera de la Iglesia Católica, está hoy de moda intentar explicar todas estas utilizaciones de la frase Hijo de Dios, como si, en realidad, no significaran la filiación divina de Jesús, sino, presumiblemente su filiación adoptiva – una filiación debida bien a su pertenencia a la raza judía o bien derivada de su carácter mesiánico. Contra ambas explicaciones se alzan nuestros argumentos; contra la última explicación se alza el hecho de que en ningún lugar del Antiguo Testamento se da la expresión Hijo de Dios como nombre peculiar al Mesías. Los protestantes avanzados de este Siglo XX no están satisfechos con este último y anticuado intento de explicar el título de Hijo de Dios asumido. Para ellos sólo significa que Jesús era un judío (un hecho que es ahora negado por Paul Haupt). Ahora tenemos que afrontar la extraña anomalía de ministros del Cristianismo que niegan que Jesús sea el Cristo. Antiguamente se consideraba un atrevimiento que un unitariano se llamara cristiano y negara la divinidad de Jesús; ahora se encuentran “ministros del Evangelio” que niegan que Jesús es Cristo, el Mesías (ver artículos en el Hibbert Journal para 1909, por el Reverendo Mr. Roberts, también los artículos reunidos bajo el título”¿Jesús o Cristo?” Boston, 19m.). Dentro de los límites de la Iglesia también, no faltan algunos que siguieron la tendencia del Modernismo en medida tal como para admitir que en ciertos pasajes, la expresión “Hijo de Dios” en su aplicación a Jesús, presuntamente sólo significa la filiación adoptiva de Dios. Contra estos escritores se publicó la condena de la proposición: “En todos los textos de los Evangelios, el nombre Hijo de Dios es meramente el equivalente del nombre Mesías, y no significa en manera alguna que Cristo sea el Hijo verdadero y natural de Dios” (ver decreto “Lamentabili”, S. Off., 3-4 de Julio de 1907, proposición xxxii). Este decreto no afirma ni siquiera implícitamente que toda utilización del nombre “Hijo de Dios” en los Evangelios signifique Filiación natural y verdadera de Dios. Los teólogos católicos defienden generalmente la proposición de que cuantas veces, en los Evangelios, se usa el nombre “Hijo de Dios” en singular, de manera absoluta y sin ninguna explicación adicional, como nombre propio de Jesús, significa invariablemente la Filiación Divina natural y verdadera de Jesucristo (ver Billot, “De Verbo Incarnato”, 1904, p. 529). Corluy un estudioso muy prudente de los textos originales y de las versiones de la Biblia, declaraba que, cuantas veces se da a Jesús en el Nuevo Testamento el título de Hijo de Dios, este título tiene la significación inspirada de Filiación natural divina; por este título se dice que Jesús tiene la misma naturaleza y sustancia que el Padre celestial (ver Spicilegium, II, p. 42).

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